rock clásico

[MÚSICA MAESTRO] La primera vez que vi The Last Waltz (Martin Scorsese, 1978) fue en muy malas condiciones, a través de la señal distorsionada que llegaba del Canal 27 UHF a los receptores caseros de televisión a finales de los ochenta, en alguna noche de fin de semana sin fiestecita de barrio -los recordados “tonos” de nuestra generación- en los que las patotas de antaño jugábamos a ser adultos brindando y bailando canciones de los Hombres G, Soda Stereo y The Cure. Borrosas y entrecortadas, esas imágenes me pusieron en contacto, por primera vez, con una de las bandas más importantes y, a la vez, más olvidadas por el público masivo consumidor de radios “rock and pop” y amantes superficiales del rock clásico.

La semana pasada, el culto por The Band se reactivó en medios culturales del mundo entero tras el fallecimiento, a los 80 años, del guitarrista y cantante Robbie Robertson, líder de facto y autor de las más grandes canciones de este grupo conformado por cuatro canadienses y un norteamericano, ocurrida el pasado 9 de agosto. Robertson, quien desarrolló una muy interesante carrera en solitario, con álbumes como Storyville (1991), How to become clairvoyant (2011), Sinematic (2019) o sus experimentos con música de las reservas aborígenes canadienses y estadounidenses -de las cuales provenía su familia materna-, Music for the Native Americans (1994) y Contact from the underworld of Redboy (1998), sucumbió finalmente a una larga batalla contra el cáncer de próstata, según fue conociéndose en los días posteriores a su deceso.

Al reescuchar los discos de The Band, me reafirmo en aquello de que la música es, de las artes mayores, la más cercana a un amigo(a) cuando se trata de buscar consuelo o simple y llana compañía. La naturaleza cambiante del estado de ánimo se sosiega cuando en el aire vuelan notas agradables al oído. Pueden ser vertiginosas y violentas, para generar distracción y catarsis. O pueden ser calmadas y acompasadas, para acompañarse en soledad. En ese sentido, The Band dejó registradas algunas canciones que califican en la segunda categoría. Los arropadores acordes de temas como The unfaithful servant o Rockin’ chair me hacen sentir una profunda y sincera lástima por las nuevas generaciones que abdican de su potencial sensibilidad, aislándose en las cacofónicas vulgaridades del reggaetón y afines, haciéndose voluntariamente incapaces de entender este derroche de musicalidad, no exento de humanos altibajos y tanáticos demonios internos.

The Band es, probablemente, el primer grupo de rock que, antes de recibir los aplausos y reconocimientos del público y la prensa especializada, gozaba de una muy buena reputación, construida desde las sombras del anonimato, como acompañantes de artistas “más mediáticos”, por utilizar un término común al lenguaje coloquial de nuestros tiempos, un camino que después replicarían bandas como Eagles, forjados como músicos de apoyo de Linda Ronstadt; o Toto, cuyos integrantes se pasearon, durante años, por estudios de grabación e hicieron giras con nombres establecidos como Steely Dan o Boz Scaggs, antes de lanzar su primer disco.

Cuando apareció aquel álbum debut, en 1968, el quinteto ya llevaba casi una década tocando juntos. A comienzos de los años sesenta, el cantante de rockabilly Ronnie Hawkins (1935-2022), nacido en Arkansas, se reubicó en Canadá y despidió a todos los integrantes de su banda, convenientemente llamada The Hawks, conservando solo al baterista, su paisano Levon Helm, y cubriendo las demás plazas con cuatro jóvenes de Ontario: Garth Hudson (teclados), Richard Manuel (piano), Rick Danko (bajo) y Robbie Robertson (guitarras). Esta nueva versión de The Hawks se hizo legendaria en Canadá y fue sentando las bases de lo que, poco después, se convertiría en una de las colaboraciones más trascendentes en el desarrollo del rock clásico hecho en los Estados Unidos.

A pesar del éxito que tenían junto a Hawkins, los cinco músicos sintieron constreñido su espacio creativo y decidieron, con su venia, separarse para componer material propio. Mientras cumplían una residencia en una pequeña taberna de Toronto fueron vistos y oídos por Bob Dylan, quien quedó sorprendido por las habilidades del combo. De inmediato, Dylan inició conversaciones con Helm y Robertson -voceros oficiales de aquel grupo de amigos, aun sin nombre- para armar una gira que le daría un vuelco radical a su carrera, el primero de los tantos que caracterizaron su trayectoria. En aquella gira cargada de rock y anfetaminas, que duró aproximadamente un año, Dylan añadió a su tradicional set acústico una segunda parte con instrumentos eléctricos. Esta movida no fue del agrado de un grueso sector de sus públicos que le endilgaron durísimas críticas y rechazos.

Casi al final del último concierto del tour, en Manchester, Inglaterra, un enardecido asistente resumió esa indignación gritándole “¡Judas!” a lo que Dylan respondió ordenándole a sus nuevos músicos que subieran el volumen y se arrancaran con una rabiosa versión de Like a rolling stone. El episodio -que, erróneamente, fue ubicado en el Royal Albert Hall de Londres por años- ha sido estudiado por expertos en el catálogo dylanesco e incluso podemos verlo, como escena final del documental No direction home (Martin Scorsese, 2005). Curiosamente, casi nunca se comenta que el grupo que lo acompañó aquella vez era, precisamente, The Band. Robertson incluso metió varias guitarras en el álbum Blonde on blonde (1966), uno de los más celebrados del autor de Blowin’ in the wind y Vision of Johanna.

Pero la relación entre ellos no quedó ahí. Luego del accidente en moto que por poco y lo mata en julio de ese mismo año, Bob Dylan se recluyó durante casi medio año en una casa de campo cercana a Woodstock, con los cinco músicos de The Band, para “hacer música como se debe hacer: sin público, haciendo círculo, frente a una fogata y un perro durmiendo al lado”. En total se grabaron más de cien canciones que, según ellos, nunca estuvieron pensadas para hacerse públicas. Sin embargo, ocho años después apareció -tras varias filtraciones piratas- un compendio doble de 24 temas extraídos de aquella encerrona bajo el título The basement tapes (1975), un disco de culto que hasta hoy es elogiado por la síntesis, profunda y respetuosa, de todo el bagaje musical estadounidense a través de clásicos de folk, blues, gospel y composiciones nuevas que, décadas más tarde, han sido reconocidas como los cimientos de un subgénero del country-rock muy popular y aun vigente, llamado comúnmente “Americana”.

Después de eso acompañaron a Dylan en su décimo cuarto álbum en estudio, Planet waves (1974) y, ese mismo año, salió un extraordinario disco doble en conjunto, Before the flood -esta práctica de salir al ruedo con una banda famosa como acompañamiento fue usada por Dylan en dos ocasiones más, con The Grateful Dead y Tom Petty & The Heartbreakers-. Muchos años después apareció una caja de seis discos, como volumen 11 de la colección The Bootleg Series titulada The basement tapes complete, 139 canciones en total, lanzamiento que se convirtió en uno de los acontecimientos culturales más destacados del 2014 en los Estados Unidos. En el 2019, Magnolia Pictures lanzó el documental Once were brothers: Robbie Robertson and The Band, contando detalles de su inicio, cenit y debacle.

Un año después, en 1968, los muchachos decidieron grabar su primer álbum, titulado Music from Big Pink, en referencia directa a la cabaña donde se produjo aquel íntimo retiro musical, en West Saugerties, en la zona rural New York, y en la que fueron concebidas las once canciones de este debut. Los sofisticados arreglos del disco llamaron mucho la atención de la comunidad de músicos, arrancando comentarios halagüeños de personajes ilustres como Paul McCartney o Eric Clapton. Durante sus andanzas con Dylan -con quien compusieron This wheel’s on fire y Tears of rage-, como aun no tenían nombre fijo, sus colegas se referían a ellos como “la banda”, a secas. Por eso, cuando llegó el momento, se quedaron con “The Band” que sonaba, a un tiempo, sencillo e importante.

The weight, escrita por Robertson, se convirtió en la canción emblema del disco y del grupo, además de hacerse popular como parte de la banda sonora de la madre de las “road movies”, Easy rider (Dennis Hopper, 1969). También destacan I shall be released -escrita por Bob Dylan-, y otras composiciones de Robbie como Caledonia mission o To kingdom come. Para su segundo disco, titulado sencillamente The Band, composiciones como The night they drove Old Dixie down, King Harvest (Surely come) o Up on Cripple Creek mostraron la vocación tradicionalista de Robertson, con temas asociados a la lucha por los derechos civiles, historias de las primeras poblaciones de Norteamérica así como mensajes de sentido social, búsqueda de justicia y solidaridad.

Ambos discos confirmaron la versatilidad de The Band. Según las necesidades de cada canción, Levon Helm pasaba de la batería a la mandolina y Richard Manuel, el pianista, se sentaba detrás de los tambores. Del mismo modo, Robertson, cuya principal función era la guitarra, tomaba el bajo para que Rick Danko, bajista oficial, se hiciera cargo del violín y la guitarra quedaba en manos de Helm. Por su parte, Hudson, el único con formación musical académica, era el arma secreta del grupo con su extraordinario dominio de teclados, acordeones y todo tipo de instrumentos de viento, además de dedicar tiempo para enseñarles jazz y música clásica a sus compañeros.

Gracias a sus conocimientos de electrónica, fue él quien armó todo en la cabaña para sus primeras grabaciones. Vocalmente, The Band tenía en Helm, Danko y Manuel “a los tres mejores cantantes blancos de rock de todos los tiempos”, como alguna vez dijo Bruce Springsteen. Así, pasaban del tono ronco y country de Levon Helm -The weight, Up on Cripple Creek-, a la voz cálida y aguda de Rick Danko –When you awake, Long black veil- y la sensibilidad de Manuel, decorada con bien colocados falsetes -I shall be released, Whisperine pines, Tears of rage, Across the great divide-, registros que además usaban en armonías muy bien amalgamadas.

The Band tocó en el Festival de Woodstock pero, por cuestiones contractuales, su presentación no fue incluida ni en el documental ni en el álbum triple original. Tras esos dos exitosos discos, siguieron más logros artísticos como Stage fright (1970, que produjo dos clásicos más, The shape I’m in y Stage fright), Cahoots (1971), el doble en vivo Rock of ages (1972) y un disco de covers de blues y R&B, Moondog matinee (1973). A medida que Robertson tomaba mayor control de The Band, comenzaron las fricciones internas, especialmente entre él y Helm, conocido por su carácter irascible. Para 1975-1976, Robertson manifestó su deseo de acabar, en buenos términos, con el proyecto grupal. Para hacerlo por todo lo alto, The Band organizó un concierto de despedida en el auditorio Winterland de San Francisco, regentado por Bill Graham, el mismo que se realizó el 25 de noviembre de 1976, la noche de Acción de Gracias (Thanksgiving).

En esa gala, ante un público de aproximadamente cinco mil personas y durante casi seis horas, Robertson, Danko, Helm, Manuel y Hudson compartieron su escenario con un elenco de distinguidos invitados: Eric Clapton, Neil Diamond, el pianista de Mardi Gras Dr. John, el ex Beatle Ringo Starr, la leyenda del blues Muddy Waters, Paul Butterfield, Van Morrison, Ronnie Wood de los Rolling Stones, sus mentores Ronnie Hawkins y Bob Dylan, y sus compatriotas Joni Mitchell y Neil Young. En 1978, dos años después, el concierto fue lanzado como álbum triple acompañado por un documental, bajo el título The Last Waltz, filmado y dirigido por Martin Scorsese. En el año 2019, esta película fue catalogada como patrimonio de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por considerarla “significativa cultural, histórica y estéticamente”.

El grupo, ya sin Robertson, se reunió en los años ochenta para realizar varios conciertos pero, lamentablemente, la tragedia llegó en 1986 cuando Richard Manuel, acorralado por su alcoholismo, se suicidó en un hotel de Florida, a los 42 años. Rick Danko, quien se había librado de milagro de varias sobredosis, falleció a los 52, en 1999, de un ataque cardiaco. Mientras que Levon Helm, tras haberse peleado públicamente con Robbie Robertson, a quien acusó, al parecer de manera infundada, de aprovechar el abuso de drogas de los demás para apoderarse de sus regalías, sucumbió al cáncer a los 71, el 2012.

Aunque nunca llegaron a reconciliarse, Robertson acompañó a Helm en su lecho de muerte, convocado por una de sus hijas. “Lo tomé de la mano y le dije nos veremos en el otro lado, hermano”. Tras el fallecimiento de Robbie, Garth Hudson es, a sus 86 años, el único miembro de The Band vivo. Aunque hizo música hasta el 2015, los últimos reportes indican que estaría viviendo en una casa de reposo en New York, donde a veces ofrece recitales de piano. Bob Dylan, de 82, lamentó en sus redes sociales la partida de su “amigo de toda la vida” mientras que el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, manifestó que Robertson «fue una gran parte de las contribuciones que ha hecho Canadá a las artes”.

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[MÚSICA MAESTRO] Rock In Rio, Lollapalooza, Glastonbury, Pinkpop, Bonnaroo. Todos estos festivales le deben algo a Woodstock y, ahora, que acaba de cumplirse su aniversario 54, vale la pena recordar algunas cosas acerca de este evento contracultural que marcó la historia del rock y la vida de las casi 500,000 personas que allí estuvieron. En plena efervescencia del movimiento hippie, cuatro empresarios norteamericanos -John Roberts, Joel Rosenman, Artie Kornfeld y Michael Lang (fallecido en enero del año pasado, a los 77 años)- unieron sus esfuerzos y capitales para realizar un festival que reuniera a los mejores artistas del momento y que sirviera además como plataforma para que aquel contingente de jóvenes que, sobre la base de la filosofía pacifista, antibélica y prodrogas que servía de trasfondo ideológico del hippismo, pudiera demostrarle al establishment que eran capaces de asistir a un multitudinario concierto sin problemas. Y en buena parte lo consiguieron, aunque jamás imaginaron el impacto social y cultural que tendría su aventura.

Dos años antes, en 1967, el Monterey Pop Festival, célebre por el ritual pirómano de Jimi Hendrix y la electrizante actuación de Otis Redding, entre otros grandes artistas, había congregado a casi 60,000 personas. Tras una fuerte campaña publicitaria y habiéndose asegurado un lugar lo suficientemente grande -la hacienda de Bethel, propiedad de Max Yasgur (1919-1973), tenía un área de aproximadamente 600 acres (equivalentes a 240 hectáreas o 2.4 kilómetros cuadrados)- los organizadores habían calculado una asistencia máxima de 200,000 personas. Pero la enorme expectativa generada por los conciertos hizo que la cantidad proyectada terminara duplicándose, ocasionando una serie de problemas logísticos y, entre otras cosas, obligó a los organizadores a declarar el ingreso gratuito, debido a los cientos de miles de jóvenes que llegaban de diversos estados, trasladándose en caravanas. Esta situación se salió por completo de las manos de los encargados que vieron cómo se rebalsaban, literalmente, todas sus previsiones en cuanto a seguridad, orden, servicios higiénicos, etc.

Aun así, haciendo honor al slogan del festival, fueron tres días de paz, amor y música, que pasarían a la historia como la expresión más completa de lo que significó el movimiento hippie. Los saldos son conocidos: dos nacimientos, tres muertes, uno de los congestionamientos vehiculares más increíbles, líneas telefónicas colapsadas… y un conjunto de actuaciones memorables que quedaron registradas en el clásico documental, estrenado un año después y un excelente álbum triple, el de la famosa carátula que muestra a una joven pareja envuelta en una frazada, al amanecer del segundo día (foto del legendario reportero gráfico de la revista Life, Burk Uzzle, hoy de 85 años). Bobbi Kelly y N. Ercoline, los protagonistas de aquella icónica imagen se habían conocido tres meses antes del festival y, dos años después, se casaron. Estuvieron juntos 54 años, hasta el 19 de marzo de este año, en que Bobbi falleció a los 74 (aquí la historia contada a detalle por el periodista peruano Ricardo Hinojosa).

En esta época de rebuznadores urbanos, bataclanas disforzadas, personajes andróginos y sumamente homogeneizados, es revitalizador ver y escuchar, por ejemplo, a un descosido, desdentado y frenético Richie Havens (1941-2013), con su ronca voz y su golpeada guitarra de palo, estremeciendo el escenario con sus lamentos Freedom y Sometimes I feel like a motherless child. Una de las imágenes que siempre me han fascinado de ese primer día es ver cómo Havens se aleja del micrófono, encorvado y con la espalda bañada en sudor, inmerso en su rasgueo incansable, a pesar de haber roto una cuerda, cantando sin importarle si el público lo escucha o no.

O por ejemplo la encantadora voz de Joan Baez, embarazada, entonando a capella Swing low sweet chariot, himno de lucha por los derechos civiles, que se cantaba en las reservas amerindias del siglo XIX. O esa joyita de Arlo Guthrie -hijo de Woody Guthrie (1912-1967), el padre musical de Bob Dylan, autor de otro himno del folk norteamericano, This land is your land (1940)- titulada Coming into Los Angeles. Además de los mencionados, aquel viernes 15 de agosto, desde las 5:17pm, desfilaron otros grandes trovadores como Melanie, Tim Hardin y The Incredible String Band, así como el maestro Ravi Shankar (1920-2012), quien ya había cautivado a los rockers de la época con sus enigmáticos sitares, traídas desde la India, en el festival de Monterey.

El sábado 16, desde el mediodía, la electricidad se fue apoderando del escenario y el mar humano se aprestaba a ver en vivo a algunos de los artistas que marcaron a fuego el desarrollo del rock, expresión artística de enorme carga emocional y poder de convocatoria. Ese día, un cantautor folk poco conocido, líder comunitario y activista político, Country Joe McDonald (líder del combo psicodélico The Fish), hizo cantar a todo el mundo su I-feel-like-I’m-fixin’-to-die rag, una de las proclamas anti-Guerra de Vietnam más directas del festival.

Posteriormente, el filosófico recital de John Sebastian, dio paso a una ráfaga desconocida para los norteamericanos, un sonido que los hizo enloquecer. Las congas y ritmos caribeños del guitarrista mexicano Carlos Santana -en aquel entonces un desconocido inmigrante de apenas 21 años- deben haberse escuchado como traídos del espacio (o del infierno) en los oídos de los miles y miles de jóvenes, que, trepados en LSD y marihuana, sentían que cada nota les estremecía el alma y sacudía el cuerpo en un éxtasis (casi) sexual no muy difícil de imaginar. Esa versión de Soul sacrifice es una descarga de energía chamánica y talento musical indescriptible.

En la versión oficial del documental destacan, del segundo día de festival -que se extendió hasta el amanecer del tercero- las actuaciones de Santana, Sly & The Familiy Stone, un combo negro de soul y funk que alborotó al público con su frenética rendición de I want to take you higher; y el cuarteto británico The Who, que cerró con el excelente tema de la ópera Tommy, See me feel me. Lamentablemente, diversos problemas nos impidieron apreciar en aquella clásica primera versión de la película dirigida por Michael Wadleigh, algunas presentaciones capitales, que fueron reveladas décadas después. En el caso de Janis Joplin, según cuenta la editora y camarógrafa Thelma Schoonmaker, hubo unos inconvenientes con la cinta que contenía el concierto de la extraordinaria intérprete, quien fallecería al año siguiente, a los 27 años. Tampoco fue incluido en el largometraje la tocada de C. C. Revival, esta vez por cuestiones contractuales que no permitieron a los realizadores incluir canciones del cuarteto californiano liderado por el cantante y guitarrista John Fogerty. Uno de los casos más notorios fue el de The Grateful Dead, animadores del festival y de la subcultura hippie, cuyo concierto sufrió una serie de accidentes debido a la lluvia. El sonido falló permanentemente e incluso Jerry García y Bob Weir, líderes del grupo, recibieron descargas eléctricas de sus guitarras y micrófonos.

Aunque el programa oficial de conciertos anunciaba a los Jefferson Airplane para «cerrar la noche» del sábado, lo que hizo la banda psicodélica de San Francisco fue abrir el domingo con sus alucinadas canciones, viñetas sonoras de la movida de la Costa Oeste. Grace Slick recibe al público con un saludo en el que anuncia las “música maniaca matutina” tras los latigazos de electricidad que había lanzado The Who un par de horas antes (otro de mis momentos favoritos). Eran las 6 de la mañana. Luego del receso, en el que los asistentes aprovechaban para dormir, comer, bañarse en el río o divertirse jugando en el lodo, llegó el turno de otro británico, el cantante Joe Cocker y su grupo, The Grease Band. Ninguna de las versiones que el inglés ha cantado en años posteriores supera a su reinterpretación, esa tarde, de With a little help from my friends, tema original del LP Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de los Beatles y que, en nuestro medio, se hizo muy conocida como cortina de la recordada serie Los Años Maravillosos.

Después de Cocker, una fuerte tormenta interrumpió brevemente el desarrollo del evento. Tras el escampe, unas horas después, vino otra tormenta, esta vez generada por la guitarra de Alvin Lee y su grupo Ten Years After. I’m going home es un arrebatado rock and roll a mil por hora, que Lee interpreta en estado de catarsis, aferrado a su Gibson ES-335, solo frente al mundo. Esa noche pasaron por la arena importantes grupos como The Band, Blood Sweat & Tears, Paul Butterfield y Johnny Winter, cuyas actuaciones tampoco figuraron en la película. Otra de las máximas atracciones del festival, los debutantes Crosby Stills & Nash, con intermitentes apariciones de Neil Young -quien solicitó expresamente no ser filmado-, saltaron a la tarima como portadores del nuevo sonido del folk norteamericano, casi a las 3 de la mañana. Armados solo con sus guitarras y sus voces, (David) Crosby, (Stephen) Stills y (Graham) Nash interpretan su Suite Judy blue eyes. Finalmente, Jimi Hendrix irrumpió ante un público ya disminuido -la gente había comenzado a irse durante la madrugada- y su concierto, que incluye la famosa interpretación del himno nacional de los Estados Unidos, en que el extraordinario guitarrista zurdo realiza una intensa alegoría acerca de los horrores de la guerra, imitando bombardeos y vuelo de aviones de combate con su electrizada Fender Stratocaster fue visto por una pequeña multitud exhausta, incapaz de percibir el valor artístico de lo que, en ese preciso momento, estaba ocurriendo.

El anecdotario acerca de aquellos artistas que no llegaron a actuar en el Festival de Woodstock es inmenso. Por ejemplo, The Jeff Beck Group -Jeff Beck (guitarra), Rod Stewart (voz), Ron Wood (bajo) y Aynsley Dunbar (batería)-, estuvo programado, pero se separaron una semana antes. El manager de Joni Mitchell decidió no aceptar la invitación, porque pensó que solo asistirían 500 personas. La compositora canadiense compuso, poco después, una canción dedicada al festival, que se hizo famosa en la versión de Crosby, Stills & Nash. Chicago Transit Authority -luego conocidos mundialmente como Chicago, habían estado en la lista original. Sin embargo, tenían un contrato previo con Bill Graham, por lo que en su lugar entró Santana, banda a la que también manejaba en ese entonces. Según el cantante y bajista Peter Cetera “estábamos molestos con él por hacernos eso”.

Los organizadores llamaron a John Lennon para pedir que The Beatles tocaran, pero Lennon exigió que incluyeran a su nuevo grupo The Plastic Ono Band, en la que cantaba su esposa, Yoko Ono. No lo volvieron a llamar. Para George Harrison, asistir a Woodstock tras pelearse con Paul McCartney durante las grabaciones del álbum Let It Be, fue un escape de aquella tensa situación. The Rolling Stones no fueron invitados, por dos razones: la primera, cobraban mucho más de lo presupuestado. La segunda, en ese momento tenían un éxito llamado Street fightin’ man, que podría haber dañado la onda pacífica del festival. Jethro Tull, que para 1969 había lanzado dos alucinantes discos -This was y Stand up! rechazó la invitación. Su líder, Ian Anderson, dijo: «no quiero pasar todo mi fin de semana en un campo repleto de hippies que no se han bañado». The Mothers Of Invention también recibió la oferta, pero Frank Zappa no aceptó: «Hay mucho barro en Woodstock». La participación de The Doors se canceló a último momento. Según el guitarrista Robbie Krieger, desistieron porque creyeron que sería una “repetición de segunda clase del Festival de Monterey”, pero después se arrepintieron de esa decisión.

Hoy abundan los análisis acerca de las verdaderas motivaciones del festival, así como los debates con respecto a la real trascendencia del hippismo y su significado: ¿Eran verdaderos ideólogos juveniles protestando contra la insensatez de los «mayores» o simplemente se trató de la masiva manifestación egocéntrica y hedonista de una generación ansiosa por validar sus comportamientos al margen de lo socialmente aceptado? Lo más probable es que haya tenido de ambas cosas, pero más allá de cualquier opinión personal o de estudios descontextualizados, resulta evidente que en el mundo actual, mientras que asuntos como la paz y el amor están cada vez más alejados de convertirse en insumos de una convivencia armónica, derrotados por la guerra, las ambiciones por poder y dinero, la comercialización del amor, la imagen y sus diversas manifestaciones, la delincuencia pistolera y la corrupción política- la música, sobre todo la que se hizo en aquellos tres días de agosto de 1969, aun vive entre nosotros, aun emociona, aun sorprende. En el 2019, por los 50 años de Woodstock, se estrenó el documental Woodstock: Three days that defined a generation (Barak Goodman), que recoge el espíritu libre y despeinado de aquel “verano del amor”.

 

 

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[MÚSICA MAESTRO] Cuando pensamos en Queen lo primero que viene a nuestras mentes es, desde luego, Bohemian rhapsody, la espectacular suite de casi seis minutos de duración que desbarató los conceptos de lo que tenía que hacer una canción de rock para sonar en las radios, con sus múltiples cambios rítmicos y ese intermedio operístico que resulta inconfundible para todos los públicos -incluidos aquellos idiotizados por el reggaetón y el latin-pop-, un prodigio de la interpretación musical orgánica pero también del uso del estudio de grabación como instrumento; que dio título a la aclamada película biográfica acerca de su legendario líder, estrenada en el año 2018.

Y, a partir de allí, podríamos hacer una lista de diez o quince canciones de intensa rotación en radios y plataformas digitales, muchas de las cuales forman también parte de la memoria musical de (casi) todo el mundo -pienso, por ejemplo, en I want to break free, Radio Ga Ga (The works, 1984), Under pressure, a dúo con David Bowie (Hot space, 1982), Don’t stop me now (Jazz, 1978), We are the champions (News of the world, 1977) o Crazy little thing called love (The game, 1980), solo por mencionar algunas. Pero, siendo todas alucinantemente buenas y representativas de sus diversas etapas, ninguna de ellas alcanza el nivel de popularidad, influencia y reconocimiento del tema central de A night at the opera, el cuarto álbum de Queen, publicado originalmente en 1975.

Sin embargo, en los inicios del cuarteto integrado por Freddie Mercury (voz, piano), Brian May (voz, guitarras, teclados), John Deacon (bajos) y Roger Taylor (voz, batería) se esconden joyas musicales que, a pesar del estatus que ganaron tras el inapelable logro artístico de Bohemian rhapsody, jamás han sido lo suficientemente expuestas. Salvo para aquellos verdaderos conocedores de la discografía de Queen, su historia comienza precisamente con la mencionada mini-ópera cuya letra trágica y oscura ha sido objeto de múltiples análisis e interpretaciones (como este del músico y comunicador español Ramón Gener). Muchas de las técnicas de grabación, fusión de estilos y temas abordados en estas canciones escritas entre 1970 y 1973 sirvieron de entrenamiento para lo que producirían un año y medio o dos años después.

En sus dos primeros álbumes, titulados simplemente Queen I (1973) y Queen II (1974) la banda exhibe un sonido intrincado, sinuoso y duro, marcado por el impresionante poderío vocal del cuarteto -además del extraordinario talento de Mercury, Taylor y May aportan muchísimo en ese terreno- e influenciado por el hard-rock imperante en ese entonces, con varios atisbos de la voluptuosidad, grandilocuencia y glamour que, posteriormente, caracterizó su trabajo discográfico. Esto se percibe con mucha más fuerza en el segundo LP, cuya carátula es la famosa foto que tomó Mick Rock (1948-2021) en noviembre de 1973 -inspirado en una antigua imagen de la diva alemana Marlene Dietrich (1901-1922)-, usada en el video promocional de Bohemian rhapsody (1975) y recreada, una década después, en el de One vision (A kind of magic, 1986), que se convirtió, a la larga, en la imagen más representativa de Queen, después del clásico logo en el que se fusionan elementos de la realeza británica con los signos zodiacales de sus integrantes.

Desde el comienzo del debut, con las guitarras superpuestas en la energética Keep yourself alive, queda claro que Queen llegaba con una propuesta diferente a la de otras bandas contemporáneas, a pesar de que los ataques filudos y electrizantes de Brian May hicieran que muchas reseñas de entonces relacionaran al grupo con Led Zeppelin o Black Sabbath, sobre todo si prestamos atención a la potencia de sus riffs y solos en Modern times rock ‘n’ roll, escrita y cantada por el baterista Roger Meddows-Taylor (nombre con el que el rubio baterista fue acreditado hasta 1974); o Son and daughter, buenos ejemplos de la fuerza que alcanzaban en este periodo. Para las versiones en vivo de este tema, May ejecutaba el segmento de orquestaciones eléctricas que luego plasmó en Brighton rock (Sheer heart attack, 1974) y que, hasta la actualidad, usa en los conciertos de Queen + Adam Lambert. En Liar incluso se aventuran con un intermedio latino que, a primera escucha, resulta un tanto desconcertante. El estribillo “mama, I’m gonna be your slave / all day long!”, con cencerro y todo, hace recordar más al Santana de Woodstock que a las poderosas descargas guitarreras de sus pares, presentes también en este explosivo tour-de-force por el primer sonido de Queen.

Asimismo, temas como Great King Rat o Jesus tienen momentos cercanos al folk-rock tradicionalista de Jethro Tull o Gentle Giant, con letras fantasiosas o espirituales, pero sin dejar de lado aspectos melódicos más relacionados a una sensibilidad un poco menos densa. Parte de esa atmósfera se debe al trabajo de Mercury en el piano, lo que dota a estas canciones de texturas profundas y matices preciosistas. Un ejemplo claro de todo esto es My fairy King. En cuatro minutos, la banda pasa de un arranque rockero que hace recordar al Highway star de Deep Purple (Machine head, 1972) -incluso Roger Taylor lanza un grito agudo idéntico al de Ian Gillan y después sube una octava más- para luego tornarse suave y envolvente, como un anticipo de Killer queen (Sheer heart attack, 1974) mientras que sus pianos, juegos vocales y estructuras estilísticas dejan entrever un trasfondo musical orientado hacia lo clásico y sofisticado. En este tema, compuesto por Freddie cuando todavía utilizaba su apellido real, Bulsara, acuñó el que finalmente usaría el resto de su vida, en la frase “Mother Mercury look what they’ve done to me“.

Hay dos canciones en este álbum que merecen especial atención para aquellos interesados en sumergirse en la prehistoria de Queen: Doing all right y The night comes down. La primera empieza como una balada, suave y atmosférica -con énfasis en los efectos de eco para el piano, tocado aquí por May- que evoluciona hasta convertirse en un intenso hard-rock para finalmente retornar a la calma, una fórmula muy usada por la banda. Para la segunda, May compuso una misteriosa introducción de guitarras acústicas, eléctricas y bajos que tiene algo de música flamenca da paso a una acompasada canción de letra que convoca a la nostalgia ante la juventud perdida. Ambas -como la brillante Mad the swine, grabada en ese tiempo pero que no encontró lugar en el disco oficial y fue redescubierto recién en 1991- contienen finas armonías vocales, un recurso que Mercury, May y Taylor usarían de manera permanente en sus posteriores lanzamientos. En el caso de Doing all right, se trata de una de las canciones que el guitarrista había coescrito junto a Tim Stafell, cantante y bajista de Smile -como el blues See what a fool I’ve been, lado B original de Seven seas of Rhye-, la banda en la que estuvo con Taylor antes de que decidieran armar Queen. De hecho, existe una versión con Stafell en la voz, disponible aquí.

Queen II, lanzado casi un año después, mostró una vertiginosa evolución en el sonido del grupo, en comparación a Queen I. Si bien es cierto, como ya hemos visto, el debut no fue, ni por asomo, un disco de ideas musicales planas o de estilo único, la diversidad y el atrevimiento de su siguiente bloque de canciones se dispararon de una forma que muchos consideraron inesperada y hasta exagerada. Organizado a la manera de un disco conceptual (aunque claramente no lo es), el álbum presentó canciones suaves en un lado y fuertes en el otro -Side White (Lado A) y Side Black (Lado B) en la versión original en vinilo- con composiciones repartidas entre Brian May y Freddie Mercury, más una contribución de Roger Taylor -el bajista John Deacon tuvo que esperar hasta el tercer álbum, Sheer heart attack (también publicado en 1974), para colocar una composición suya, la electroacústica Misfire.

El lado “blanco” de Queen II se inicia con una marcha fúnebre de poco más de un minuto (Procession), una construcción de guitarras sobre guitarras, escrita y ejecutada por Brian May desde su icónica Red Special, acompañado por el paso rítmico del bombo de Taylor. Este misterioso comienzo da paso a Father to son, una especie de ¿balada? de intensos mensajes, potente instrumentación y cambios sorpresivos en espacios muy cortos. Este combo Procession/Father to son sirvió para abrir los conciertos de la banda en esa época, como quedó registrado en el álbum y DVD Live at The Rainbow ’74, editado en el año 2014. Luego siguen dos de las mejores canciones de este primer periodo de Queen.

White Queen (As it began) es una enigmática melodía en la que May, para su primera sección, utiliza una guitarra acústica antigua de marca Hallfredh -él la llamaba “Hairfred”- de tono juglaresco y medieval que, por momentos, suena como una sítara. Posteriormente, la Red Special toma absoluto protagonismo. El mismo sonido acústico aparece en Some day one day, en que el extraordinario guitarrista realiza solos intercalados que se superponen unos a otros hasta el final. Además, esta es la primera vez que Brian May funge de vocalista principal. Los fans de Soda Stereo recordarán la versión que grabaron Gustavo Cerati, Héctor “Zeta” Bossio y Charly Alberti para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (1997) y que sería el último trabajo en estudio del trío argentino. The White Side cierra con la ultrarockera The loser in the end, compuesta y cantada por Roger Taylor, influenciada por la onda glam-rock de David Bowie y T-Rex.

¿Cómo definir el lado “negro” del álbum Queen II? Del lirismo vocal y pianístico de Nevermore al aquelarre de hard-rock y heavy metal de Ogre battle y The march of the Black Queen -un claro antecedente de Bohemian rhapsody-, pasando por ese collage de voces divertidas, y efectos circenses de The Fairy Feller’s Master-Stroke -título inspirado en un cuadro del pintor victoriano Richard Dadd (1817–1886), especialista en criaturas sobrenaturales, hadas y demás bichos mitológicos-, se trata de una exhibición de destreza y creatividad compositiva que, en su momento, fue vista como “pretensiosa”. Las líneas de bajo de John Deacon son precisas y contundentes, mientras que el frenético estilo de Brian May va lanzando latigazos por aquí y por allá, que dejan al oyente esperando siempre por más, ya sea en forma de riffs o de solos sorpresivos. Funny how love is es una optimista composición de Mercury que propone un contraste luminoso a los cuentos oscuros de ogros y criaturas extrañas de los minutos previos.

El caso de Seven seas of Rhye es curioso pues se trata de una de las primeras canciones que Freddie Mercury escribió, allá por 1969, cuando lideraba su primera banda, Wreckage. “Rhye” es un mundo ficticio creado por él, que vuelve a ser mencionado en otra de sus composiciones de este periodo, la breve Lily of the valley (Sheer heart attack, 1974). El tema apareció en ambos discos, primero en una corta y rudimentaria versión instrumental, cerrando el Queen I y, posteriormente, con letra completa y nuevos arreglos, al final del Queen II. Seven seas of Rhye es una de las dos canciones de esa época que la banda tocó hasta sus últimos conciertos de 1986 con Mercury al frente e inclusive figuraron en el setlist de The Rhapsody Tour (2017-2018), ya con el vocalista Adam Lambert. La otra es Keep yourself alive.

Queen I y Queen II -ambos grabados en los históricos Estudios Trident de Londres, bajo la producción de Roy Thomas Baker y el grupo- han permanecido durante décadas lejos del alcance del público masivo, acostumbrado a consumir siempre las mismas canciones de este importante grupo británico, uno de los más respetados de la edad dorada del rock. Solo para que se den una idea de cuán poco conocidas son estas canciones entre los oyentes convencionales de Queen: Bohemian rhapsody tiene, en Spotify, un total aproximado de 858,707 reproducciones diarias mientras que las veintitrés canciones que conforman estos dos primeros discos -once del primero + doce del segundo- suman, en conjunto, un total aproximado de 73,181 reproducciones diarias, doce veces menos. Si nunca los han escuchado, un detalle a tomar en cuenta: háganlo con audífonos para que consigan acercarse a la experiencia multicanal completa.

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Desde Inglaterra, fue el cuarteto The Clash el que enfiló baterías y guitarras contra los policías, desde su primer álbum lanzado en 1977. En ese disco figura Police and thieves  -en nuestro país, tuvo amplia rotación en las radios a finales de los ochenta- que declara en su primera estrofa que los uniformados solo sirven para asustar a la población, tanto como lo hacen los delincuentes –“Police and thieves in the street are scaring the nation with their guns and ammunition” (“Policías y ladrones en las calles están asustando a la nación con sus armas y municiones”). Aun cuando es una canción simbólica del grupo londinense no es de su autoría, sino un cover de dos legendarios músicos jamaiquinos, el productor y líder de The Upsetters, Lee “Scratch” Perry y el cantante Junior Murvin, quien la había grabado en 1976. Como sabemos, The Clash fue una de las bandas pioneras en incorporar los sonidos del reggae al punk. Y, un par de años después, en su álbum doble London calling (1979), presentó otro tema -esta vez propio, compuesto y cantado por el bajista Paul Simonon- en el que lanzan pullas a la policía. The guns of Brixton, también en clave de reggae, sirvió poco después para expresar el descontento ante las desmedidas acciones policiales en esa zona al sur de Londres, conocida por la amplia presencia, entre su población, de inmigrantes de Jamaica.

Desde Dead Kennedys, una de las bandas más polémicas del punk norteamericano, hasta “El Rey del Pop” Michael Jackson, han sentido la necesidad de expresarse contra la brutalidad policial. En el primer caso, el lado-B Holiday in Cambodia -su canción más ¿conocida?, lanzada en 1980- se tituló Police truck y relata las conductas exageradas de la policía en intervenciones a grupos de jóvenes callejeros. Y, en el segundo, Jackson reaccionó frente a los actos de discriminación y agresión a las poblaciones negras de Estados Unidos y otros países con su canción They don’t care about us, de 1995. En una onda mucho más frontal, el cuarteto de funk metal Rage Against The Machine lanzó, en su álbum debut de 1992, Killing in the name of, inspirados en aquellos disturbios policiales que ocasionaron la muerte al ciudadano afroamericano Rodney King, ese mismo año.

La marcha de la bronca, del dúo argentino Pedro y Pablo -seudónimos de los cantantes y guitarristas Miguel Cantilo y Jorge Durietz- es, probablemente, la más clara protesta ante la corrupción política, el silenciamiento de justas demandas y marchas pacíficas que se convierten, de un momento a otro, en verdaderas batallas campales. Apareció por primera vez en 1970, en su primer LP Yo vivo en esta ciudad. Aquí una versión más contemporánea, en un capítulo del excelente programa Encuentro en el Estudio (Canal Encuentro), producido y conducido por Eduardo “Lalo” Mir, uno de los locutores más conocidos de Argentina. También en español podemos mencionar a Eskorbuto, banda punk del País Vasco, con su canción Mucha policía, poca diversión, de su primer disco titulado Eskizofrenia de1985 (aunque la versión original había salido dos años antes) o al grupo de culto gaucho Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota cuya última producción oficial, Momo Sampler (2000) contiene el tema Sheriff

Las personas de bien esperamos que esta situación acabe pronto, aunque las respuestas que llegan del gobierno no parecen encaminadas a ello sino a seguir echando gas(olina) al fuego que envuelve a todo el país. En el camino, escuchar estas canciones nos hace recordar que la brutalidad policial no es una invención de conspiraciones alunadas, sino una realidad que nos está golpeando a la cara. Ninguna conmoción social puede ser eterna aunque, como cantó David Crosby, fallecido hace una semana y media: “it appears to be a long time before the dawn” (“parece que falta mucho para el amanecer” (Long time gone, 1969).

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En Blow by blow destacan también You know what I mean y Scatterbrain, compuestas a dúo con Middleton y un cover del clásico She’s a woman de Lennon y McCartney, con arreglos espaciales y Jeff Beck cantando la melodía vocal a través de una talk box, artilugio que después fue marca registrada de famosos guitarristas de otras épocas como Peter Frampton o Richie Sambora. Pero antes de eso, no podemos olvidar el disco Beck, Bogert & Appice, cuarenta minutos de tremebundo hard-rock, blues-funk y psicodelia, publicado en 1973 junto a Tim Bogert y Carmine Appice, bajista y baterista de dos legendarias bandas de rock clásico, Vanilla Fudge y Cactus. En este álbum, que tuvo una subestimada segunda parte en vivo en Osaka, Japón – un terremoto musical de grado ocho-, destacan Superstition -tema original de Stevie Wonder-, Why should I care y la espectacular Lady.

Las décadas siguientes, Jeff Beck mantuvo su alto estatus como uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, refinando al máximo su digitación, que alternaba el uso de sus dedos con uñas o plectros de plástico, efectos y pedaleras, distorsiones y demás técnicas para lograr fraseos líquidos, potentes riffs y electrizantes solos capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera, siempre desde sus icónicas Fender Stratocaster, Fender Telecaster y Gibson Les Paul, que usó con más frecuencia en sus primeros años. Aun cuando sus producciones musicales no fueron abundantes -destacamos aquí los álbumes There and back (1980), Jeff Beck’s Guitar Shop (1989), los experimentos con la electrónica de Who else! (1999) o You had it coming (2000) o Emotion and commotion (2010), un disco en el que incluye covers de composiciones atemporales como Over the rainbow o Nessun dorma– la presencia de su incendiaria guitarra en diversos conciertos colectivos, desde ceremonias del Rock and Roll Hall Of Fame o Amnistía Internacional hasta colaboraciones con otros artistas, como Jon Bon Jovi (Blaze of glory, 1990), Kate Bush (You’re the one, 1993) o Roger Waters (Amused to death, 1992), le aseguraron vigencia y admiración entre el público y sus colegas, quienes hoy lamentan su partida.

En julio del 2022, hace apenas medio año, Jeff Beck lanzó 18, un álbum en el cual unió fuerzas con su amigo, el actor Johnny Depp, para rendir homenaje a clásicos del soul y el pop como Marvin Gaye, The Velvet Underground, Smokey Robinson, The Beach Boys, entre otros. Tanto en el disco como en los conciertos que ofrecieron para presentar ese disco, Jeff Beck, el padre de la guitarra eléctrica moderna, sonó extremadamente fresca y vital, como en sus mejores tiempos.

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En una época en que el hard-rock producido en los Estados Unidos y sus derivados se imponían en las preferencias del público -Van Halen, Kiss, Ted Nugent, Aerosmith, Montrose, brillaban y llenaban estadios en el mundo entero-, el quinteto decidió cerrar los setenta con dos discos en los que comenzaron a mostrar intenciones más melódicas y electroacústicas, un camino que ya habían iniciado con el álbum previo (R.E.O. de 1976): You can tune a piano, but you can’t tuna fish (1978) y Nine lives (1979). Canciones como Roll with the changes, Only the strong survive o la balada Time for me to fly seguían mostrando el músculo rockero que habían ganado recorriendo el país con interminables giras, pero dejaba intuir las nuevas rutas que abordarían, con extraordinario éxito, durante la década siguiente. Con su formación más reconocible -Kevin Cronin (voz, guitarra, piano), Gary Richrath (guitarra, voz), Bruce Hall (bajo, voz), Neal Doughty (teclados, pianos) y Alan Gratzer (batería, voz)- R.E.O. Speedwagon, con una década de trabajo a cuestas, decidió conquistar el mundo usando su inteligente mixtura de rock para salir a bailar y romanticismo para cantarle al amor.

Entre 1980 y 1987 R.E.O. Speedwagon fue una de las bandas con mayor presencia en las radios y programas de televisión dedicados a la transmisión de videoclips. Su energía y carisma sobre el escenario se mantenía intacta y cada vez mejor, mientras que sus nuevos discos les aseguraban el éxito con composiciones de brillo melódico e innegable destreza instrumental como, por ejemplo, Take it on the run, Keep on loving you o Don’t let him go, todas incluidas en su noveno disco Hi infidelity (1980), uno de los más vendidos ese año. El álbum siguiente, Good trouble (1982), produjo otros singles de intensa rotación: Girl with the heart of gold, The key y, particularmente, Keep the fire burnin’, una letra perfecta para personas o parejas que, superando problemas y/o errores, buscan reencontrarse con su esencia. En todas ellas, la inspirada guitarra de Richrath, el alto registro vocal de Cronin, las armonías vocales de Hall y Gratzer y los omnipresentes teclados de Doughty se hicieron altamente reconocibles con producciones que conmovían, emocionaban, gustaban y elevaban el espíritu.

Pero, si hay una canción que define al grupo como efectivo creador de melodías románticas, esa es Can’t fight this feeling, single principal del álbum Wheels are turnin’ (1984). El video, una hermosa alegoría de lo que significa amar a alguien toda la vida, está grabado en la memoria colectiva de una generación -la nuestra- que escuchó música por televisión y que no tenía ningún reparo en expresar sentimientos de manera elegante y, hasta cierto punto, inocente. Es natural que en una época como la actual, en que decenas de miles de personas, hombres y mujeres de todas las edades, acampan y se desvelan para oír balbuceos sexistas, sea considerado anacrónico que un hombre quiera enamorar y conquistar a una mujer cantándole cosas como “es hora de llevar este barco a la orilla y lanzar las anclas para siempre”. ¿Para qué hacer eso si hoy las cosas pueden ser más prácticas y expeditivas, según el predicamento de mamarrachos como Maluma, Daddy Yankee o Bad Bunny? El 13 de julio de 1985, R.E.O. Speedwagon interpretó este tema ante más de 80,000 personas que la corearon en el estadio JFK de Filadelfia, como parte del Live Aid. Ese mismo día, en el estadio de Wembley en Londres, Queen hacía lo propio.

Tras algunos ingresos más a los rankings mundiales con canciones como One lonely night (Wheels are turnin’, 1984), In my dreams (Life as we know it, 1987) o Here with me (The Hits, 1988), la banda sufrió la salida de dos de sus miembros históricos, Alan Gratzer y Gary Richrath, quienes fueron reemplazados por Bryan Hitt y Dave Amato, respectivamente, para seguir de gira por el mundo tocando sus grandes éxitos y editando, esporádicamente, álbumes con material nuevo como Building the bridge (1996), Find your own way home (2007) y hasta un disco navideño, Not so silent night (2009). En el año 2000 realizaron una gira en conjunto con sus paisanos Styx, registrada en el CD doble y DVD, Arch Allies: Live at Riverport. En el 2013, para un concierto de apoyo a las poblaciones de Illinois devastadas por una ola de tornados, Gary Richrath se unió a sus compañeros en el escenario para tocar Ridin’ the storm out, una de las tantas composiciones que sirvieron para establecer la fama de la banda. Lamentablemente, dos años después, Richrath falleció a los 65 años.

Entre mayo y agosto de este año, R.E.O. Speedwagon celebró sus 50 años de carrera con la gira Live & Unzoomed, nuevamente con sus compadres de Styx y un aliado más, los canadienses Loverboy, otra icónica banda ochentera. Cronin (71), Doughty (76), Hall (69), Amato (69) y Hitt (68) están más vivos que nunca, tocando canciones que nunca deberían pasar de moda, si las modas estuvieran definidas por el buen gusto.

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