Normalmente, en un gobierno afiatado y funcional, el presidente de la república ratifica la designación de los ministros y los defiende a capa y espada frente a las turbulencias políticas que puedan surgir.
No es el caso de Dina Boluarte. A su expremier Alberto Otárola lo dejó caer víctima de una conspiración palaciega y no le importó un ápice que el susodicho se haya fajado hasta los extremos más impensados para defender al gobierno y, en particular, a la primera mandataria.
Lo mismo ha sucedido con el exministro de Energía y Minas, Rómulo Mucho, a pesar de que no era ninguna piedra en el zapato de Palacio (su ductilidad para aceptar el brulote de Petroperú demuestra que Mucho estaba dispuesto a ceder en lo que sea a costa de mantener el cargo). Boluarte simplemente dio la orden de mover todo el poderpalaciego para impedir la censura del ministro de Inclusión y Desarrollo Social, Julio Demartini y a Mucho lo entregó en bandeja a las barras bravas parlamentarias.
Nos hace recordar la actitud del taimado Vizcarra -sobre quien ojalá caiga todo el peso de la ley en estos días- respecto de su breve Premier, Pedro Cateriano. Lo nombró, pero nunca imaginó la vitalidad de Cateriano para encaramarse sobre el cargo que le asignaron. Ello no fue del agrado de Vizcarra y astuta y traicioneramente no movió un dedo para impedir que el Congreso le niegue la confianza y lo obligue a renunciar.
Boluarte juega a la política menuda en Palacio. Tiene a un Premier nominal en Gustavo Adrianzén, pero despacha primordialmente con el primer ministro en la sombra, Eduardo Arana, ministro de Justicia, probable sucesor de Adrianzén prontamente.
Como resultado de ello, eleva los niveles de precariedad política que de por sí ya exhibe el Ejecutivo. Con ministros en salmuera, sin seguridad respecto de su permanencia, con la certeza de que la palabra presidencial no vale nada a la hora de ser defendidos frente a una crisis -salvo que sean del círculo de poder cercano de la gobernante-, no hay estabilidad política posible.