Thrash Metal

[Música Maestro] Al momento de escuchar música, la diversidad no tiene límites. Dependiendo del estado de ánimo y de las cosas que uno puede estar pensando o atravesando -a veces muchas a la vez y diferentes entre sí-, la necesidad de descargar energía a través de géneros extremos es tan urgente que no queda más que entregarse, lanzarse de cabeza a un imaginario stage diving y perderse en las sensibilidades agresivas de artistas capaces de expresar esas emociones con autenticidad, sin temores. Después de ver cómo sicarios asesinan en mi país a profesores y a transportistas, y las Dinas y los Santivañez siguen impunes, ahí bien tranquilos, fantasear con lanzarlos en medio de un pogo salvaje, sin zapatos y con los ojos cubiertos, aparece en mis sueños como un acto de justicia divina.

Como dijo Flea, bajista de los Red Hot Chili Peppers, la noche que presentó la inducción de Metallica al Salón de la Fama del Rock and Roll, en el año 2009: “La música agresiva e intensa hace volar nuestras mentes y usar toda esa energía para algo positivo”. Digamos que no todos lo ven de esa manera pero es una buena forma de encaminar nuestros pasos para evitar prejuicios y, sobre todo, para reconocer la destreza de este tipo de músicos.

Las opciones para acceder a géneros extremos se cuentan, en la actualidad, por miles, literalmente hablando. Desde los clásicos, los pioneros, hasta las tendencias más recientes, todas tienen un subgénero, un rótulo. Y como ocurre con las baladas o con la salsa, más allá de preferencias u obsesiones 100% personales, hay tantas alternativas que cualquier recuento va a quedarse corto. Los tres discos aquí escogidos son solo un pequeñísimo botón de muestra de aquellas cosas que jamás tendrán el favor de los grandes públicos, pero que congregan en sus propios espacios a cientos de miles de personas que piensan y sienten lo mismo, en los cinco continentes. Y que emocionan más que las calculadas propuestas del degradado pop moderno. 

CARCASS – HEARTWORK (Earache Records/Columbia Records, 1993)

Los tres primeros álbumes de Carcass son sumamente repulsivos, en cuanto a sonido y letras, y dejaron en claro que no se iban con rodeos al momento de incomodar. Reek of putrefaction (1988), Symphonies of sickness (1989) y Necroticism–Descanting the insalubrious (1991) son los discos creadores del «goregrind», sub-sub-género que une elementos del death metal con el grindcore, ambos especializados en voces monstruosas, ritmos agresivos y letras escatológicas y viscerales. Ideales cánticos para darles los buenos días a los congresistas y ministros que legislan a favor de delincuentes y sicarios.

Pero, para su cuarta producción discográfica, este cuarteto británico dio un pequeño paso hacia un death metal más melódico, pero conservando la brutalidad musical y el ataque directo a las yugulares de sus seguidores, quienes no renegaron mucho por el cambio, casi imperceptible, como casi todas las diferencias entre los múltiples derivados de esta vertiente del rock duro, solo reconocibles para los más conocedores y amantes de las subdivisiones y taxonomías en un estilo que, para los no iniciados, no es más que nada una sola cosa, ruido.

Jeff Walker (voz, bajo), Billy Steer (guitarra), Michael Amott (guitarra) y Ken Owen (batería) exhiben una poderosa destreza en sus instrumentos, la cual es resaltada en este trabajo titulado Heartwork, gracias a una producción mucho más pulida que en sus anteriores lanzamientos. Al incluir solos elaborados y menos cacofónicos, con intermedios de medio tiempo cercanos al thrash y otras variantes anteriormente ajenas a su propuesta, Carcass logró meterse en el gusto de los públicos noventeros seguidores del ahora llamado «groove metal», que iniciaron clásicos como Sepultura y Pantera y siguieron, en una segunda etapa, Meshuggah y Machine Head, sobre todo en temas como This mortal coil (aquí en vivo en combo con Reek of putrefaction, clásico del debut epónimo) o la inicial Buried dreams; pero sigue siendo un reto incluso para quienes disfrutan del escándalo a niveles exasperantes. 

La batería de Ken Owen (55) es aplastante y, por momentos parece una ametralladora, sólida y profunda, dejando a los Cannibal Corpse barriendo el piso con su capacidad de devastación. Por su parte, las guitarras de Steer y Amott intercambian riffs y solos que van de lo pesado a lo decididamente death, combinando sus estilos y referencias de manera asombrosa. Billy Steer (54) es uno de los guitarristas más talentosos dentro del universo del metal extremo, no por nada ha sido miembro de Napalm Death y fundador de Carcass, dos de las bandas más importantes de este tipo de música, no apta para almas delicadas y oídos sensibles. 

Heartwork, el tema título, inicia con una tormenta provocada por bajo y batería para luego tornarse melódica y espacial, casi como un intermedio de Iron Maiden, y posteriormente disparar nuevamente ráfagas de un furibundo y demoledor death metal. La voz de Jeff Walker (55) se escucha aquí mejor que nunca, sin tonos graves guturales que permiten decodificar mejor las diatribas que lanza, ahora contra la sociedad y la política, la religión y las relaciones personales, aunque sin dejar de lado el uso de esa terminología típica en la banda, que incluye mención permanente de fluidos humanos, tecnicismos médicos relacionados a autopsias, disecciones y demás imaginería lírica que es gritada con furia y sin concesiones, aunque definitivamente están más moderados que en sus primeros álbumes. 

La combinación de death metal melódico con letras chocantes hacen de este disco un punto de inflexión en la corta pero notable discografía de Carcass. Los solos y riffs de Steer y Michael Amott (54, de nacionalidad sueca) en temas como Embodiment, Blind bleeding the blind, Carnal forge o No love lost, son excelentes invitaciones a la catarsis, terroríficas descargas eléctricas de una banda que no debes escuchar antes de irte a dormir. La carátula incluye una escultura del reconocido artista suizo H. R. Giger (1940-2014), el mismo que diseñó la portada del clásico álbum de rock progresivo Brain salad surgery (1972) de los también ingleses Emerson, Lake & Palmer. 

SODOM – PERSECUTION MANIA (Steamhammer Records, 1987)

Cuando se trata de excelencia en thrash metal, nada mejor que remontarse al período 1983-1989 para disfrutar del vértigo puro de riffs veloces, bombos dobles galopantes y versos de contenidos extremos, de enfrentamiento directo con lo establecido, las institucionales tutelares y descripciones de esa maldad inherente al ser humano que genera guerras, corrupción política y genocidios, al margen del escapismo positivo que estimulan quienes desean que todos sigamos pensando que todo va bien o las periodistas “lideresas de opinión” que cuestionan a dirigentes que requieren apoyo para sus acciones motivadas por la defensa de sus vidas, mientras las peores cosas e injusticias les siguen pasando en todos los distritos y regiones del país.

Y detrás de la línea de ataque norteamericana formada por los Big Four -Metallica, Megadeth, Slayer y Anthrax- seguía una segunda vanguardia que llegaba desde Alemania, conformada por un tridente de terror: Kreator, Destruction y Sodom. A estos últimos pertenece esta obra maestra del metal extremo, su segunda producción discográfica de larga duración, Persecution mania. 

Con letras que hablan de los horrores de la guerra, la violencia extrema, la injusticia social, la corrupción humana y la desolación frente a una religión dominada por el miedo y la represión, la formación clásica de este trío proveniente de la ciudad meridional de Gelsenkirchen , Tom «Angelripper» Such (61, voz, bajo), Frank «Blackfire» Gosdzik (58, guitarra) y Chris «Witchhunter» Dudek (1965-2008, batería) atropella a los oyentes con una potencia instrumental basada en el talento de Blackfire, que llegó para remozar el estilo de Sodom, más orientado al black metal en su primer disco Obssessed by cruelty (1984). 

La agresividad de la voz de Angelripper, oculta bajo los efectos de eco y cierta distorsión, no llega a ser 100% gutural, colocándose en un punto intermedio entre lo gritante de Tom Araya (Slayer) y lo discursivo, casi a media voz, entre dientes, de Dave Mustaine (Megadeth). De hecho, sorprende que las letras sean tan articuladas y densas, al no ser el inglés su lengua natural. 

La explosión de temas como Nuclear winter y Electrocution, que abren el disco, no dejan lugar a dudas: estamos frente a uno de los mejores álbumes de thrash en sus años dorados. El cover de Iron fist, clásico tema del quinto álbum de Motörhead (1982), es directo y contundente, un verdadero puñetazo de acero. En la sección intermedia instrumental de Electrocution hay una referencia directa a Seek and destroy de Metallica (Kill’em all, 1983), muy breve pero reconocible de inmediato. 

La carátula refleja con exactitud los dos temas centrales del disco: la guerra y la religión: además de las mencionadas, tenemos el tema-título, una canción extremadamente rápida y violenta, de mensajes paranoicos y ráfagas de riffs guitarreros y tarolazos que desafían el aguante de cualquier baterista. Por su parte, Bombenhagel finaliza el disco con una versión en guitarras del himno nacional teutón, ideal para darle carisma bélico a este poderoso bombazo. 

Sodom reta a los creyentes católicos con canciones como Enchanted land, Conjuration y Christ passion, expresando un desprecio hacia la religión que se basa en la naturaleza inicua de muchos de sus principales representantes, que han dejado clara su realidad en casos deplorables de abusos de toda índole. Esta última, cuya letra contiene el título de su recordado álbum doble en vivo Mortal way of life (Steamhammer Records, 1988), un clásico del thrash de todos los tiempos, viene precedida de un alucinante instrumental de dos minutos y medio, Procession to Golgatha, pesado y ominoso, que estremece por su sonido influenciado por Black Sabbath. 

En las versiones digitalizadas de Persecution mania se incluyen cuatro bonus tracks: una nueva versión de Outbreak of evil (incluido originalmente en el EP de 1984 In the sign of evil) y las tres canciones de otro EP, lanzado unos meses antes que este disco, titulado Expurse of sodomy: Sodomy & lust, The conqueror y My atonement, que inicia la pesadilla con suaves arpegios de guitarra y gongs al fondo. Para no escuchar con las luces apagadas. 

VENOM – BLACK METAL (Neat Records, 1982)

La carátula muestra una ilustración de trazo amateur, en blanco sobre fondo absolutamente negro, del macho cabrío, con pequeños ojos que infunden temor y una estrella de cinco puntas en medio de la frente –una de las tantas representaciones clásicas del demonio- y en la parte inferior, letras góticas, también blancas, con el título del álbum mientras que en la cabecera (sobre los cuernos del diabólico chivo) el logo clásico de la banda corona el segundo álbum de este trío británico, formado en Newcastle, que sentó las bases del thrash metal con su sonido agresivo, desprolijo y amenazante. 

Esta estética de fanzine, con tipografía y calidad de impresión casi facsimilar, domina también el crudo sonido del disco, que fue considerado casi desde su lanzamiento en 1982 como una de las obras fundacionales del género que, un par de años más tarde, sería dominado por bandas norteamericanas. Venom quizás es, junto a Mötorhead, una de las bandas que estableció la rudeza del heavy metal en una de sus vertientes extremas, y se declaró abiertamente satánica, en una época en que se suponía que los rockeros escondían sus mensajes oscuros detrás de sofisticadas técnicas de grabación que les permitían lanzar frases de subliminal contenido que solo se entendían escuchando el disco al revés. 

Acá no hay trucos. Canciones como To hell and back, Leave me in hell o Buried alive no necesitan esconder sus intenciones, mientras que otros temas como Black metal –la primera vez que se hace esta combinación de palabras, que dieron posteriormente el nombre a todo un subgénero de la música metálica, caracterizada por las voces guturales y las letras demoníacas y/o escatológicas; o Don’t burn the witch, prefieren temáticas ocultistas y misteriosas, siempre con una base musical más orientada al thrash en formación, otra de las características en las que coinciden con el grupo liderado por Lemmy (1945-2015). 

Esta es la formación clásica de Venom, con Conrad “Cronos” Lant (61, bajo, voz), Jeff “Mantas” Dunn (63, guitarra) y Anthony “Abbadon” Brain (67, batería). Cronos posee una de las presencias escénicas más atemorizantes de la historia del metal, con sus collares de cuero ceñidos al cuello, rodeados de púas, su bajo modelo Bulldozer, negro como su vestuario y esa voz potente, que por momentos parece estar reproduciendo los ladridos de un perro rabioso. 

Aun cuando el título del álbum remite al género subterráneo que surgió pocos años del después, la música de este disco está más asociada al thrash de Mötorhead, Diamond Head y los primeros álbumes de Metallica, con riffs veloces de guitarra, baterías con doble bombo y un nivel de producción de regular para abajo. Las letras abiertamente infernales y violentas generaron en torno a Venom mucha controversia, con su respectiva cuota de publicidad gratuita, aunque poco después esa influencia quedó rezagada por el surgimiento de toda una generación de nuevos músicos que, inspirados en ellos, hicieron cosas aun más fuertes. 

Sin embargo este disco, además de sus méritos intrínsecos en el universo metalero, posee un par de sorpresas: At war with Satan (preview), un adelanto de sus coqueteos con la composición más elaborada de su siguiente disco, titulado precisamente A war with Satan (1984); y la sección intermedia de Teacher’s pet, en que Mantas, Abbadon y Cronos se meten de cabeza en un alucinante e inesperado jam bluesero que contrasta con la furia desatada del resto de canciones.

Discos como estos pueden servir como vía de escape de una realidad atosigante como la que vivimos actualmente. Pero no solo eso. También ofrecen una oportunidad para colocar en palabras de otros todo aquello que no podemos gritarles a la cara a los políticos que se ríen a diario en nuestras caras de los dolores y temores de la ciudadanía. Ministros y periodistas, congresistas y autoridades a quienes (casi) nadie aprueba, son la representación de esa farandulería barata y ese reggaetón horroroso que tanto gusta a extorsionadores y ladrones. Venom, Carcass, Sodom y muchos otros son lo que viene a mi mente cuando pienso en ellos, en sus declaraciones absurdas, en sus pretextos, en sus cinismos.

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La noticia sorprendió a quienes creíamos que Slayer ya no regresaba más a los escenarios después de aquella gira del año 2019, que terminó con Kerry King despojándose de la icónica y pesada cadena que llevaba siempre colgada del cinturón para despedirse del público levantando los brazos y gritando, en actitud gorilesca, mientras que Tom Araya, con el ceño fruncido, la boca apretada y los pulgares en los bolsillos, le daba la espalda a su compañero (ver la escena aquí). 

Que ambos, fundadores y únicos miembros estables, dejaran esa imagen en su último concierto, creó la sensación de que algo se había quebrado para siempre. Sin embargo, todo cambió el pasado 21 de febrero cuando varias páginas especializadas anunciaron que Slayer, la legendaria banda de thrash metal, ha confirmado su participación en dos festivales a realizarse en septiembre de este año, Louder Than Life y Riot Fest, en las ciudades norteamericanas de Kentucky y Chicago, respectivamente.

King, siempre polémico y lenguaraz, había alborotado los oscuros corrillos metálicos con dos declaraciones explosivas, muy a su estilo, que no anticipaban para nada esto. Primero, reveló que las líneas de bajo de los álbumes más importantes del grupo las había grabado él y no Araya. Y, dos semanas antes del anuncio de retorno, dijo que no hablaba ni cruzaba correos con su amigo de toda la vida desde aquella separación ocurrida hace ya cinco calendarios. Dicho sea de paso, el guitarrista andaba más preocupado en promocionar su primer álbum en solitario, From hell I rise, cuyo lanzamiento se anuncia para la quincena de mayo.

Por su parte, Araya comentó, apenas se viralizó el anuncio: “Nada se compara a los 90 minutos que pasamos tocando en vivo, sobre el escenario, compartiendo esa intensa energía con nuestros fans. Y, para ser honestos, he extrañado mucho eso”. Como sabemos, él fue sometido, en el 2010, a una compleja cirugía para corregir sus vértebras cervicales, dañadas por décadas de azotar ferozmente su cabeza durante sus conciertos, por lo que desde entonces toca y canta casi sin moverse, pero manteniendo, eso sí, su amenazante mirada fija en el público.

¿Qué esperar de este intempestivo giro en la historia del cuarteto formado en California, EE.UU., en 1981? Definitivamente, se trata de un acontecimiento de gran importancia para los seguidores del heavy metal y, sin duda, estas apariciones serán una nueva oportunidad para que el cuarteto interprete en vivo lo mejor de su amplio repertorio. Cada concierto de Slayer, en cualquiera de sus etapas, es garantía de agresividad, buena bulla y catarsis liberadora -pienso, por ejemplo, en el DVD War at The Warfield (2003) o el álbum doble Decade of aggression (1991)- aun cuando ya no sean los mismos veinteañeros rabiosos y descontrolados que parecían no detenerse ante nada, como en aquella participación en el Combat Tour: The ultimate revenge, junto a Exodus y Venom, en 1985. 

Hoy, cuatro décadas después, el asesino de las carátulas infernales, los enloquecidos solos y los gritos aterradores retorna convertido en toda una institución del rock duro que inspiró a músicos del mundo entero para dar origen a vertientes más extremas del metal, como el death o el black. Por todo eso, vale la pena recordar su catálogo y las razones de su ascendencia en uno de los estilos de música popular contemporánea que más lealtades y pasiones despierta.

La música de Slayer no es apta para todos: Una voz que lanza gritos desgarradores, dos guitarras ultra veloces que se cruzan en solos melódica y armónicamente complejos y una batería machacante la hacen imposible de asimilar para el oyente de gustos convencionales. Además, sus letras contienen abiertas blasfemias contra Dios y descripciones explícitas de la violencia y los horrores de la guerra, los métodos de asesinos en serie, la corrupción política global y la maldad que pareciera inherente al ser humano, a juzgar por los crímenes e injusticias que vemos todos los días, aquí en nuestro país (sicarios, extorsionadores, políticos y sus allegados) o a nivel internacional (genocidios, explotaciones, abusos, conspiraciones). Según Araya, uno de los letristas del grupo y ferviente católico, sus temas son deliberados intentos de asustar a la gente, pero que no deben ser tomados muy en serio, aun cuando King y Hanneman -compositores de letra y música- han declarado ser ateos convictos y confesos.

Desde las épocas en que se rumoreaba que el bluesero Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al demonio para dominar la guitarra hasta los primeros acordes esotéricos de Coven y Black Sabbath a inicios de los setenta, las conexiones entre el rock y lo diabólico eran, básicamente, abstracciones fantasmagóricas inspiradas en la literatura de Edgar Allan Poe (1809-1849) o H. P. Lovecraft (1890-1937); los estudios satánicos de Anton LaVey (1930-1997) o su antecesor, el británico Aleister Crowley (1875-1947, el mismo de la canción de Ozzy Osbourne de 1981); y hasta las películas de Boris Karloff (1887-1969) y Vincent Price (1911-1993). 

Incluso hubo personas que se empeñaron, a finales de los setenta e inicios de los ochenta, en encontrar “mensajes ocultos” en las letras de bandas como los Beatles, Led Zeppelin, Queen o Eagles, manipulando sus grabaciones para escucharlas al revés. Slayer decidió ahorrarles ese trabajo y llevó las cosas a otro nivel. Si bandas como Iron Maiden o Venom fueron las primeras en incluir simbología diabólica en sus letras y carátulas, el cuarteto californiano se alejó de las metáforas para escribir canciones que parecían sacadas del mismísimo averno.

Entre 1983 y 1990 se ubican las bases del prestigio de Slayer, periodo en el que lanzaron seis discos de larga duración y un EP de cuatro canciones -el salvaje Haunting the chapel (1984)- con un sonido tormentoso y agresivo, que puede llegar a ser insoportable, odioso y hasta espeluznante para oídos no entrenados. El debut, Show no mercy (1983), presenta sus primeras influencias ubicables en grupos de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM), especialmente Iron Maiden y Judas Priest, notorias en el uso de guitarras dobles y ritmos similares al speed metal, pero con un acercamiento directo a los temas oscuros, sin adornos ni eufemismos. Canciones como The Antichrist, Black magic o Evil has no boundaries son claros ejemplos de ello. De aquel primer disco, brillan con luz propia dos canciones muy recomendables, Crionics y Die by the sword.

Luego siguieron cuatro demoledores lanzamientos, siempre con Rick Rubin en la producción, en las que el grupo definió su posición de dominio en el espectro metalero con un discurso que no dejaba espacio para el humor negro, la moderación o el uso de metáforas sugerentes, como pasaba con muchos de sus colegas. En lugar de ello, las descripciones gráficas de sus letras y carátulas -a cargo del artista plástico Larry Carroll- añadían un franco desinterés por caerles bien a los demás, que daba carácter único a aquellos elementos que sí compartían con sus pares, como velocidad, actitud ruda y desprecio por el establishment y los convencionalismos de la industria musical comercial.

De ellas, destaca su tercer álbum, Reign in blood (1986), considerado junto con Master of puppets (Metallica), Peace sells… But who’s buying? (Megadeth) y Among the living (Anthrax) -todos lanzados el mismo año-, entre los mejores de la historia del thrash metal. Aquí figuran canciones emblemáticas como Postmortem, Raining blood -que, en concierto, termina con una literal lluvia de sangre (falsa, por supuesto)-, Altar of sacrifice y Angel of death, una composición que les trajo mucha polémica debido a las referencias a uno de los personajes más siniestros de la Alemania nazi, Joseph Mengele. Jeff Hanneman, compositor del tema, se defendía diciendo que entendía los malentendidos pero que jamás habría apoyado al nazismo ni sus horrendas prácticas.

Otras canciones de esa época, infaltables en los conciertos de Slayer, son por ejemplo South of heaven, Mandatory suicide (South of heaven, 1988), Hell awaits, At dawn they sleep (Hell awaits, 1985), Dead skin mask, Seasons in the abyss o War ensemble (Seasons in the abyss, 1990). Posteriormente, con la primera salida de Dave Lombardo y el ingreso de Paul Bostaph, el cuarteto lanzó tres discos más: Divine intervention (1994), Undisputed attitude (1996), álbum de covers de bandas punk y hardcore como D.R.I., The Stooges y Pap Smear, grupo que Hanneman tuvo antes de 1981; y Diabolus in musica (1998), considerado su único intento por “adaptarse” a tendencias vigentes como grunge y nu metal), antes de iniciar su tercer periodo, una vuelta al sonido abrasivo, sin concesiones, que los hiciera famosos. 

A esta etapa pertenecen God hates us all (2001, todavía con Bostaph), Christ illusion (2006), que contiene temas como Jihad, Eyes of the insane, que generó más de una incomodidad por su irreverente carátula; World painted blood (2009) y Repentless (2015), los tres últimos con Lombardo de regreso. Desde entonces no han vuelto a grabar nada, aunque sí se mantuvieron en actividad, ya sea en giras propias como la que los trajo al Perú en el 2011 (para hacer un conciertazo en el Estadio de San Marcos) o en festivales como Wacken y Sonisphere, en el que actuaron junto a sus compadres Metallica, Anthrax y Megadeth, en lo que se conoció como el encuentro de los Big Four, los “cuatro grandes del thrash”.

Pero, si sus grabaciones son impactantes, en vivo Slayer posee una contundencia aún mayor. Los gritos y rugidos de Tom Araya expresan enojo, angustia y desesperación, emociones inevitables cuando uno piensa en la corrupción de los barones de la guerra, la política, la empresa privada y la religión. Miles de veces he fantaseado con interrumpir los vacíos discursos de nuestros ignaros, mentirosos y cínicos políticos -de cualquier bancada, de cualquier poder del Estado, de cualquier «color idelógico»- con los segundos iniciales de Angel of death (Reign in blood, 1986) o el coro de Disciple (God hates us all, 2001), reproducidos a todo volumen para no escucharlos más.

El trabajo de guitarras de Kerry King y Jeff Hanneman es virtuoso y “salvajemente caótico”, como lo describe el portal web http://allmusic.com, intercambiando solos y riffs extremadamente rápidos y complejos que representan, según el tema que interpretan, las terribles imágenes creadas por sus letras. Dave Lombardo, por su parte, dispara furibundos bombazos con una técnica y velocidad imposibles de entender -bateristas de bandas de metal extremo como Ken Owen (Carcass), Pete Sandoval (Morbid Angel) o Paul Mazurkiewicz (Cannibal Corpse), lo citan siempre como su principal influencia. Su talento para usar ambos pies y dos bombos -en lugar del pedal doble que usan la mayoría de bateristas para este tipo de música- lo han convertido en una leyenda por derecho propio.

Una de las curiosidades acerca de Slayer es que, en sus inicios, fue una banda multinacional. Tom Araya (62) nació en Chile -su nombre de pila bautismal es Tomás Enrique-, aunque llegó a los Estados Unidos siendo todavía un niño. De hecho, en el 2019 -durante su gira de despedida- el grupo tocó allá y el artista fue convocado por el Congreso Nacional para homenajearlo en Viña del Mar, su lugar exacto de nacimiento. Jeff Hanneman tiene raíces alemanas, por vía paterna. Su padre y abuelo, ligados al ejército germano, despertaron en él la afición por las medallas y la imaginería bélica. Por su parte, Dave Lombardo (59) nació en La Habana (Cuba) y, aunque sus padres emigraron cuando el pequeño David apenas tenía 2 años, no perdió su conexión con el idioma español, que habla perfectamente. Esto deja a Kerry King (59) como el único miembro 100% norteamericano de aquella primera formación del grupo, que se quebraría en el 2013 con la prematura muerte de Hanneman, a los 49 años.

A inicios del 2011, el rubio guitarrista fue diagnosticado con una extraña necrosis en el brazo, tras ser picado por una araña. Esto, desde luego, le impidió seguir tocando, lo cual le causó serios episodios de depresión y alcoholismo. Gary Holt (59), fundador de Exodus, otra importante banda de thrash de la Costa Oeste, ingresó para cubrirlo, en un principio de manera temporal. En abril de ese año, Hanneman se unió a sus compañeros en lo que sería su última aparición en concierto, junto a los Big Four, para tocar South of heaven y Angel of death. Dos años después, en mayo del 2013, se anunció su fallecimiento, ocasionado por una cirrosis crónica, por lo que Holt pasó a ser miembro estable de Slayer. 

Mientras tanto, Dave Lombardo volvió a separarse de Slayer tras la publicación de Repentless (2015), y fue nuevamente reemplazado por Paul Bostaph (60). Con esa misma formación -Araya, King, Holt, Bostaph- Slayer regresa pero solo a los conciertos, pues no parece haber planes de componer nueva música juntos. Aunque, como quedó demostrado con el anuncio de febrero, uno nunca sabe.

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La noticia viene alborotando, desde hace semanas, el cotarro de los amantes del thrash metal -no “trash”, como erróneamente insisten en consignar algunos redactores de la gran prensa-: Megadeth regresa al Perú por tercera vez. Será todavía dentro de dos meses, el sábado 6 de abril, pero ya las entradas se están acabando para tan emocionante retorno. Dave Mustaine, de 62 años, llegará como único integrante original, acompañado por dos jóvenes, el guitarrista finés Teemu Mäntysaari (37), el baterista belga Dirk Verbeuren (49) y un viejo conocido, el bajista norteamericano James LoMenzo (65) quien estuvo en el grupo entre 2006 y 2010 para luego volver en el 2022 tras el despido del histórico lugarteniente de Mustaine, David Ellefson (59), implicado en serias acusaciones de índole sexual. 

El cuarteto promete hacer volar por los aires el Arena 1, pésimamente ubicado en el tramo sanmiguelino de la Costa Verde. A pesar de que ya más de un experto ha hecho notar su mala ubicación, dificultoso acceso e inseguros y peligrosos alrededores -por el tráfico, por los bolsiqueadores que se internan en las colas para arrebatar celulares, por la nula señalización e iluminación de su explanada- este continúa siendo el local de moda para conciertos masivos en Lima (ver aquí nota de El Comercio sobre el tema). 

Con casi cuarenta años de trayectoria y dieciséis álbumes en estudio publicados, Megadeth es una de las leyendas de esta subdivisión del heavy metal, que combina elementos de hardcore punk, speed metal y el sonido de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM). El término significa «paliza» o «azote», pero es muy común que se le confunda con «trash», palabra en inglés que quiere decir «basura», origen del error que mencionábamos al principio. Dave Mustaine es uno de los personajes más respetados de la escena del rock duro, por su firme convicción de seguir adelante, aferrado a sus guitarras puntiagudas, el clásico modelo Flying-V creado por la fábrica Gibson en 1958, desde las cuales lanza arácnidos solos y demoledores riffs, intercambiando funciones con su guitarrista de turno. Cuatro años después de su segunda visita a nuestro país, el grupo vuelve con una gira llamada Crush The World. La primera fue el 11 de junio de 2008.

En los ochenta, cuando escuchaba en mi habitación álbumes como Peace sells… But who’s buying? (1986) o So far so good… So what! (1988) en esas copias baratas grabadas en cassettes Maxell o Sony que uno encontraba en los mercados negros de piratería local, me preguntaba cómo sería verlos tocar en vivo. Veinte años después, el conciertazo que Megadeth ofreció en nuestra capital me dio la mejor de las respuestas. Los rostros felices y emocionados de los miles de fanáticos que asistieron también confirmaban eso. Era como si todos nse hubieran estado preguntando lo mismo que yo todo ese tiempo. Esa noche, los alrededores del Estadio Monumental se convirtieron en sucursal de las oscuras Galerías Brasil. Más allá de los análisis sociales que pudieran ensayarse sobre las características y procedencias de la gran mayoría de fanáticos de este género musical, resultaba llamativa y muy estimulante la sensación de estar rodeado de personas identificadas al 100% con el artista que iban a ver, emulando sus maneras de vestir, sus posturas, etc. 

Como es habitual en estos conciertos, personas de distintas edades con largas cabelleras (algunas más descuidadas que otras), pantalones raídos y polos con estampados alusivos a sus bandas favoritas -no solo Megadeth- iban apareciendo por aquí y por allá, reconociéndose unos a otros, como quien va a una reunión donde todos son amigos. Incluso quienes llegábamos solos cruzábamos miradas y silenciosos saludos con los camaradas -un puño en alto, la señal de cuernos popularizada por el cantante de Rainbow, Black Sabbath y Dio, Ronnie James Dio (1942-2010)-, con quienes sin duda hemos coincidido en otras jornadas de esta naturaleza. 

Por otro lado, también hubo personas listas para reencontrarse con actividades que, por la edad y las obligaciones propias de ser adulto, ya no realizan tan seguido. En medio de las hordas de metaleros intransigentes uno podía ver a padres de familia más formales llevando a sus hijos, seguramente fanáticos de bandas más modernas, dispuestos a convencerlos de que «en sus tiempos», la música era mejor. Asimismo, aunque el público fue mayoritariamente masculino, también hubo muchas mujeres con vestimentas metaleras, con uñas y labios pintados de negro, esperando el inicio. 

Aquella visita de Megadeth fue quizás el primer evento de alto perfil dentro de la subcultura thrash. Recordemos que la primera llegada de Metallica a Lima se produjo recién en el 2010 y la de Slayer, el 2011. Por su parte, los neoyorquinos Anthrax nos habían caído el 2005, en un concierto que mereció más prensa y mejor escenario -fue en un pequeño sitio en Barranco, en el que no entraban ni 2,000 personas-, mientras que bandas excelentes, pertenecientes a la segunda línea del estilo, como D.R.I., Destruction o Kreator lo habían hecho en los primeros dos miles, también en locales reducidos y ante magras pero fieles concurrencias. Podemos decir, entonces, que el grupo dirigido por Mustaine fue el primero de los llamados “Big Four” en bajar a la Ciudad de los Reyes que hizo una presentación en formato grande.

Luego de una previa con temas de Thin Lizzy, Rainbow, Iron Maiden y otros clásicos del hard-rock, una guitarra arpegiada anunció que la cita comenzaba con Sleepwalker y Washington is next!, temas centrales del décimo primer disco United abominations (2007), que venían promocionando en aquella gira llamada Tour of Duty. Siguieron un par de clásicos, Wake up dead (Peace sells… But who’s buying?, 1986), Skin o’ my teeth (Countdown to extinction, 1992) y de repente, la banda se esfumó. Al regresar, Mustaine apareció levantando los brazos para saludar al público peruano: «¡Bienvenidos a la casa de Megadeth!». 

Luego de bromear acerca de su poco entrenado español -y del poco entrenado inglés del multitudinario e incondicional coro que formábamos para cada tema-, la banda interpretó un milimétrico In my darkest hour (So far, so good… So what!, 1988), canción dedicada a la memoria de su gran amigo Cliff Burton, fallecido trágicamente el 27 de septiembre de 1986, a los 24 años. Burton fue el segundo bajista de Metallica -había reemplazado a Ron McGovney- y el más recordado por los fans del grupo debido a su tremenda presencia escénica y su extremado talento en las cuatro cuerdas.

Para quienes aun no lo creíamos del todo, uno de los héroes del thrash metal estaba delante de nosotros dispuesto a descargar toda la fuerza de su música. Su aspecto amenazante, la mirada fija en el público y la sorprendente seguridad con la que acometió cada solo o acompañamiento en sus composiciones cargadas de mensajes antibélicos, antipolíticos y anticorrupción, letras que va musitando con los dientes apretados, redondean ese carisma que tantos admiradores le ha granjeado alrededor del mundo. Siempre abierto a la polémica, Mustaine ha hecho titulares en EE.UU. por sus posturas reaccionarias, como el cristiano renacido que es desde hace ya veinte años, sobre asuntos como el matrimonio entre personas del mismo sexo y su apoyo al partido republicano, configurando uno de esos casos típicos en que nos vemos obligados a separar a la persona del artista. 

Para muchos conocedores de su carrera y discografía, haber colocado a Megadeth entre los cuatro grandes grupos de thrash metal norteamericano es un logro que el guitarrista labró a pulso, estimulado primero por la amargura que le provocó su despido de la banda liderada por James Hetfield y Lars Ulrich -como se aprecia en el documental Some kind of monster (Jor Berlinger/Bruce Sinofsky, 2004) y posteriormente por la inesperada aceptación que tuvo entre los headbangers del mundo, al frente de la banda que bautizó con una variación del término «megadeath», acuñado en 1953 por el estratega militar Herman Kahn -que Mustaine había escuchado en boca de un viejo congresista del Partido Democrático- como una unidad de medida, para referirse a “un millón de muertes”. 

El músico ha superado múltiples problemas debido a sus adicciones e incluso se recuperó de una herida muy seria al brazo izquierdo que por poco le impide seguir tocando. Tras su trabajo con la orquesta sinfónica de San Diego, el guitarrista y su esposa Pamela iniciaron una aventura como productores de vino. La página web www.houseofmustaine.com muestra todos los detalles de este emprendimiento enológico que Dave Mustaine lleva adelante en el valle de Temecula, al suroeste de la soleada California. 

Entre 2008 y 2024, Megadeth ha lanzado cinco álbumes en estudio, muy buenos, contundentes y explosivos, a pesar de esa costumbre de no contar nunca con una alineación estable. Desde su formación en 1983-1984, han pasado por la banda ocho guitarristas, cinco bajistas y ocho bateristas -entre ellos la superestrella de jazz Vinnie Colaiuta (67), que grabó con Megadeth el disco The system has failed (2004). Recientemente, en la edición 2023 del festival metalero de Wacken (Alemania), el público quedó boquiabierto tras la aparición sorpresiva, sobre el escenario, del guitarrista Marty Friedman, del periodo 1990-1997, para intercambiar solos con Mustaine y el brasileño Kiko Loureiro (periodo 2015-2023). La actual gira mundial llevará a Megadeth por México, El Salvador, Argentina, Paraguay, Brasil, Colombia y Perú, país donde comenzará el tramo latinoamericano de Crush The World.

Aquella primera vez, la banda no dio tregua durante casi dos horas y media. Una tras otra, las canciones fueron coreadas, gritadas y saltadas por el extasiado auditorio. El pogo en las primeras filas se mantuvo sin descanso, en especial en favoritas del público como Ashes in your mouth (Countdown to extinction, 1992) o Tornado of souls (Rust in peace, 1990). Los desplazamientos de los músicos sobre la tarima le daban una excelente dinámica al concierto. Mientras Mustaine cantaba y azotaba los aires con sus veloces fraseos, Chris Broderick (guitarra) y James LoMenzo (bajo) intercambiaban posiciones y se cruzaban por detrás de su líder, comunicándose con el público constantemente. Al fondo, Shawn Drover lanzaba sus bombazos dobles con una camiseta de la selección peruana. 

Uno de los momentos más celebrados del concierto fue el set de canciones integrado por Hangar 18 (Rust in peace, 1990) -, Return to hangar (The world needs a hero, 2001) y las mencionadas Tornado of souls y Ashes in your mouth. Pero lo mejor llegó en la última parte. Para cuando tocaron A tout le monde (Youthanasia, 1994), Mustaine dejó que la gente lo acompañara durante el coro. Esta canción, censurada por la MTV porque la consideraron como apóloga del suicidio, es uno de los temas más representativos de la segunda etapa del grupo, caracterizada por el uso de melodías más accesibles para el público en general. Desde las primeras filas, alguien le alcanzó al guitarrista una banderola que decía «Perú es Megadeth». Esto terminó por emocionar al músico, quien no cabía en su asombro, lo cual pudo apreciarse a través de las dos pantallas gigantes dispuestas a ambos lados del escenario. «You are a great fucking audience!!! we’ll come back!!!», repitió antes de entrar a Sweating bullets (Countdown to extinction, 1992), otro de los temas que la gente esperaba ansiosa.

«Mi cuerpo se destroza por los errores, traicionado por la lujuria, nos mentimos tanto los unos a los otros que en nada podemos confiar», recitó Mustaine en un mascado español. Era el coro de Trust (Cryptic writings, 1997), quizás el único tema «comercial» de Megadeth. Después, Symphony of destruction (Countdown to extinction, 1992), terminó de enloquecer al público. Los acordes de este clásico fueron acompañados todo el tiempo por el grito de guerra «¡Megadeth, Megadeth… Perú es Megadeth!». Incansables, los cuatro músicos tocaron Peace sells (Peace sells… But who’s buying?,1986) para luego retirarse, anunciando que se acercaba el final de esa velada de metal monumental. El encore no podía ser otro: Holy wars… The punishment due (Rust in peace, 1990), un latigazo épico, poderoso, agresivo y complejo, llegó como despedida.

Antes de que se apagaran las luces, Dave Mustaine, coautor de muchas de las primeras canciones de Metallica como Metal militia, Jump in the fire, The call of Ktulu o The four horsemen, que Megadeth incluyó como Mechanix en su primer álbum titulado Killing is my business… And business is good! (1983), prometió regresar. Y cumplió su promesa, el año 2020, cuando llegaron para celebrar el 30 aniversario de su cuarto álbum Rust in peace, para muchos la obra maestra de Mustaine y su alineación más recordada junto a Marty Friedman (guitarra), David Ellefson (bajo) y Nick Menza (batería). 

Estamos seguros de que este 6 de abril, Dave Mustaine y compañía volverán a repetir la faena, con toda la experiencia acumulada y destreza de esta icónica banda que ha vendido más de 40 millones de discos a nivel mundial y continúa al pie del cañón con su poderoso e incombustible sonido.

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Otro aspecto es la necesidad que tiene la banda de justificar sus canciones, una autoimposición que responde a mitigar potenciales controversias que terminen bloqueando su exposición en internet. Esto con relación al “disclaimer” que Metallica publica como sumilla en YouTube para presentar el video de Screaming suicide, otro de los surcos de 72 seasons. Además de una advertencia generada por la plataforma de videos en que se menciona que la canción toca “temas de suicidio o autolesiones”, Metallica -a través de su sello Blackened Recordings- se toma el trabajo de explicar a la comunidad cibernauta que “el tema incluye una palabra tabú, suicidio. Su intención es comunicar acerca de la oscuridad que todos sentimos dentro…” La declaración viene acompañada de un listado de websites de apoyo e información para individuos con ideas suicidas.

No se puede negar el sustrato positivo de esta acción, en especial en estos tiempos en que las redes sociales promueven comportamientos de riesgo que incluyen, por supuesto, la publicación de tutoriales sobre cómo quitarse la vida. Pero también es un poco extraño ver a un grupo como Metallica sometiendo sus decisiones artísticas ante la posibilidad de ser malinterpretados, una situación contra la cual muchos lucharon explícitamente a mediados de los ochenta, cuando el embate de la PMRC (Parents Music Resource Center), una asociación de esposas de congresistas de los Estados Unidos, liderada por Tipper Gore -en ese entonces casada con Al Gore- conminó a los sellos discográficos a colocar etiquetas en los discos que advirtieran acerca de los contenidos de las letras de diversos géneros musicales. En aquella ocasión, en 1985, reconocidos músicos como Frank Zappa, John Denver y Dee Snider -vocalista de Twisted Sister- lideraron la defensa de los derechos de libertad de expresión y creatividad de los artistas incluidos en aquella censura. ¿Se imaginan si Metallica hubiera tenido que explicar las letras de Fade to black o Welcome home (Sanitarium), dos de sus clásicos, que también hablan abiertamente de este tema?

Pero volvamos al último disco, cuyo título -72 seasons- alude a los primeros 18 años de nuestras vidas, “el periodo en que se forma nuestro ser sea el verdadero o el falso”, en palabras del grupo. James Hetfield (59), Kirk Hammett (60), Lars Ulrich (59) y Robert Trujillo (58) -en Metallica desde el año 2003- no están inventando la pólvora ni mucho menos. Canciones como Inamorata -la más larga del álbum con casi doce minutos-, Sleepwalk my life away o el tema-título– son pródigas en riffs poderosos, baterías incansables y solos electrizantes, con letras que hablan de emociones oscuras, mentes perturbadas y esa agresividad que, de vez en cuando, todos necesitamos desfogar usando diferentes herramientas generadoras de catarsis. Es saludable ver a nuestros ídolos del pasado recuperarse, por lo menos parcialmente, de aquella catatonia provocada por el miedo a perder vigencia -y por algunos demonios internos- y volver por sus fueros.

Sin embargo, al escuchar la última aventura musical de Metallica con intenciones comparativas, el disco no solo queda detrás de sus propios álbumes, sino que también va a la zaga de los más recientes disparos de sus contemporáneos, a pesar de que estos recibieron menos publicidad y merecieron muy poca atención del público en general. Por ejemplo, el año pasado Megadeth, con Dave Mustaine a la cabeza, editó el año pasado The sick, the dying… and the dead!, que desde sus primeros acordes hace saltar todo por los aires. Lo mismo podemos decir de discos como Titans of creation (2020) o Hate über alles (2022), de Testament y Kreator, respectivamente -otras dos leyendas del thrash que hace unas semanas ofrecieron un demoledor concierto en Lima, o de las últimas grabaciones oficiales de Slayer (Repentless, 2015) y Anthrax (For all kings, 2016). Aun así, 72 seasons supera las expectativas frente a una banda que muchos considerábamos ya fuera del juego metalero. Nada más lejos de ello.

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