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La tesis del fraude electoral, presuntamente cometido en las elecciones del 2021, le ha hecho mucho daño a la convivencia democrática del país. Sustentada en el argumento de que el voto rural andino era amañado, su énfasis solo horadaba la ya alicaída confianza de ese enorme bolsón poblacional en las bondades del statu quo. La tesis del fraude reafirmaba su disidencia.

Hoy el Congreso vuelve a la carga con la misma monserga, al pretender tirarse abajo el tinglado institucional electoral (JNE, ONPE y Reniec), con argumentos jurídicos falaces que, en verdad, se remontan a la peregrina y disparatada hipótesis de que si no fuera por sus autoridades, Keiko Fujimori habría sido electa presidenta constitucional.

No hay un solo informe técnico que avale semejante especulación y los propios voceros del fraude (entre los que lamentablemente participó, en un inicio, hasta Mario Vargas Llosa) fueron silenciándose conforme se comprobaba la insuficiencia de pruebas y el carácter endeble de sus hipótesis.

Hay, como es obvio, una mayoría congresal compuesta por congresistas de derecha e izquierda que parecen dispuestos a unirse para causas pueriles como la reseñada. Sorprende, por cierto, que Perú Libre y sus desagregados se sumen eventualmente a la pretensión de descabezar los organismos electorales, habiendo sido ellos los legítimos ganadores de la jornada electoral que llevó a Pedro Castillo a Palacio. Pero en los vericuetos del poder parecen estar ocurriendo sortilegios que solo parecen factibles de desentrañarse si se entiende que el Congreso se ha convertido en un mercadillo de tomas y dacas, sin signo ideológico de por medio ni visión democrática detrás.

Es hora de esperar que la nueva Mesa Directiva logre asentarse en las instancias de los partidos democráticos -aquellos que se opusieron al despropósito de Castillo- y que, a su vez, entienda que no es hora de venganzas menudas ni de ajustes imaginarios de cuentas, sino de construir una agenda legislativa reformista que saque al Legislativo del hoyo de descrédito en el que se encuentra.

Un Parlamento con 91% de desaprobación, es decir, absoluta carencia de representación, debería entender que su tarea, para remontar esas cifras, no pasa por abusar de su poder sino por ajustar las clavijas del desmadre moral que se despliega al interior de su recinto y por trazar una línea de acciones de largo plazo que pongan a este poder del Estado a la altura del bicentenario.

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