Por más que algunos sectores de la derecha se empeñen en revivir políticamente a Keiko Fujimori, la realidad —tarde o temprano— se impone con la tozudez de los hechos: es, según la última encuesta de Datum, la figura más rechazada del escenario electoral, con un 59% de desaprobación, que supera incluso a personajes deleznables como Waldemar Cerrón.
Ese dato, revelador y rotundo, debería bastar para que la derecha peruana —si es que le queda algo de sentido común— comprenda que su insistencia en una candidatura inviable no solo es un ejercicio de perniciosa nostalgia política, sino una peligrosa temeridad.
Keiko Fujimori estuvo a punto de ganar en el 2021, es cierto. Pero no porque hubiese convencido al país de su “renovación” ni porque hubiese conjurado los fantasmas del pasado, sino porque su oponente era un maestro rural improvisado, rodeado de incapaces y de ideólogos radicales, cuya sola presencia hacía temblar a buena parte del electorado. Aun así, perdió. ¿Qué otra prueba se necesita para entender que el antifujimorismo no es un simple sentimiento pasajero, sino una convicción democrática profundamente arraigada?
Porque el Perú, pese a su crisis política, no ha olvidado. Las esterilizaciones forzadas, los diarios chicha, los jueces digitados desde Palacio, las masacres encubiertas, la corrupción, la compra de congresistas. Todo eso permanece en la memoria colectiva como una herida abierta, y Keiko, con su ambigua distancia del legado paterno, jamás ha sabido —ni querido— cerrarla.
Persistir en su candidatura es suicida para cualquier estrategia de la derecha democrática. No solo porque divide el voto, sino porque representa todo aquello que la ciudadanía rechaza: el autoritarismo disfrazado de orden, el oportunismo con sonrisa impostada, el pasado que se niega a desaparecer.
Si la derecha quiere tener alguna posibilidad en el 2026, deberá encontrar nuevos liderazgos, más modernos, más éticos, más libres. Insistir en Keiko es regalarle el futuro al extremismo de izquierda.
“Escuchen gente… no sé cómo esperan detener esta guerra si no pueden cantar mejor que eso… ustedes son como 300 mil huevones allá afuera… ¡quiero que comiencen a cantar!” le espetó el cantante de country-rock y psicodelia Country Joe McDonald a la multitud de hippies en el festival de Woodstock, durante agosto de 1969, para que lo acompañen durante el coro de su himno I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die rag.
La canción, lanzada originalmente en 1967, dispara una letra sarcástica y dura, en ritmo de alegre country acústico, atacando el sinsentido al que se enfrentaban los jóvenes norteamericanos que eran enrolados al ejército para pelear en Vietnam, diciendo a los padres que envíen a sus hijos pronto “antes de que sea demasiado tarde” para que después se los devuelvan en una caja.
En ese periodo, marcado por las luchas por los derechos civiles, la liberación femenina y las reacciones ante la intervención fallida de los Estados Unidos en la zona de guerra del sudeste asiático, floreció la creatividad en músicos que usaron sus talentos y popularidades para unirse al clamor masivo que no entendía de intereses geopolíticos, ansias de poder y afanes hegemónicos del Tío Sam.
Aquel festival de tres días fue uno de los puntos culminantes para ese activismo que combinó arte musical y política. Nombres como Joan Baez, Arlo Guthrie (hijo de Woody) o la trovadora Melanie estuvieron, junto con Country Joe y, por supuesto, Jimi Hendrix y su alegoría a los bombardeos, generada magistralmente desde su Fender Stratocaster blanca, tras una dramática interpretación del himno norteamericano, estuvieron entre los más visibles de una contracultura que quizás no pudo detener la guerra, pero que trató de hacer sentir su voz pra proteger la vida de sus ciudadanos.
Y todos nosotros caeremos juntos…
Quizás Bob Dylan haya sido el compositor que dedicó más tiempo a reflexionar sobre las consecuencias nefastas de las guerras, especialmente en su primer periodo, cuando era un joven tremendamente idealista. Solo por poner un ejemplo, en 1963 lanzó su segundo LP The freewheelin’ Bob Dylan, que contiene canciones como Blowin’ in the wind -un interrogatorio cargado de sensibles metáforas-, A hard rain’s a-gonna fall -que hace alusión a la guerra nuclear y sus efectos- y, especialmente, Masters of war, letra que escribió sobre una melodía tradicional británica, en la que lanza dardos venenosos contra los que arman al mundo con bombas y balas, anunciándoles que, después de enterrados, irá a pararse sobre sus tumbas para verificar que, efectivamente, ya estén todos muertos.
En años posteriores, muchas otras estrellas de diferentes géneros, desde Bruce Springsteen hasta Metallica, desde Megadeth hasta Marvin Gaye, han confrontado desde sus letras con la codicia y la maldad de aquellos barones de los poderes políticos-económicos que se benefician con cada conflicto bélico y los padecimientos físicos y emocionales de los soldados. En 1970, el cuarteto británico Black Sabbath registró en su clásico tema War pigs, incluido en su segundo LP, Paranoid, diatribas que aplicaban tanto para las dos primeras guerras mundiales como para otros enfrentamientos como Vietnam, Corea o la Guerra de los Seis Días.
Otra clásica canción que usa la guerra como tema central es Gimme shelter, de los Rolling Stones, especialmente notable pues los famosos “chicos malos” regularmente no ingresaban en esos asuntos. El tema, que abre el octavo álbum oficial de los Stones, Let it bleed (1969), destaca por la portentosa voz de Merry Clayton, vocalista de soul y gospel, clamando en los coros “¡Violación, asesinato, a solo un disparo de distancia!”. Mick Jagger y Keith Richards, autores del tema, sostiene hasta ahora que la violencia que se vivía en esos tiempos fue la principal inspiración para hacerla.
Billy Joel, el hombre del piano, jamás luchó en Vietnam. Sin embargo, haber tenido muchos compañeros que sí lo hicieron lo inspiró para escribir la emotiva Goodnight Saigon, incluida en su octavo LP, The nylon curtain (1982). El cronista neoyorquino cuenta la historia de un escuadrón que cae frente al peso del Viet Cong y resalta, desde el punto de vista norteamericano desde luego, cuestiones como la hermandad, la solidaridad en batalla y la muerte, ante una insania bélica y el honor de las ordenes que se cumplían aun sin entenderlas del todo, algo que también desliza en Allentown, exitazo del mismo disco.
¿Por qué los presidentes no van a las guerras?
Es una de las frases que cantan, a gritos, Serj Tankian y Daron Malakian en el tema B.Y.O.B., uno de los más difundidos del cuarto álbum de System Of A Down, Mezmerize (2005). El acrónimo significa “Bring your own bombs” (Trae tus propias bombas) y, en el videoclip, podemos ver a una tropa de soldados irrumpir en un concierto del grupo para levantarlos en peso. Como sabemos, la banda con raíces en Armenia ha sido una de las más activas en esto de protestar abiertamente en contra de los maestros de la guerra.
Otros títulos de su discografía como Boom! (Steal this album!, 2002), War? o P.L.U.C.K. (System Of A Down, 1998), abordan el mismo tema, ya sea con referencias a la invasión norteamericana en Irak o el genocidio que sufrió su propia estirpe, a finales del siglo XIX e inicios de XX, a manos del ejército turco, respectivamente. Por cierto, en el segundo caso la sigla significa “Politically lying, unholy, cowardly killers” (Asesinos políticamente mentirosos, impíos y cobardes). Pero el cuarteto que hace poco remeció Lima no ha sido el único grupo contemporáneo que reacciona ante la barbarie bélica.
En 1994, The Cranberries, hasta entonces una banda de pop-rock alternativo de sonido más o menos romántico, electroacústico y amable, sorprendió con una críptica canción que hablaba de bombas, pistolas y madres que lloraban a sus hijos en guerra. Zombie fue el primer single del cuarteto liderado por la recordada Dolores O’Riordan (1971-2018) que se posicionó de inmediato en la memoria colectiva y se convirtió en sinónimo del pop-rock alternativo y el grunge de esa década. Como anteriormente lo hicieron sus compatriotas U2 y The Pogues, los Cranberries compusieron Zombie pensando en los conflictos internos de su país, Irlanda.
En esos mismos años, los californianos Rage Against The Machine lanzaron un par de álbumes cargados de furia y bastante polémica, especialmente por su desinformado apoyo a la locura senderista que asoló a nuestro país, a través del video de Bombtrack, uno de los temas de su disco debut. Sin embargo, canciones como Know your enemy (Rage against the machine, 1992) o Bulls on parade (Evil empire, 1996) sí enfilaron mejor las baterías hacia las agresivas políticas norteamericanas, convirtiéndose en clásicos de la resistencia musical. Como siempre, estos justificados arrebatos terminan siendo aplastados por la realidad y por el mismo ecosistema del espectáculo que, poco a poco, los va estigmatizando e invisibilizando hasta hacerlos minorías sin peso sobre la opinión pública.
2023-2025: Una guerra que divide a estrellas del rock
Desde octubre del 2023, el mundo está sometido a la incertidumbre y la desinformación, a escalas nunca antes vistas. En año y medio, ningún medio de comunicación occidental se ha atrevido a exponer los abusos en Gaza contra las poblaciones civiles palestinas, validando aquello del “derecho a la defensa” del Estado de Israel tras los ataques terroristas de Hamás.
Y hoy, después de una semana y media de que las huestes de Benjamin Netanyahu atacaran, sin previo aviso y amparándose en rumores, a Irán, sus titulares y páginas web están llenas de las consecuencias de la respuesta del régimen teocrático, cuna del ancestral Imperio Persa, también terribles por cierto, cuyas dimensiones se niegan a reconocer, concentrándose en repetir que son injustos, inhumanos y condenables.
Esa manipulación, mezcla de intencionales sectarismos ideológicos con ignorancias de múltiples niveles, ha generado polarizaciones dentro la escena de la música popular. A diferencia de las protestas hippies reunidas presencialmente en Woodstock, hoy los debates se dan a través de las redes sociales.
El ejemplo más claro fue la reacción de Roger Waters (81), que ha compuesto álbumes como The final cut (Pink Floyd, 1983) o Amused to death (solista, 1992), dedicados también a criticar guerras como las mundiales o la invasión estadounidense a Irak. El cantante y bajista inglés calificó con extrema dureza la actitud de Bono (65), vocalista y vocero de U2. El irlandés, en uno de sus multitudinarios conciertos en Las Vegas, pidió a una masa desinformada y que suele demostrar, especialmente, una supina ignorancia respecto de todo lo que pasa en Medio Oriente, que oren con él por los jóvenes israelíes que estaban en aquel festival de música que se desarrollaba a pocos kilómetros del infierno en la franja, obviando en sus plegarias a las víctimas son asesinadas allá, cotidiana y sistemáticamente.
Del pop de Eurovisión al punk de Holocausts
Otra manifestación de cómo las campañas propagandísticas encuentran ecos en la industria musical moderna de consumo masivo se produjo hace apenas un mes, durante el conocido concurso de talentos Eurovision. Creado en 1956, el festival internacional que lanzó a la fama a artistas como ABBA (Suecia), Céline Dion (representando a Suiza), Massiel (España), la banda de heavy metal teatral Lordi (Finlandia), entre otros, se anuncia como “apolítico” desde hace años.
Sin embargo, prohibió en el 2022 la participación de Rusia a consecuencia de las hostilidades con Ucrania, otros de los competidores. A pesar de este antecedente, Eurovision no accionó sus motores de censura contra Israel para las dos ediciones posteriores a sus ataques masivos sobre Gaza. Peor aun, influyó en el voto online que se abrió en la edición 2025 -en nuestros términos, soltó al ciberespacio a un batallón de troles- para hacer que su representante, la vocalista Yuval Raphael, llegue a la final, aun cuando su actuación no había recibido calificaciones positivas del jurado. Esto motivó reacciones en países como Bélgica y España, en medio de una crisis bélica y humanitaria que lleva ya varias décadas. Por cierto Israel, sin ser un país europeo, participa en Eurovision desde 1973.
Por otro lado, en las entrañas de Jerusalén, a media hora del Muro de los Lamentos, se encuentra el Club Pérgamo, un local nocturno donde se cocina desde hace algunos años un movimiento subterráneo integrado por músicos y artistas urbanos que, con sus declaraciones, desmienten la idea de que existe unanimidad en Israel respecto de toda acción militar que intente desaparecer a una raza. “Todos los extremistas religiosos del gobierno son belicistas, se benefician política, religiosa y económicamente de esta mierda», dice Roy Elani, joven cantante y bajista de la banda de crust-punk Holocausts que han lanzado un disco, Liberation (2023), disponible en su perfil de la plataforma BandCamp con poderosos riffs de thrash metal/hardcore punk y letras cantadas en hebreo, en las que critican el supremacismo sionista, las limpiezas étnicas y todas las formas de discriminación existentes.
Entre Jerusalén, Tel Aviv y Haifa -en estos días bajo fuego iraní por la irresponsabilidad y el cinismo de los principales líderes políticos de Israel- bandas como Holocausts o Alien Fucker son solo dos de las portavoces de esta movida que reacciona, como lo hicieron en su momento los hippies de Woodstock, los punks de Londres o toda la generación de grupos extremos que, desde D.R.I. en los Estados Unidos hasta Dios Hastío en el Perú, lanzaron sus gritos de ira frente a los acomodados líderes de cuello y corbata que deciden, sin el mayor remordimiento, quiénes pueden vivir y quiénes no. O como Bob Dylan quien, también en aquel segundo álbum de 1963, lanzó Talkin’ World War III Blues, toda una premonición.
El Ministerio Público y el Poder Judicial, tal como están hoy, son instituciones mayormente corruptas, ineficientes y, además, a ojos de la opinión pública, deslegitimadas (salvo honrosas excepciones). Y su papel de impartir la ley de manera firme, honesta e independiente ha acabado en manos de camarillas mafiosas, intereses de segunda categoría y una densa mediocridad institucional.
La reforma es necesaria, sí, pero no cualquier reforma. Y, ciertamente, no una impulsada por un Congreso que no representa a nadie más que a sí mismo y una lista opaca de «intereses especiales».
¿Se puede creer que un poder del Estado que está podrido hasta la médula, cuyos legisladores desprecian la legalidad, que hacen leyes para comprar votos y dictan normas a la medida para protegerse, tengan la autoridad moral para «reorganizar» la justicia? Sería como poner a un incendiario a cargo del cuartel de bomberos. El resultado no sería la purificación de la justicia, sino su transformación definitiva en un arma política de venganza, extorsión y autoritarismo.
El Perú requiere una buena justicia. No perfecta, pero respetada. Para ello se necesitará una cruzada cívica, no un pacto parlamentario. Es el papel de la sociedad civil, los colegios profesionales, la academia y los medios de comunicación libres, liderar una reforma que pueda hacer al ciudadano volver a creer que existe el estado de derecho. Y este cambio debe ser profundo, técnico, institucional, pero, sobre todo, democrático. No se cura el cáncer con veneno.
[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]Recién el Papa León XIV, en carta dirigida a los periodistas peruanos que denunciaron el caso del Sodalicio de la vida cristiana y sus víctimas, ha señalado que <<hoy, vuelvo a elevar la voz con preocupación y esperanza al mirar hacia mi amado pueblo del Perú. En este tiempo de profundas tensiones institucionales y sociales, defender el periodismo libre y ético no es solo un acto de justicia, sino un deber de todos aquellos que anhelan una democracia sólida y participativa>>.
El mensaje de nuestro Santo Padre atañe al Perú y a la profunda crisis moral e institucional en la que estamos inmersos. Sin embargo, he querido enfocar las palabras del Sumo Pontífice desde una mirada global, internacional, pues la deriva de la democracia peruana es también reflejo de una coyuntura mundial en la que nos hemos olvidado de los derechos humanos más elementales y de las más básicas normas de convivencia entre las naciones.
Entrevistado hace poco por una institución académica, respecto de los cambios y continuidades entre los pontificados de Francisco y León XIV, señalé que un tema que debe levantar la Iglesia Católica en los actuales tiempos es la indisoluble relación entre dos conceptos fundamentales: cristianismo y democracia.
La democracia contemporánea es un bien devaluado, es un cascarón, un esqueleto carente de órganos y de piel que le den vida. El drama es aciago pues ilumina, en medio de una lúgubre oscuridad, a las fuerzas que la han doblegado: los extremismos.
En esta columna hemos señalado reiteradas veces que la crisis global de la democracia como sistema político, pero también como marco que regula la vida entre los seres humanos, responde a los radicalismos progresistas. Estos radicalismos impusieron la cancelación, el olvido o supresión de eventos históricos <<políticamente incorrectos>> y han pretendido dividir a la humanidad en clanes o tribus, atentando así contra la universalidad de los Derechos Humanos.
También hemos denunciado la responsabilidad del ultraconservadurismo, el libertarismo y el ultranacionalismo que también pisotean Derechos Humanos, que difunden ideológicas misóginas y homofóbicas. Sus gobiernos transgreden cada vez con menos pudor el cerco de la democracia, la ley y las garantías constitucionales con la intención de apropiarse de los aparatos estatales bajo la forma de dictaduras soterradas.
Al 2025, el ultraconservadurismo ha inclinado la balanza a su favor luego de posicionar a Donald Trump como su líder global. Esta versión de Trump viene corregida y aumentada, no tienes límites, la legalidad internacional no le significa absolutamente nada y, en Irán, acaba de dar los primeros pasos – o bombazos- de lo que muy pronto podría convertirse en la Tercera Guerra Mundial.
Progresistas radicales y ultraconservadores son responsables del olvido de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así como de la amnesia selectiva frente a derechos fundamentales del ser humano que están para ser respetados y defendidos en todos los casos.
Marx decía que la violencia es la partera de la historia y en parte llevaba razón. Lo cierto es que las guerras existen desde que decidimos sedentarizarnos y aparentemente no dejarán de existir aunque a veces da la impresión de que si ocurren, o si no se resuelven, es básicamente porque los seres humanos no somos capaces de transigir en soluciones básicas, elementales, que resolverían niños si se les plantease el problema en el aula de su escuela.
A pesar de que las guerras son de siempre, con la democracia y el orden mundial establecido en 1948 se avanzó en la edificación de un mundo que resolviese sus controversias en virtud de valores universales. Por eso aprecio tanto el llamado de León XIV a construir una democracia sólida y participativa que resulta también un llamado a la recuperación de los derechos fundamentales y del respeto a la vida, valor cristiano por excelencia.
Señálelo más seguido y con más fuerza, Papa peruano.
[MIGRANTE DE PASO] “El hombre no es otra cosa que lo que hace.” “El hombre se define por sus actos.” Estoy de acuerdo con aquel excéntrico filósofo Jean Paul Sartre, pero hace unos días actué como todo lo que no quiero ser: prepotente, pedante e impulsivo. Siguiendo esa lógica, fui un patán y un agresivo. Yo, que me guío por mis ídolos ficticios, el viejo Gandalf hubiera estado decepcionado. Si bien todos somos malos y buenos a la vez, la idea es inclinarte hacia el lado positivo. Lo cortés no quita lo valiente. Lo tomo como aspectos por mejorar. Sin embargo, si me sentí mal, no soy un psicópata.
Regresaba de hacer ejercicio hacia la casa de mis padres, manejaba un buen carro. Llegando para estacionarme encuentro una grúa y a una encargada de la municipalidad. No sabía qué pasaba, pero inmediatamente me puse de mal humor. Le dije a la señorita si podían mover la grúa; lamentablemente, mi voz es muy grave y, como diría mi madre: “Tú no hablas, ladras.” Yo no me doy cuenta, siento el malestar, pero no percibo cómo es visto desde afuera; es algo desagradable tanto para mí como para quienes me rodean. Es difícil aceptar defectos, pero me considero una persona capaz de recapacitar.
Estacioné de manera agresiva y me bajé queriendo imponer presencia cuando no era necesario. Bajé y fui directo a encarar a la encargada. Movimientos bruscos con los brazos y manos mientras hablaba. “Es ilegal lo que estás haciendo, vienen a intimidar con la grúa, han malogrado la cuadra,” dije esas cosas, que no son insultos, pero sonaban como tal. Luego entré molesto, después de mirar feo a alguien que solo hacía su trabajo. Me quedé con malos ánimos todo el día, malogré mucho por una nimiedad. Me sentí ridículo.
Cómo se vio: un blanquito, grande y alto, se baja agresivo de un auto de lujo; literal, el perfil del tipo más odiado en nuestro país. Mis palabras parecían gritos en tono alto y la gente se quedaba mirándome como si fuera un loco. No los juzgo porque, efectivamente, me comporté como tal. Fui desmedido y se me vio abusivo. La verdad es que nadie merece ser tratado así y cometí un error por una simple calentura. Ni siquiera di tiempo a explicaciones. En algún momento fue recurrente mi impulsividad. Hace tiempo no pasaba, pero esta vez, como ya saben, ocurrió.
Falleció Aureliano. Era tarde, casi madrugada, no regresaba a Lima por varios meses. Disfrutaba la brisa y neblina del mar que caracteriza nuestra Costa Verde. Ese tipo de neblina tan espesa que ni el mar de al lado ni el carro del frente son visibles. La bahía limeña se vuelve misteriosa. Llegué a mi cuadra. “La ‘U’ ganó,” me dice la clásica voz ronca y con una gracia particular de Aureliano, quien estuvo en la cuadra desde que tengo memoria. Gran tipo, nos defendía y cuidaba cuando jugábamos en las calles. “Francesco,” me decía. Nunca supe si lo decía de broma o en verdad pensaba que ese era mi nombre; siempre lo tomé con cariño. A ese simpático saludo, le respondí de mal humor. Nuevamente mis gestos y tono de voz incrementaron la intensidad de lo que estaba diciendo. No volteé a ver, simplemente entré a mi casa. Quise buscarlo, pero no lo encontraba; quería pedir perdón. De un momento a otro se le dejó de ver por la calle barranquina. Recuerdo que había perdido peso radicalmente los últimos años. Hace unos días llegó un mensaje al grupo familiar donde informaban de su muerte, un mensaje con su cara. Era una imagen vieja, pero resaltaba su sonrisa, una que siempre me mostraba desde que regresaba del colegio. Nunca pedí perdón, y me arrepiento. No sé si fue algo mayor, pero me quedo con que tal vez le hice daño a alguien que solo me deseaba bien. Es importante pensar en ese tipo de cosas, porque te das cuenta de que el poco control emocional puede herir, incomodar e, incluso, generar un arrepentimiento que en el caso mencionado no tendrá redención. Es imposible saber cuándo verás a alguien por última vez, así que es mejor ser amable, tengas el problema que tengas.
Pensándolo bien, eso que me pasó no es raro en el Perú. La bronca fácil, el grito antes que la palabra, el gesto duro como escudo. Lo ves en la calle, en las combis, en los taxis, en la cola del banco. Todo parece una competencia de quién impone más. Y sí, a veces estamos tan cansados de todo que solo queremos sacar la frustración con alguien, aunque no tenga la culpa. Como yo con la encargada. Como yo con Aureliano. Cosas mínimas, pero que se te quedan grabadas.
Vivimos acelerados, tensos, con el fastidio a flor de piel. Y no es solo culpa de uno. Es el país también. La desconfianza, la impaciencia, la desigualdad que se siente en cada esquina. Es como si todos lleváramos una espina clavada. Pero eso no nos quita responsabilidad. Porque así como la política está podrida, también nosotros podemos pudrir un momento con una sola palabra mal dicha. Ojalá podamos cambiar eso. Bajar un poco el tono. Ser más suaves entre nosotros. No siempre se puede, pero al menos intentarlo. A veces basta una mirada distinta para que todo no termine como un arrepentimiento más.
Cualesquiera sean los méritos de la idea de evitar un Irán con armas nucleares, ese bombardeo llevado a cabo por órdenes de Donald Trump anoche es un acto inaceptable de provocación, una nueva manifestación de este neocolonialismo militar que Estados Unidos ha estado decidido a llevar a cabo con la arrogancia del pasado, como si el mundo no hubiera cambiado después de la caída del Muro de Berlín.
Lo que se pretende como una operación defensiva quirúrgica para la seguridad internacional no es más que una maniobra retórica, característica del corazón megalómano del expresidente, que no hace diferencia entre espectáculo y tragedia en su populismo.
No para contener el conflicto, sino para liberar sus demonios es lo que ha hecho Trump. Irán tomará represalias, el mundo islámico radical explotará y los aliados europeos mirarán estupefactos ante una elección que no compartieron ni les fue consultada. Pero la pregunta más importante es el precedente: si Washington va a intervenir donde le plazca intervenir, ¿por qué no dejar que Pekín tome Taiwán con un espíritu similar? ¿Por qué el mundo no permitiría que Moscú escale su cruzada imperial en Ucrania?
La crudeza de esto va más allá de su efecto inmediato respecto del mensaje que transmite: que el orden internacional puede ser desechado si un líder con obsesiones mesiánicas así lo decide. Trump también ha socavado la posición de Estados Unidos como juez internacional y ha invitado a otras potencias con una mentalidad similar, China, Rusia e incluso otras más pequeñas, a sentirse igualmente autorizadas para adoptarlo.
Esto no es un acto de defensa discursiva; es un acto de vanidad vanagloriada bajo el disfraz de virtud. Y, como ha sido tan a menudo cierto en la historia, cuando los imperios actúan con soberbia, lo que sigue no es paz, sino catástrofe. La especie humana aún parece no haber aprendido a discriminar entre la lógica de la razón y el capricho de la fuerza bruta.
–La del estribo: extraordinaria puesta en escena la de Querido Evan Hansen, bajo la dirección general de Roberto Ángeles, la dirección de movimiento escénico de Vania Masías y la dirección vocal de Denisse Dibós. Ganadora del premio Tony, en Broadway, la obra va en el Teatro Nos hasta el 13 de julio. Entradas en Teleticket.
Ojalá, sí, ojalá que la segunda vuelta presidencial del 2026 nos devuelva un país en donde la política no sea el arte de incendiar la pradera, sino el noble oficio de gobernar con sensatez y firmeza. Porque ya basta, de una vez por todas, de los extremos que han convertido al Perú en un campo de batalla entre fanáticos de uno y otro signo. La izquierda ciega que añora la hoz y el martillo; la derecha obtusa que idolatra la mano dura y el mercantilismo salvaje. Ambas, en su radicalismo pueril, están dispuestas a dinamitar lo que queda de institucionalidad.
La democracia no sobrevive con demagogos, ni con caudillos. Necesita líderes. Y nombres hay, afortunadamente, aunque les falte aún estructura partidaria o empuje electoral. Alfonso López Chau, sobrio y académico; Lucio Castro, con su vocación por la educación pública; Rafael Belaunde y Carlos Espá, liberales con sentido del Estado; Carlos Anderson y Jorge Nieto, progresistas sin veleidades populistas; Alfredo Barnechea, sensato e ilustrado; Roberto Chiabra, con el temple de un militar que cree en la ley. Ninguno perfecto, pero todos mejores que la jauría antisistema que acecha.
Deseamos que el Perú encuentre en ellos, o en otros de similar talante, una alternativa posible. Porque más allá del color ideológico, lo urgente es recuperar el espíritu republicano: el respeto a las formas, la vigencia del derecho, la economía responsable, y una ética pública que no sea mero discurso.
De lo contrario, seguiremos atrapados en esta espiral de desgobierno, histeria y ruina. Y será entonces el país el que pague —como ya viene pagando— el precio de haber convertido la política en un circo donde solo gritan los más locos. Nos merecemos algo mejor.
En los Andes peruanos, esa tierra altiva y castigada, se está gestando el posible renacimiento de una izquierda que, bajo diversas máscaras, no ha dejado de estar presente allí. No se trata ya de un caudillo aislado ni de un exabrupto electoral. Esta vez, la izquierda tiene posibilidades reales. El sur andino, siempre olvidado, indignado y doliente, representa casi el 20% del electorado nacional y, según todos los indicios, votará en un 80% por opciones que se reivindican antisistema, antiempresariales, anticapitalistas.
Si a ese núcleo le sumamos los votos del centro y norte andino, así como los bolsones de pobreza y frustración en las periferias urbanas de Lima, Trujillo o Arequipa, el resultado podría ser una masa electoral cercana al 25% del total nacional. Lo suficiente, incluso, para que no uno, sino dos candidatos de izquierda disputen la segunda vuelta. No sería la primera vez que el Perú elige con el hígado, pero sería, tal vez, la más peligrosa.
Ante esta amenaza, la derecha —incluida la derecha bruta y achorada que se parte hasta en tres o cuatro pedazos— continúa actuando con una irresponsabilidad suicida. Dividida en más de una decena de candidaturas, interesada en disputarse los despojos del poder antes que en construir una opción liberal moderna, le está regalando el pase libre a los agitadores.
El Perú, si no reacciona con lucidez, corre el riesgo de repetir su peor historia. Los populistas, ya sea de izquierda o derecha, prosperan cuando los demócratas vacilan o se pulverizan en la intrascendencia. El voto andino, harto de promesas incumplidas, buscará venganza, no esperanza. Y el país entero puede pagar, una vez más, el precio de su ceguera.
El huevo de la serpiente está siendo incubado silenciosamente, pero con furia en el Perú. Cuando el gobierno se ahoga en mediocridad e ineptitud y los ministros se niegan a ejecutar, cuando los congresistas se niegan a legislar y un presidente ostenta que no presidirá, el camino hacia el caos institucional está engrasado.
El descenso hacia un abismo, uno muy amplio, es, hay que decirlo, difícil de revertir. No solo se está presenciando una crisis circunstancial, sino que estamos siendo testigos de la aparentemente lenta destrucción de los aspectos civilizatorios más básicos que mantienen la esperanza de la democracia en orden funcional.
Es el Congreso convertido en un lodazal, legislando en su propio nombre. El Poder Judicial y el Ministerio Público colonizados por sectas; ya no son un refugio de justicia sino una herramienta de venganza y cálculo político. La Policía y las Fuerzas Armadas devenidas en fuerzas de choque corruptas.
En medio de ese espanto ya no hay, hasta donde alcanza la vista, nada parecido a la institucionalidad y la fatiga ciudadana está madurando perniciosamente. El vacío, en el que no hay partidos, ni ideas ni líderes sensatos, será inevitablemente llenado —tarde o temprano— por un Mesías charlatán, un outsider que encienda pasiones y se monte en el descontento, como fue el caso, en el pasado reciente, de Pedro Castillo. Aún no se le ve en las encuestas, pero su sombra se desliza por los callejones de la desilusión.
No deberíamos sorprendernos de encontrarlo. Estamos dándole vida, con cada expresión de cinismo, con cada mentira oficial, cada acto en favor de la decencia traicionada. Y cuando llegue, no tendremos a quién culpar más que a nosotros mismos y a nuestro país inyectado con veneno, respecto del que fuimos demasiado cobardes para colocar fuera de su miseria. Entonces será demasiado tarde para lamentarse, como siempre.