Por Pedro Salinas (*)
El padre Jorge, o papa Francisco, tiene, desde hace rato, información suficiente para suprimir al Sodalitium Christianae Vitae (SCV), o Sodalicio, sociedad de vida apostólica de derecho pontificio fundada en Lima, Perú, en 1971, por el depredador sexual Luis Fernando Figari Rodrigo.
La data levantada por la denominada “Misión Especial”, conformada por los monseñores Charles Scicluna y Jordi Bertomeu (quienes han actuado en tándem por segunda vez, luego de su efectiva gestión en Chile, en 2018), ha sido contundente y demoledora. Tan es así, que, un año y pocos meses después, luego de terminadas las rigurosas pesquisas, se han producido hasta quince expulsiones de alto impacto.
En el camino, el mensaje papal siempre fue muy claro: “inicien un camino de reparación y justicia”. Repetido como mantra. O letanía, si prefieren. Como ofreciéndoles, en un guiño magnánimo, una última oportunidad, que el Sodalicio, sistemáticamente, sencillamente despreció.
El Sodalitium evidenció desde un inicio un problema de comprensión lectora debido a su miopía sectaria. Y en los hechos, se zurró en la exhortación del pontífice argentino.
La campaña sodálite contra todos aquellos que exigían el correlato lógico de la supresión, disolución, eliminación, o como quieran llamarle, o la abolición de dicha institución de culto y características mafiosas, así como de sus ramificaciones (Movimiento de Vida Cristiana, Fraternidad Mariana de la Reconciliación y Siervas del Plan de Dios), fue, como era de esperarse, feroz y atrabiliaria, apelando a sus métodos matonescos mediático-judiciales de toda la vida.
Llevando a extremos los procesos contra los periodistas que escribimos el libro-denuncia Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), contra el prefecto de la curia vaticana que eyectó a José Antonio Eguren de Piura, contra el próximo cardenal Carlos Castillo Mattasoglio, contra el cardenal Pedro Barreto, e incluso contra el nuncio en Lima, Paolo Rocco. Entre otros. Porque no fueron los únicos a quienes se les envió la maquinaria del descrédito, que exhibe el Sodalicio -usualmente desde las sombras- contra quienes considera sus “enemigos”.
No solo eso. La mayoría de “expulsados” sigue viviendo en comunidades sodálites y son tratados todavía como iguales, como hermanos, como amigos. Como sodálites, es decir. Haciendo caso omiso de la decisión vaticana, declarándose en rebeldía. Llegando a vociferar que esperarán la muerte del papa y apelarán al siguiente para ser repuestos.
Más todavía. El Sodalitium, luego de cada “paquete” de expectorados, publicaba un escueto comunicado apostillando que acataría la voluntad del papa, salvo en el caso de la exclusión y destierro del sodálite más importante luego de Luis Fernando Figari: el cura Jaime Baertl. En ese caso, se hicieron los tontos de capirote. Miraron al techo. Se pusieron a silbar. Se volvieron a insubordinar.
Y el jefe de los católicos, en lugar de actuar y dejar de postergar una decisión supuestamente ya adoptada, no solo mostró debilidad, sino que recibió a un par de agentes soterrados del Sodalitium, felicitados y aclamados en redes por conspicuos sodálites y célebres sodalovers.
Y, no faltaba más, fueron ovacionados como intrépidos héroes en los medios de la ultraderecha, afines a esta organización de fachada católica, en la que todavía cacarean la hipotética existencia de un “carisma”, a pesar de los crímenes perpetrados: abusos sexuales, físicos y psicológicos; hackeo de las comunicaciones; encubrimiento de diversos crímenes; campañas arteras en la que contrataban operadores para infiltrar el sistema de administración de justicia peruano para favorecer sus intereses. Y así, en ese plan.
Esto último, “la amigable reunión con los denostadores de la Misión Scicluna-Bertomeu”, ha suscitado una clamorosa reacción de indignación, de furia, de frustración, de desesperanza, de tristeza, de desilusión, por parte de víctimas y sobrevivientes.
Este cúmulo de incontenibles e incómodas sensaciones reventaron mi teléfono de mensajes y llamadas el último fin de semana. Al punto que, me ha llevado a tomar la decisión de renunciar indefectiblemente al seguimiento del Caso Sodalicio, una turbulenta historia que ha marcado buena parte de mi vida, a un costo bastante alto (en todos los ámbitos).
¿Por qué? Porque perdí la esperanza. Sin esperanza, cualquier esfuerzo se siente vano, infructuoso, vacío, inútil, ilusorio. Y mi esperanza, si me apuran, estribaba en que este papa iba a actuar bien. Y por lo visto el fin de semana, mi esperanza y mi confianza en el padre Jorge, se consumió más rápido que un incienso quemado.
La traición del papa es difícil de perdonar. Con las víctimas no se juega. Y menos, se les desdeña. Porque lo que ha hecho el jefe de los católicos, con su gestito para las galerías, ha sido someter a los sobrevivientes del Sodalicio a un juego perverso, a una movida tóxica que no se merecen a estas alturas, luego de tantísimos años de espera. El papa Francisco, por lo demás, estaba informadísimo del interés del Sodalitium de reunirse con él.
Sabemos que miembros del Consejo Superior, el par de agentes de marras, y similares, han estado detrás de audiencias privadas para tratar de detener lo que parecía una decisión irrefrenable: la disolución del Sodalicio y sus ramificaciones.
Y sabemos también que, enterado el papa de la presión ejercida, este habría tomado la determinación de no recibir a nadie vinculado a esta sociedad sectaria y mafiosa, hasta terminado el proceso.
Y esto no me lo estoy inventando. Ni estoy especulando. Lo sé de muy buena fuente (que no son ni Bertomeu ni el futuro cardenal, como, estoy seguro, teorizarán los sodatroles alacranescos, que ya comenzaron a esparcir su veneno).
¿Qué hizo actuar al papa así? No lo sé.
¡El papa no podía admitir ni acoger ni abrazar a los victimarios antes que a las víctimas!
¡¿En qué estaba pensando, por dios?!
La verdad es que -ya lo dije- no lo sé, ni tampoco me importa, la verdad. O ya no, en todo caso. Porque la señal enviada como un rayo fulminante ha sido devastadora para víctimas y sobrevivientes, que, durante décadas, han tenido que soportar el largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de mezquindad y de infamia.
Y ha sido también un golpe bajo para quienes, sin que nos lo pidan, y como piñones fijos, hemos tenido que hacer el trabajo de la puñetera e indolente iglesia católica. Es decir, sacar adelante la verdad para que esta vea la luz. Ha sido un golpe bajo, reitero, y encima una amarga y monumental desilusión.
Creí en este papa más que muchísimos católicos, pese a mi condición de agnóstico. Creí en la buena fe del padre Jorge. Creí que, ante las evidentes presiones sodálites que aparecerían de una u otra forma, iba a hacer prevalecer su buen juicio y su talante insobornable. Creí que sería consecuente con su iterativa y persistente prédica de la “tolerancia cero”.
Y fíjense. Terminé derrapando y empotrándome contra la pared, como un idiota redomado. Defraudado, una vez más, por una iglesia católica que alberga a abusadores de todo tipo, y que, más allá de algunos fuegos de artificio, en este asunto terminará encubriendo y jugando remolonamente a que el tiempo apague y borre tanto sufrimiento silencioso e infinito, ocasionado por una “sociedad de vida apostólica” que siempre se ha salido con la suya, como es el caso del Sodalitium y sus aliados, para quienes todo vale y les da igual la vida de las víctimas. O les importa un carajo, si prefieren.
Qué pena y qué estafa.
(*) periodista, escritor y exsodálite