Me volví un apasionado de la política cuando era un púber de doce años de edad y cursaba primero de secundaria, allá por 1980. El contexto eran las elecciones generales y la recuperación de la democracia 12 años después del golpe del general Juan Velasco Alvarado, del 3 de octubre de 1968. ¿Qué me volvió un apasionado de la política? Escuchar hablar a los políticos. Había, sin embargo, un problema, todos, o casi todos, eran hombres, los tiempos de la participación política de la mujer habían comenzado pero no se habían consolidado todavía. 

Recuerdo, sin embargo, una entrevista a la intelectual y literata Magda Portal, contando su separación del APRA: “Haya de la Torre dio un carpetazo en la mesa como diciendo no hay discusión y yo de allí deduje que ese era un partido machista”. Pero luego escuché al propio Haya levantar por primera vez los derechos de la mujer como un objetivo inaplazable para la nueva Carta Magna de 1979, en su discurso de instalación de la Asamblea Constituyente de 1978. 

Podían diferir, diferían, pero vaya cómo diferían, algunos de esos testimonios han quedado grabados en entrevistas subidas a la plataforma youtube, otros están publicados en libros de memorias, los más no dejaron registro. Hay uno en el que Hildebrandt logra reunir, en el mismo programa, a Luis Alberto Sánchez, Ramiro Prialé, Armando Villanueva y Andrés Townsend. Aquella vez se usó un recurso técnico poco conocido entonces: Villanueva participó virtualmente, desde casa, los demás asistieron presencialmente. Pero lo central es que Villanueva y Townsend eran antagonistas en una pugna intestina al interior del APRA que nunca se había visto hasta entonces en la historia del viejo partido de Alfonso Ugarte. ¡Y vaya conversación! la confrontación convertida en placer estético. 

Queda también en youtube, la entrevista de Alfonso Baella Tuesta, un incisivo periodista “de derechas”, a la plancha de Izquierda Unida, encabezada por Alfonso Barrantes Lingán, esto ya en 1985. Vaya nivel de entrevistador y entrevistado, se dijeron de todo pero sonaba a poesía, con todos sus efectos, el ritmo, la metáfora y el símil, la exquisita ironía, el humor fino, la puya elegante y, por supuesto, la pasión por el país, por la propia cosmovisión del mundo enfrentada con otra pero con lealtad.

Los cuadros del PPC eran docentes de la política, además de Luis Bedoya Reyes, allí estaban Roberto Ramírez del Villar, Mario Polar, Ernesto Alayza Grundy. En AP, además de la oratoria cadenciosa de Fernando Belaúnde, destacaba la tenacidad de Manuel Ulloa, defendiéndose como una fiera enjaulada, en el Congreso, en su rol de primer ministro interpelado. Uno a uno derrotó a sus contrincantes; su arma principal: el argumento, pero también, la entonación, la gestualidad, la seguridad en si mismo. Las mujeres fueron apareciendo, recuerdo a Hilda Urizar en el APRA, una intelectual sin duda, daba gusto escucharla intervenir en los fueros parlamentarios, y más encendida y popular a Mercedes Gonzáles, del mismo partido, con su discurso antimperialista. 

En todo lo dicho hay algo importante, en la mayoría de los casos el motivo del debate era el país en general, o sectorialmente. Se discutía cómo solucionar sus grandes problemas y sacarlo adelante a través de una visión de país determinada. No faltaban los escándalos, ni la corrupción, pero lo central en esa generación de políticos era encontrar el mejor modelo de desarrollo para nuestra sociedad.

Desde 2006, la última vez que resultó elegido congresista por el Partido Aprista Peruano, el magistral constitucionalista Javier Valle Riestra dedicó su labor a buscar infructuosamente sacar adelante una ley que permitiese a los congresistas renunciar a su cargo. El tribuno se aburría con la representación parlamentaria 2006-2011 y lo digo sin alusiones, ni ofensas personales hacia nadie. Quería invertir el tiempo de sus entonces pasados setenta años en algo que pudiese resultar más productivo y útil que perder el tiempo en aquella cháchara. 

Resulta que el 2001 recuperamos la democracia pero no la política, no la aristotélica ciertamente. Y desde 2016 en adelante terminamos de destruir los ya ruinosos restos de lo que fue una clase política brillante. Alguna vez me constituí en defensor de los políticos ochenteros, de la generación que brilló desde 1978 en adelante, algunos de los cuales habían iniciado sus carreras políticas ya tiempos atrás. 

Señalé que el terrorismo, la aguda crisis económica, el déficit fiscal, la deuda externa,  el fenómeno del niño de 1983 y una transición demográfica que desbordaba absolutamente la capacidad del Estado hubiesen resultado imposibles para cualquiera. Qué pena que no se presentaron otras condiciones históricas como las que se advinieron desde 1990 con la caída del socialismo real. Así pues, como gran paradoja, vemos que los sindicados como responsables de una debacle fueron, en varios casos, parte de una clase política a la que hoy no alcanzamos ni en un sueño de opio.

Hoy nos peleamos por los dichos de un colaborador eficaz, con destemplados gritos que avalan o refutan sus declaraciones.  A su alrededor se enfrentan dos bandos avezados e irreconciliables, en una encarnizada pelea callejera que los tiempos de la virtualidad han trasladado a la jungla de las redes sociales. Mañana serán los dichos de otro, el nuevo destape, y así sucesivamente, hasta olvidarnos por completo de que nuestra política alguna vez se trató del país y de cómo sacarlo adelante. ¿Es que no podemos ofrecerle más que esto al Perú? Pensar que un día me gustó la política porque me sonaba a poesía.  

  1. Debate entre Armando Villanueva y Andrés Townsend, programa de César Hildebrandt, participan Luis Alberto Sánchez y Ramiro Prialé. Se debate la doctrina aprista. 1980

https://www.youtube.com/watch?v=aglRIiHkISs

  1. Alfonso Baella Tuesta entrevista a Alfonso Barrantes Lingan, el modelo socialista de izquierda Unida. 1985 

https://www.youtube.com/watch?v=tUdO9mAsf18

  1. Luis Bedoya Reyes, defiende sus tesis liberales en mitin en el Callao. 1979

https://www.youtube.com/watch?v=V5WbdxBEiek

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“Santa Cruz propicio

Trae cadena aciaga

El bravo peruano

Humille la frente;

Que triunfe insolente

El gran Ciudadano.

Nuestro cuello oprima

Feroz el verdugo.

Cuzco besa el yugo

Humíllate Lima.

Así nos conviene.

Torrón, ton, ton, ton!

Que viene, que viene

El Cholo jetón!”

(Manuel A. Segura)

Corría el año 1836 y el dramaturgo Manuel Asencio Segura luchaba en el ejército del general limeño Felipe Salaverry quien finalmente fue derrotado en 1836 por las fuerzas del General boliviano Andrés de Santa Cruz. Tras la derrota, Segura siguió el combate con lo que tenía a mano: su pluma. Con ella escribió los versos del epígrafe de esta nota y muchos otros más en contra del fundador de la Confederación Perú-Boliviana. 

Los versos de Segura son explícitos en menciones clasistas y racistas que eran comunes en las élites blancas de entonces y parodian al líder confederado que se atrevía de manera insolente a invadir el Perú, cosa a la que un Cholo jetón no debía aspirar en una sociedad que todavía se miraba a sí misma conforme a castas raciales y títulos nobiliarios. A ese nivel, la sombra del régimen hispano se ceñía aún sobre el Perú. Sin embargo, lo que quiero resaltar es el desparpajo y la explícita mofa que el poema satírico de Segura lanza contra el caudillo boliviano que, por ese entonces , imponía con mano de hierro su autoridad en el Perú. 

No sólo las sátiras en prosa o verso, también las caricaturas que denuncian los vicios políticos de nuestra sociedad nos han acompañado desde que nos fundamos como república. La nula capacidad de autocrítica de nuestra clase política e instituciones para denunciar y menos aún corregir sus propios vicios, fue suplida por las armas del humor con las que avezados periodistas y creativos dibujantes dispararon sin piedad ráfagas de poemas y caricaturas contra quienes tenían en sus manos la administración del Estado y los destinos del país.   

 

Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, el litógrafo francés León Williez representó la sangría del erario público durante el gobierno de José Rufino Echenique. En su imaginativa obra titulada ¡Qué mamada!  un soldado intenta infructuosamente evitar que este insaciable caudillo militar ordeñe las arcas del Estado, simbolizadas en una famélica vaca. 

En 1905, el periodista y dramaturgo Leonidas Yerovi fundó el pasquín satírico Monos y Monadas, que continuó su nieto Nicolás setenta años después. Como es obvio, los estilos de uno y otro varían harto por las décadas que los separan, pero la sátira política es un elemento común en ambas, destacándose las caricaturas que ridiculizan o denuncian malas prácticas de los políticos o malas costumbres de la sociedad. 

No quería dejar pasar un personaje que marcó mi pubertad. Me refiero a Luis Felipe Angell, Sofocleto, quien, a inicios de 1980 -cuando el general Francisco Morales Bermúdez aún regía los destinos del país- publicó un diario de sátira política titulado Don Sofo, hipercrítico de la desfalleciente dictadura militar. El número más esperado era el del lunes, pues en este aparecía “El huevón de la semana”, “condecoración” otorgada a algún político que había suscitado recientes controversias. Héctor Cornejo Chávez, Luis Bedoya Reyes, Armando Villanueva del Campo, Fernando Belaúnde Terry y hasta el propio dictador en ejercicio llegaron a ostentar esta bizarra distinción. 

Y bueno, todo esto para llegar al gran Carlos Tovar, “Carlín”. Con “Carlín” he visto pasar, con una sonrisa en la boca, periodos trágicos de la historia del Perú. Su historieta que más me hizo reír fue una dedicada al querido y recordado conductor televiso Pablo de Madalengoitia. 

La acción se desarrolla en apenas cinco imágenes. En la primera, Madalengoitia lee una noticia pero no se le alcanza a entender por encontrarse con algunas copas de más. En la segunda, observa atónito a la cámara pues se da cuenta de que ha dicho cualquier cosa. En la tercera lo intenta de nuevo pero fracasa estrepitosamente; en la cuarta, boquiabierto, constata su reiterado traspié. Finalmente, en la quinta, acierta con el texto y lee el titular con una sonrisa entre eufórica y triunfal. 

En su época de protesta, un verso de Piero, el cantautor argentino, retrata a un coronel decretando la prohibición de la esperanza. Sin negar la importante función que cumplen las fuerzas armadas y policiales en la sociedad, está claro que la esperanza no se puede prohibir*, así como tampoco se puede prohibir el humor, la sátira, la libertad de ser sarcástico con la realidad, con la de uno mismo,  con la de los demás.

En estos días no hay que pertenecer a una institución castrense para proferir exabruptos autoritarios, como la inopinada carta notarial que la PNP le ha enviado a “Carlín”. Estamos en tiempos de corrección política y de prohibición, de censura, de cancelación y de destrucción del contrario. Ya no se trata del color político, de la posición político-ideológica, ni se necesitan cartas notariales. Para apagar una voz bastan y sobran las redes sociales. Al final de cuentas, todos proceden igual en tiempos en que los valores democráticos y los derechos fundamentales no son más que una ilusión. Para recuperarlos requerimos a nuestros grandes caricaturistas. 

La defensa de la sátira política y de Carlos Tovar “Carlín” nos recuerdan el sagrado valor de la libertad humana, tan colmada de humor y de espontaneidad como lo estamos nosotros mismos. Si la seguimos limitando ¿qué nos quitarán mañana? ¿el derecho a reír? ¿a ser felices? ¿o el de morir en el intento? 

*En 1976, la dictadura militar argentina encabezada por el general Jorge Rafael Videla prohibió la canción titulada “Zamba de la Esperanza”, que popularizó el recordado cantante folklórico argentino Jorge Cafrune. La mención a la esperanza en el verso de Piero puede referir esta prohibición, pero se le suele interpretar tanto en su relación con el evento específico, como de manera más amplia, entendiéndose a la esperanza como un valor humano. 

El fallo pronunciado por el Juez Peter Tomka en Ámsterdam, Holanda, sobrecogió a peruanos y chilenos la mañana del 27 de enero de 2014. Nuestro agente ante la Corte, el embajador Allan Wagner Tizón, lo describió como una montaña rusa, pues por momentos daba la impresión de que ganábamos y por momentos parecía lo contrario. Finalmente, el Fallo nos otorgó 50 mil de los 66 mil kilómetros cuadrados en disputa, lo que representa, en toda la historia del Perú, la única vez en la que nuestra área geográfica ha aumentado. Tomemos en cuenta, como referencia, que 50 mil kilómetros son poco más de tres veces la superficie de la región Tacna y casi equivalen a la extensión de la región Arequipa.  

Pero el Fallo de la Haya es una victoria que puede y debe interpretarse de otra manera. Desde Torre Tagle la consigna fue clara: había que defender la postura ante la Corte y, en simultáneo, fortalecer las buenas relaciones con el vecino, que no se entendiese el litigio como una guerra o ajuste de cuentas histórico, sino como la resolución pacífica de una controversia a través de las herramientas del derecho internacional. Visto así, todo el procedimiento, y la manera de llevarse a cabo, podían sentar no solamente un precedente, sino también un parteaguas: un momento en la historia desde el cual el Perú y Chile hicieron las cosas distintas, para mejor, apuntando a que la interrelación socioeconómica existente, se fortalezca a través de la confianza mutua y la integración entre sus pueblos. 

Hoy, el proceso que siguió el Estado Peruano en la CIJ hasta conocer el Fallo voltea a mirarnos e interpela a nuestro presente. Tres gobiernos estuvieron involucrados en la lucha por el mar: el de Alejandro Toledo -con la participación del canciller Manuel Rodríguez Cuadros- que sentó las bases para el litigio; el de Alan García -con la participación el canciller José Antonio García Belaúnde- que presentó la demanda y logró un decisivo acuerdo fronterizo por intercambio de notas con Ecuador en 2011, que partió de una gestión personal del exmandatario, fundamental para nuestra causa pues gracias a este el vecino del norte se abstuvo de participar; y, finalmente, el de Ollanta Humala -con la participación del canciller Rafael Roncagliolo- que gestionó la unificación del Perú a través de la prensa, independientemente de posturas políticas e ideológicas, y que manejó de manera impecable la fase final del litigio, así como  la fase inmediata posterior cuando la Sentencia se aplicó*. En esta última circunstancia, las armadas del Perú y Chile demarcaron de manera conjunta la nueva frontera marítima en marzo de 2014, apenas dos meses después de que la Sentencia fuese anunciada. De esta manera,  ambos países ratificaron, en las instancias finales del proceso, su vocación de integración y de resolver la controversia dentro de los márgenes del derecho internacional.  

Recuerdo el día del fallo, cuando me paseaba por los canales de televisión, al igual que tantos otros voceros oficiosos de las más diversas tendencias, explicándole al Perú lo que estaba sucediendo, y una periodista chilena me comentó: en el Perú pregunto y todos me responden lo mismo, en Chile pregunto y cada quién se va por su lado. Sin pretender una crítica al vecino en una fecha que algún día debemos conmemorar juntos, quiero resaltar lo que el Litigio nos dio y hemos perdido después: la política de Estado y la unidad nacional en pro de grandes metas para el beneficio de toda la sociedad. ¿Por qué solo cuando se trata de Chile? ¿por qué no hacerlo por nosotros mismos, para promover el progreso material y espiritual del país? Hace 10 años Torre Tagle dio el ejemplo, es hora de continuarlo.  

* Ciertamente, hubo muchas más personalidades e inclusive más cancilleres involucrados en el proceso. Enumerarlos a todos y todas, implicaría tomarme casi todo el espacio de la presente nota y el riesgo de omitir a alguno. A todos ellos la gratitud del país entero.

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Estoy siguiendo de cerca lo que pasa en Argentina. En realidad, escribí sobre la crisis económica de este querido y entrañable país sudamericano antes del “fenómeno” Javier Milei. Lo que señalé entonces es que los peruanos, para ordenar nuestra economía en la década de 1990, tuvimos que pasar por el shock y reducción del Estado emprendidos durante el gobierno de Alberto Fujimori. Indiqué entonces mi alta valoración del conjunto de la sociedad que supo comprender que, tal mal como andaban nuestras finanzas, había que hacer enormes sacrificios para salir adelante. Tres años después, en 1993, comenzaron recién a apreciarse los resultados, la inflación había sido controlada, la venta de empresas estatales había dotado al gobierno de reservas que invertía en programas sociales y el Perú, tras décadas de crisis, volvía a respirar. 

He apoyado y apoyo, en líneas generales, las reformas económicas planteadas por Javier Milei por razones análogas. Argentina se acostumbró a vivir gastando más de lo tiene, con un Estado que brinda servicios maravillosos que es incapaz de costear, por eso no hay reservas, por eso hay déficit fiscal, por eso hay inflación, devaluación de la moneda, dolarización de la economía. Por eso los argentinos son pobres en un país rico, por intentar lo imposible: vivir por encima de sus posibilidades, puro populismo para contentar a masas que, al final, son las que sufren las consecuencias. 

Luego, soy políticamente opositor al fujimorismo porque soy un demócrata. Para mi el golpe del 5 abril de 1992, como atentado contra la institucionalidad y la clase política entonces existente -buena o mala pero allí estaba- me resulta imperdonable, máxime porque, como sabemos, el GEIN ya estaba tras los pasos de la cúpula de Sendero Luminoso. Su caída era cuestión de tiempo y con esto no voy a entrar en la discusión de quien acabó con el terrorismo. Lo que señalo es que el sacrificio de la democracia nunca debió ser parte de la solución a la violencia política, de hecho no lo fue. 

Mi opinión no es mejor ni peor que la de nadie, pero quizá me ayude ser historiador y docente. Ello me obliga a enseñar, entre otras cosas, diferentes gobiernos o procesos históricos y analizarlos desde una perspectiva política, económica y social. Cuando hablo de Augusto B. Leguía debo resaltar su moderno concepto de Estado, el que desarrolló hasta donde pudo, pero también debo subrayar su carácter autoritario y su absoluta dependencia, no solo económica, sino también política, frente a los Estados Unidos de América. 

¿Entonces qué? ¿Soy un tibio por no sumarme a uno de los extremos que hoy rigen la política peruana, latinoamericana y mundial? ¿Debería escoger un bando y, desde él, ensalzar a los propios y denostar a los extraños? ¿A este esquema tan pernicioso debemos reducirlo todo? ¿tan rápido olvidamos los claroscuros de la democracia, del análisis político y de la búsqueda de consensos?

Perdón, pero abdico. Abdico de sumirme al maniqueísmo contemporáneo y me reafirmo en mis valores que colocan por delante la tolerancia, el republicanismo, los derechos fundamentales y la democracia como sistema de encuentro, de igualdad de oportunidades y principalmente de diálogo. Creo en el universo abierto, así lo llamó alguna vez Karl Popper, creo en que hay que evaluar cada cosa de acuerdo con su naturaleza, creo que la teoría debe adecuarse a la realidad y no a la inversa, y creo en la justicia, en mi justicia, si es que existe alguna y, lo más importante, no creo en verdades absolutas. 

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]  Según narran Alberto Flores Galindo y Manuel Burga en su clásico “Apogeo y Crisis de la República Aristocrática”, durante el Oncenio de Leguía (1919-1930), el mayor de la Guardia Civil, Genaro Matos, no comprendía por qué el gobierno transaba con la debilitada casta terrateniente cajamarquina. Esta representaba al viejo civilismo y era liderada por el legendario hacendado y bandolero Eleodoro Benel Zuloeta. Sin embargo,  desde 1925, el Estado poseía fuerzas de sobra para aplastar al díscolo rebelde.

Pero existía una poderosa razón de Estado que Leguía alcanzó a ver aunque el Mayor Matos no: Benel Zuloeta tenía vínculos muy cercanos y hasta consanguíneos con varios de los oficiales de la Comandancia General de la Primera Región Militar, situada en Chiclayo. Por ello, a pesar de encontrarse casi vencido por las fuerzas de Matos, y refugiado en la clandestinidad, el díscolo bandido logró un acuerdo muy favorable con el gobierno que consistió en la entrega de armas por los dos bandos terratenientes en disputa (Los Benel y los Vásquez). Al final, Benel entregó poquísimas armas, mientras que sus contrarios fueron arrestados por los militares y desarmados totalmente, devolviéndole al bandolero chotano el equilibrio de fuerzas que Matos le había arrebatado.

Poco después, en 1926, se estableció en Chiclayo la Segunda Comandancia de la Guardia Civil, la que poseía 229 miembros y fue reforzada por 440 soldados del ejército en 1927. Ya con este fuerte contingente militar bajo su mando, Matos emprendió la búsqueda de Benel quien optó por suicidarse en La Samana, su hacienda chotana. Hasta hoy, Benel ha permanecido en el imaginario popular como un mito. Decenas de relatos cuentan sus hazañas y hasta el dúo folclórico “Sentimiento Serrano” le ha dedicado un huayno presentándolo como un guerrillero que enfrentó al poder terrateniente y jamás pudo ser vencido por el Ejército Peruano.

Para lo que nos toca, la historia -y el mito- de Eleodoro Benel es el reflejo de la complicada relación entre el Estado peruano y el poder terrateniente en la tercera década del siglo veinte. Este vínculo, sostenido impecablemente durante el periodo de la República Aristocrática (1895-1919) a través de alianzas de interés y reparto de puestos congresales o prefecturas, entró en crisis durante el gobierno de Leguía. El once años dictador, consecuente con su proyecto modernizador, no podía permitir lo que el Mayor Matos no alcanzaba a comprender: que en circunstancias en que militarmente las huestes de Benel podían ser aplastadas, el gobierno hiciese negociaciones de paz, como si se tratara de dos fuerzas semejantes.

Pero Leguía era un viejo zorro de la política y sabía que, en determinadas circunstancias, una previsible alianza entre terratenientes y sectores del Ejercito podía derrotar a las fuerzas del Estado. Por eso actuó donde pudo y cuando estuvo seguro. Como sabemos, el poder terrateniente en el Perú fue clausurado por el general Juan Velasco recién a partir de su radical ley de reforma agraria, aprobada el 24 de junio de 1969. Leguía solo dio los primeros pasos en la consolidación del poder estatal.

Más o menos por aquellos tiempos, en la década de 1920, el célebre político peruano, Víctor Raúl Haya de la Torre, planteó que la única manera de combatir el imperialismo norteamericano era conformando un bloque político y económico regional, que actuase como tal y le plantase cara. Aunque comenzando la década de los treinta, Haya dejó de lado el enfoque marxista, nunca dejó de sostener que era imprescindible una alianza regional -léase 1942, La Defensa Continental- para defender el régimen democrático.

Recordé a Benel, Matos, Leguía y a Haya cuando me puse a leer a conciencia sobre la difícil situación que actualmente atraviesa nuestro vecino Ecuador. Obviamente, 100 años de cambios espectaculares y dos realidades que aunque parecidas, distan de ser iguales, nos separan del difícil presente por el que atraviesa el vecino del norte.

Si para América Latina, el siglo XIX se constituyó en la era del centrifuguismo, cuando el Estado intentaba, aun infructuosamente, consolidarse contra diferentes poderes regionales y terratenientes; el siglo XX asistimos a la paulatina afirmación de nuestros estados y de su autoridad por sobre cualquier otro tipo de poder constituido en el territorio bajo su administración.

Sin embargo, hace unos pocos días, Cristina Papaleo, columnista de opinión para la DW, ha planteado la existencia de un ecosistema criminal latinoamericano sostenido por el narcotráfico. En este, los cárteles mexicanos de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación se disputan, en varios países de Centro y Sudamérica, el control de las redes de producción y distribución de drogas. En lugar de administrar todo el proceso, los cárteles establecen alianzas con bandas locales lo que facilita su labor. De hecho, Colombia y el Perú son claves en este esquema pues rodean geográficamente a Ecuador y lo proveen de toneladas de cocaína y derivados que, desde los puertos de Guayaquil y otros, se exportan al resto del mundo.

Si hablamos del Perú, a las redes del narcotráfico se le suman toda una gama de actividades ilegales que van desde la trata de mujeres, el tráfico de armas, la minería ilegal y la tala indiscriminada de los árboles de la Amazonía. A esto habría que sumarle la entusiasta participación en estas actividades de algunos sectores vinculados a los poderes económico y político formal e informal. De suerte que si un pronóstico podemos ofrecerle al Perú es que el Estado, en lo más esencial, no se encuentra en condiciones de afrontar un levantamiento coordinado de todas o parte de las mafias y actividades del crimen organizado que operan en el país.

El siglo XIX, durante la Era Victoriana, se hablaba del Estado Gendarme. Es decir, de un Estado cuya función principal debía ser resguardar la actividad económica de cualquier intento por interrumpirla o por negociar derechos que pudiesen disminuir su natural flujo y ganancias. Hoy, cabría preguntarse, después de lo visto en el Ecuador, si estamos al frente de varios estados latinoamericanos que actúan como gendarmes de las bandas dedicadas a actividades ilegales.

En el Perú, la situación descrita pareciera ya estar sucediendo y las pocas instituciones que aún permanecen independientes de este esquema sufren de un asedio constante que proviene de algunos sectores políticos representados en el Congreso.  ¿Qué pasaría si surgiese en el Perú un candidato que ofrezca la lucha frontal contra la corrupción como lo hizo el asesinado Fernando Villavicencio en el Ecuador? ¿Qué pasaría si se logra instalar un gobierno que se tome en serio eso de restaurar la autoridad del Estado por sobre las actividades ilegales con la intención de restringirlas o erradicarlas? Daniel Noboa anunció mayores medidas de seguridad carcelarias para los líderes de estas organizaciones criminales y a estas les ha costado muy poco reaccionar poniendo a su país de cabeza.

En 1942, Haya de la Torre planteó la alianza entre los Estados Unidos del Norte y los Estados Unidos del Sur -esos que todavía no existen- en pro de la defensa de la institucionalidad democrática. Me pregunto si lo que hace falta en el continente no es una verdadera y funcional alianza norte-sur para combatir a tan grandes enemigos.

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]  Ya hace un tiempo, en mis clases, refiero como Conflicto Armado Interno y Lucha contra el terrorismo al luctuoso periodo en que SL y MRTA asolaron al país. Utilizo las dos denominaciones en simultáneo por respeto a las diferentes posturas que existen sobre aquella larga y dolorosa coyuntura.

Hoy, el Presidente Daniel Novoa, de derecha, le llama directamente Conflicto Armado Interno a la terrible situación que, súbitamente, se ha presentado en Ecuador, tras la fuga de dos cabecillas del narcotráfico (en total fugaron 39 reos de la cárcel de Ríobamba), la toma de un canal de televisión y de diferentes locales que cumplen diferentes funciones, pero que tienen en común ser lugares públicos, lo que ha motivado la toma de cientos de rehenes a manos de los grupos armados.

La expresión de Novoa puede resumirse con el siguiente parafraseo: las acciones de estos grupos son terroristas, por eso declaro el Conflicto Armado Interno. De esta manera, se valida lo que se ha señalado desde la CVR respecto de lo que sucedió en el Perú desde 1980 en adelante:  Conflicto Armado Interno, refiere un enfrentamiento que supera la delincuencia común, y que no es un Conflicto Internacional, pues este último implicaría el enfrentamiento entre dos Estados. De tal manera, CAI resultaría la denominación correcta para nuestro caso.

Además, así lo refieren los Convenios de Ginebra de 1949 que son los que hasta hoy ofrecen al mundo un marco de denominaciones oficiales para los diversos enfrentamientos entre grupos armados. Los Convenios también hacen referencia al terrorismo, pero lo entienden más como un método de acción utilizado por uno o todos los bandos en conflicto. Grosso Modo, hay terrorismo cuando alguno o todos los contendientes validan que un sector o individuos de la población civil puedan ser utilizados como blanco, como parte de sus objetivos militares. También puede entenderse como la intención de sembrar el terror entre la población con las mismas finalidades.

Por supuesto que los Convenios de Ginebra condenan duramente el uso de prácticas terroristas, las que se encuentran absolutamente al margen del derecho de la guerra. En tal sentido, lo que podríamos decir que ocurrió en nuestro país fue un Conflicto Armado Interno y podríamos añadir que este se caracterizó, principalmente, por las acciones terroristas perpetradas por los grupos armados SL y MRTA.

El problema con esta definición es que, de acuerdo con los datos de CVR, el 30% de las víctimas civiles del CAI cayeron a manos de nuestras Fuerzas armadas o policiales, aunque también es verdad que estas, finalmente, fueron las que derrotaron a las bandas terroristas y pacificaron al país. Esta situación complica alcanzar una fórmula que complazca todas las posturas que existen al respecto.

En el pasado he escrito sobre la actuación de nuestras Fuerzas Armadas y Policiales en el CAI. He dicho que poseen un doble y hasta un triple estatuto. El de víctimas, porque lo fueron muchas veces, el de victimarios, porque esta situación también se produjo, y el de vencedores de las bandas terroristas y pacificadores del país.

En tal sentido, me parece que definir o darle un nombre a lo que aquí comenzó a acontecer desde 1980 en adelante puede resultar sencillo, pero también muy complicado. Es sencillo porque Conflicto Armado Interno es el nombre oficial que establece el derecho internacional para casos como el nuestro, pero es complicado porque dicha denominación no satisface a todos los sectores de la sociedad.

A nuestro parecer, la solución pasa por una descripción más bien amplia de la escena, es decir, señalar que en el Perú se produjo un Conflicto Armado Interno en el que las bandas terroristas SL y MRTA asolaron al país, siendo responsables, además, de la mayor parte de bajas civiles que el enfrentamiento produjo. Estas bandas fueron combatidas por las fuerzas armadas y policiales las que también dañaron a un sector de la población civil. Finalmente, las fuerzas armadas y policiales lograron vencen a las bandas terroristas y pacificaron al país.

Entiendo cabalmente que explicar no es lo mismo que nombrar, y que, además, existen sectores radicales, a ambos lados, que, de seguro, no estarán de acuerdo con la descripción propuesta. En todo caso, saber que existe una definición que intenta reflejar todo lo ocurrido, sin negar nada y en una sola oración, podría resultar tranquilizador y hasta cierto punto consensual si la sociedad conoce que dicha definición está impresa y se difunde, por ejemplo, en los manuales escolares del Estado, tanto como en aquellos divulgados por casas editoriales privadas.

En fin, me temo que esta discusión no va a terminar nunca, pero quizá sí resulte posible generar un contexto en el cual podamos conversar del tema sin necesidad de atacarnos, dividirnos, ni de levantar la voz, así maduraremos, aunque sea un poco, como sociedad. ¿Será posible?

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS] La semana pasada circuló el pronunciamiento de un colectivo denominado Coalición Ciudadana. Entre tantos manifiestos que circulan últimamente en nuestro medio, este ha llamado la atención y ha suscitado reacciones, algunas de ellas críticas destempladas, otras comedidas en el lenguaje, pero bastante duras en los reparos que le plantean.

El pronunciamiento llama a la unidad de las organizaciones y colectivos democráticos de la sociedad. La meta es revertir la captura de las instituciones del Estado por poderes subalternos, así como promocionar el crecimiento del país a través de un Estado honesto y técnico, que aliente el desarrollo de sectores claves como la salud, la educación y la infraestructura. El documento contiene también llamamientos a la justicia social, la lucha contra la pobreza, contra la violencia de género, entre otras.

Se ha dicho que el pronunciamiento de Coalición Ciudadana reúne una serie de lugares comunes y que las metas que propone son por todos compartidas. Respecto de estas dos premisas anteriores voy a suscribir la primera, pero no la segunda. En efecto, quién no quiere un Estado moderno que a través de sus servicios promueva el desarrollo del país en alianza, por supuesto, con el sector privado. La pregunta que queda en el tablero es qué sector de la política ha hecho realmente suyas estas metas tan obvias y que, en el Perú, desgraciadamente, no son más que una utopía.

Si nos detenemos a observar la actuación de las fuerzas políticas en el Congreso, nos quedamos absolutamente vacíos, salvo uno que otro esfuerzo individual. Está claro que las agrupaciones que se sitúan a la derecha del espectro están más preocupadas por cooptar las instituciones del Estado, y no es necesario que te chanten el manido sambenito de “caviar” -otro lugar común– para constatarlo: salta a la vista. Todo el Perú se ha dado cuenta y el Ejecutivo, deslegitimado desde las lamentables muertes de hace un año, no ha logrado, ni parece interesarle mucho tampoco, erigirse en ese poder que establezca el balance y el equilibrio que constituyen los pilares más importantes de cualquier democracia.

Hay otro aspecto relevante del llamado de Coalición Ciudadana que se les ha pasado a sus críticos. El pronunciamiento impulsa el diálogo, el intercambio, buscar las coincidencias mínimas para la constitución de un centro político democrático que abarque derechas e izquierdas, siempre y cuando se mantengan dentro de los contrapesos republicanos y constitucionales. En tal sentido, la presencia de la historiadora del periodo republicano, Carmen Mc Evoy, en la plataforma, es la que mejor garantiza la búsqueda de un lugar común democrático. El mismo efecto genera la presencia en la plataforma del rector de la UNI, Dr. Alfonso López Chau, cuyas ideas, que sintetizan diversas visiones del Perú, apuntan en la misma dirección. En efecto, hablamos de un lugar común para todos los que creemos que la deliberación democrática es aún posible cuando arrecian los extremos de derecha, de la izquierda marxista y del progresismo radical.

Este no es un objetivo menor pues el debate político lo venimos perdiendo hace años. Hoy prevalece el griterío histérico de los extremismos, y este es un fenómeno global. La democracia está contra las cuerdas, se bate en retirada y nuestros derechos, conquistados en siglos de desarrollo constitucional, son cuestionados cuando no trasgredidos con total impunidad por tirios y troyanos. Volver a situarnos dentro de los límites de los derechos fundamentales, de la democracia y de sus instituciones resulta pues un lugar común fundamental, que de tan común parece que lo damos por sentado cuando en realidad se esfuma entre nuestras manos sin que siquiera tomemos nota de una tragedia cívica cuyas consecuencias ya estamos pagando y pagarán aún más las próximas generaciones si no hacemos algo al respecto.

Otra crítica a la nueva plataforma política es la presencia en ella de Marisol Pérez Tello y Mesías Guevara. Quienes vemos la política desde fuera, hemos notado claramente que, en estas duras circunstancias políticas y sociales, algunos partidos de larga data han preferido sumarse a las consignas de las fuerzas que apuestan por el copamiento institucional, antes que convertirse en bastiones de la defensa de la democracia. Así las cosas, Pérez y Guevara buscan una nueva trinchera para luchar por los principios que siempre han defendido. ¿Debemos impugnarlos por ello?

El pronunciamiento, y la conferencia de prensa que Coalición Ciudadana le han ofrecido al país constituyen una suma de lugares comunes. Pero se trata de los lugares comunes con los cuáles el Perú podría combatir la corrupción, desarrollar y modernizar el Estado, y extender la justicia social entre todos sus ciudadanos. Suerte en el empeño.

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]No quiero llenar estas líneas con perogrulladas. Qué podría añadir al debate si dijese que el Perú termina el año con una lucha de poderes bárbara, que divide a quienes quieren cooptarlo de quienes defienden su independencia y equilibrio, aunque es posible que estos últimos también tengan sus propios intereses ocultos. La política siempre fue la guerra entre el bien común y el poder, la justicia y el interés subalterno, la honestidad y la corrupción. En cada país, la correlación entre estas fuerzas es distinta, en el Perú ganan los segundos por siglos de ventaja, porque en el Perú se trata de una cuestión histórica, compuesta por robustas raíces enrevesadas bajo tierra.

En el Perú el sistema no es el que creemos ver, no es el que nos dicen los medios, no es aquel por el cual votamos cada cinco años. En el Perú el sistema es el otro, es el que está debajo, no es la ley, es la costumbre y esa costumbre de la corrupción no separa a occidentales y andinos, fractura de la que tanto se habla, notable durante el proceso eleccionario de 2021. En el Perú, el sistema subterráneo es el lugar común que relaciona lo occidental y lo andino, principalmente si hablamos del Estado y las instancias del gobierno, pero también de las altas economías formal e informal.

El tema estuvo siempre allí, en la estructura como diría Carlos Marx, y yo no soy marxista, teóricamente me gusta ser ecléctico y utilizo las herramientas que me son útiles de acuerdo con el análisis. Algo tengo claro, no me voy a amilanar por usar categorías de Marx o algún toque de los libertarios, creo en la recuperación de la deliberación que hoy vemos con nostalgia, como algo que existía en el siglo XX y que ya no existe más.

¿De verdad es este el signo del siglo XXI? ¿la intolerancia, la eliminación del contrincante, la cancelación y la guerra cultural? ¿no hay más? En todo caso, y vuelvo a Marx -qué útil resulta a veces, será porque reducía la sociedad a esquemas bastante básicos- la polarización se produce en la superestructura, por ello, hoy más que nunca, la lucha es cultural, derechas e izquierdas se entretienen en una guerra sin cuartel que nos ciega del avistamiento de los grandes cambios y permanencias en el poder mundial.

Al terminar el 2023, sigue siendo una verdad de Perogrullo que somos el mundo de las transnacionales y que las grandes mayorías, inclusive las capas intelectuales, no lo entendemos del todo, o nos dejamos llevar por las referidas guerras culturales. Imagino a China, imagino su infraestructura industrial y tecnológica, y me da la impresión de que las guerras reales van por ahí, que estamos distraídos y dispersos. Luego viene la inteligencia artificial.

Este año nos ha dejado el chat GTP que responde con bastante acierto preguntas de desarrollo de exámenes universitarios y mucho más. Lo peor, o lo mejor, es que hablamos de su primera versión. Imaginemos los años setenta, esas computadoras que abarcaban salas completas, o pisos completos de edificios del gobierno norteamericano o de las grandes empresas pioneras de la cibernética. Luego, pensemos en los primeros ordenadores personales, sin internet y con programas limitadísimos. Reflexionemos sobre todo lo que se ha avanzado en 40 años, y ahora apliquemos la ecuación a la Inteligencia Artificial. Y preguntémonos también quiénes manejan y manejarán todo eso, porque dificulto que el mundo de mediados del siglo XXI sea un mundo socialista.

¿Qué es lo que debatimos entonces? ¿qué es lo que nos enfrenta? ¿cuáles son las causas o utopías por defender? ¿o acaso ya no existen, solo que no nos hemos dado cuenta? Este año me esforcé por comprender la guerra cultural, la de los extremos – una vez más – comprendí, a medias, las radicalidades libertaria, ultraconservadora y progresista radical. Como historiador tiendo a pensar que el extremismo de hoy será superado por una era de mayor consenso y diálogo. Sin embargo, me asalta también la sospecha de que el fanatismo se nos ha ido de las manos y que, de anularnos unos a otros, si seguimos así, podemos acabar en guerras, en grotescas guerras de esas que son de verdad y que matan a muchísima gente, sólo porque optamos por la intolerancia cuando la mesa de la democracia estuvo más servida que nunca cuando cayó el muro de Berlín en 1989.

Pero después pienso en el poder real, estructural, en las multinacionales, las industrias y la tecnología, y me pregunto si esa idea de las olas históricas conservadoras y liberales pueden llegar a su fin ante el advenimiento de un planeta en el que a los hombres y mujeres se nos arrebate el derecho de tomar nuestras propias decisiones, esto es, de ser libres. Me pregunto si eso no está ocurriendo ya y que pronto colegiremos que tanto enfrentamiento cultural no fue más que un bluf, que una distracción, que una cortina cibernética que nos impidió ver lo que pasa al otro lado, lo que no podemos ver con nuestros propios ojos, aunque lo vivimos cotidianamente, todos los días, muchísimo más que la cortina de hierro que anunció al mundo Winston Churchill en 1946.

Tras esta reflexión ¿qué puedo decirles de Dina Boluarte a quien veo como quien ve al Planeta Tierra desde un confín muy en las periferias del Universo? ¿y qué decir de nuestra clase política que constituye la perversión de lo que una clase política debería ser? Esta reflexión busca la confusión, el completo caos. Porque lo más sensato que podría dejarnos el 2023 es el absoluto desconcierto, las absolutas incertidumbre y desolación. Solo cuando comprendamos que somos presas de un barullo incomprensible, que nos congracia en la conformidad con una superestructura engañosa, podremos comenzar a hacernos las preguntas que realmente valen la pena. A ver si hacemos posible lo imposible y, una vez más, tomamos al Mundo en nuestras manos, a través del conocimiento.

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS] Más allá de defensores y detractores, es evidente que algo muy malo nos está pasando, y que eso malo que nos está pasando está relacionado con la actuación del Congreso y una serie de medidas que debilitan la institucionalidad del Estado. La última de estas fue la eliminación de las PASO -elecciones primarias en los partidos políticos- manteniéndose, de esta manera, la preponderancia de sus cúpulas, así como la posibilidad de negociar -léase vender- espacios en las listas parlamentarias.

Ayer también estuvieron a punto de tumbarse a la Junta Nacional de Justicia, lo que se frustró debido a que la totalidad de sus miembros no asistió al Plenario. Sé que el rol de la JNJ divide a los peruanos, pero es también bastante evidente una maniobra congresal cuya finalidad es desactivar una institución cuyas investigaciones podrían comprometer la situación de muchos parlamentarios.

Pero mi punto es que el país no reacciona, la calle no reacciona. Hasta hace pocos años la ciudadanía peruana era como un cuarto poder del Estado que se activaba para ordenar la casa cuando era necesario. Pasó tras el cuestionado nombramiento de Manuel Merino como Presidente. La designación fue legal pero interpretada como ilegítima por multitudes que, en calles y plazas de todo el país, salieron a protestar. El resultado: dos estudiantes muertos y la renuncia del gobierno.

Sin embargo, cinco años después el Perú parece otro. Más de setenta ciudadanos murieron en las protestas de hace un año, muchos de ellos eran transeúntes, ni siquiera participaban de las movilizaciones, pero la reacción fue tibia. Entonces señalé, en algún foro, que el gobierno de Dina Boluarte tenía todas las posibilidades de durar hasta 2026, algunos pensaron que así expresaba mi apoyo al gobierno, pero no iba por ahí la cosa.

Lo que quiero decir es que los ciudadanos de bien en el Perú, que se cuentan por millones, están cansados, están aburridos, lo que es peor, están perdiendo las esperanzas. Hasta 2016, dos o tres candidaturas aglutinaban las preferencias de la población, ya se hablaba del mal menor, por supuesto, pero no en los niveles de hoy. Hoy la gente no cree en nadie y prevalecen la fragmentación y la indiferencia en un país que siempre se caracterizó por su adhesión devota a caudillos políticos que arrastraban multitudes. Es así que una sociedad política y abnegadamente creyente -pensemos por ejemplo en los arraigos de Haya de la Torre, Fernando Belaúnde y Alberto Fujimori- se ha convertido en otra, políticamente atea y hasta blasfema.

Mientras tanto, las premisas de Marx son contradichas una por una porque pasó su hora de la historia, pero también porque así es el Perú. Aquí la política condiciona la economía y no al contrario. La economía tiene buena base macroeconómica pero la clase política, ni esforzándose, podría hacer las cosas peor, entonces se desaprovecha lo que se tiene e igual generamos crisis a pesar de las cifras macro. Y por eso los jóvenes, otra vez, quieren irse del Perú.

La historia me sorprende cada tanto, y volverá a hacerlo. En la década milenio (2000-2010) les contaba a los estudiantes, refiriendo una etapa pasada de la historia, que en las décadas de los ochenta y noventa, los jóvenes se iban del Perú a labrarse un futuro al exterior. Hoy les cuento que, hasta hace cinco o diez años, los jóvenes se quedaban porque veían futuro en el país y se quedan mirándome incrédulos. La paradoja se cuenta sola.

Y este no es el efecto de una ola de larga duración histórica, ni de una crisis mundial de los precios de las materias primas tumbándose una económica tercermundista. Somos nosotros mismos los que nos hemos colocado en esta situación, o nuestras clases política y económica, para ser más claro y directo. Asimismo, la sociedad no siempre se salva, vamos al mundo informal y nos encontraremos con gente honesta trabajando al lado de dragones y monstros de todo tipo, al frente de los más deleznables negocios ilícitos.

Un Perú religiosamente creyente pero políticamente ateo, es lo que nos ha dejado el caos político de 2016 en adelante, que deviene en la guerra descarnada y descarada por el control del Estado, protagonizada por interlocutores políticos a los que ya no les importa mostrarse como son, con toda su misera, revolcándose en el fango. En suma, la corrupción política ha coronado el mayor y más pernicioso de sus objetivos: aburrir y tornar indiferentes a las gentes de bien, respecto de su propia suerte y de su propio futuro, entonces languidecen todas las resistencias. Por eso hoy ya nadie defiende nada, si acaso queda algo por defender, mientras que los jóvenes miran hacia el exterior en busca de mejores oportunidades. Una vez más en la historia del Perú, la anomia ha derrotado a la utopía.

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Corrupción Política, Desencanto Social, Indiferencia Ciudadana, Medidas del Congreso
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