[ENTRE BRUJAS] La intervención de Dina Boluarte en la Asamblea General de las Naciones Unidas ha dejado más sombras que luces. Su discurso, presentado en la cuna de los derechos humanos, no solo los desconoce: los distorsiona y los ataca de manera burda.

Boluarte habló de discursos de odio, de totalitarismos y de falsos relatos que —según ella— destruyen la democracia. En otro contexto, podría sonar convincente. Pero escuchar estas palabras de una presidenta que ha pactado con sectores xenófobos, machistas y racistas, y que tolera la impunidad del crimen organizado, solo revela un cinismo difícil de digerir.

En su narrativa, las protestas ciudadanas no son expresiones legítimas de descontento: son obra de “terroristas” y “extremistas”. Con esa etiqueta, le resulta fácil criminalizar la protesta y acallar voces críticas, especialmente en las regiones históricamente marginadas.

La igualdad de género es otra piedra en su zapato. Por eso ha tejido alianzas con los sectores más fundamentalistas del país, buscando desmontar avances y desconocer la evidencia científica que cuestiona la exclusión estructural. Promueve enfoque únicamente “familista”,  en el que las mujeres dejan de ser sujetas de derechos para convertirse en meras piezas funcionales de un modelo conservador.

Aunque no lo dijo en voz alta, su concepto de “ideologías de odio” parece englobar a la propia igualdad de género. Y lo expresó nada menos que en la sede de la ONU, institución que ha puesto la igualdad como principio universal y que consagra, en el ODS 5, la meta de empoderar a mujeres y niñas. La paradoja raya en lo insultante.

El cinismo fue más allá cuando defendió la Ley de Amnistía. No se esperaba que la reconozca como lo que es: un atentado contra los derechos humanos y una afrenta a las víctimas; pero se atrevió legitimar a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad y que nada tuvieron que ver con la lucha contra el terrorismo. Nadie niega que esta si fue una ideología de odio y violencia que arrasó el país, pero ampararse en esto para desplegar horror no puede ser justificado.

Boluarte así justificó lo injustificable.

Pero lo más sorprendente fue escucharla proclamarse defensora de la democracia, asegurando que en el Perú existe Estado de derecho y separación de poderes. La realidad desmiente sus palabras: un Tribunal Constitucional sin independencia, una Defensoría sin liderazgo autónomo, una Junta Nacional de Justicia intervenida, una Fiscalía bajo presión y un Congreso aliado incondicional del Ejecutivo. El colapso democrático comienza cuando los poderes del Estado dejan de ser contrapesos, y en el Perú eso ya es una realidad.

Boluarte también habló de la necesidad de reformar a la ONU para “adaptarla a los tiempos actuales”. ¿Se refiere a los tiempos de autoritarismo y discursos de odio? , ¿A los tiempos en que se criminaliza a migrantes, mujeres y defensores de derechos? Una verdadera reforma solo puede partir del respeto a los principios fundacionales de la organización, no de su claudicación frente a las fuerzas que buscan socavarlos.

En su discurso, dedicó apenas unas frases a las mujeres y niñas. Lo justo para la foto, para la ovación diplomática. Detrás de las palabras vacías se esconde una política concreta: retroceder en derechos, debilitar la igualdad y reducir la agenda de género a un eslogan sin contenido.

El discurso en la ONU fue una muestra clara de que el autoritarismo no siempre se presenta con gritos y uniformes; a veces llega disfrazado de “defensa de la democracia”.

[ENTRE BRUJAS] La promulgación de la ley de amnistía en el Perú es una afrenta directa a la memoria, la verdad, la justicia y a las víctimas, bloqueando sus procesos de reparación. Nadie puede negar que la violencia política que sacudió al país entre los años 1989 -2000 fue iniciada por los grupos terroristas, especialmente Sendero Luminoso, cuyas acciones sangrientas dejaron un saldo devastador. El Estado tenía derecho —y obligación— de responder para proteger a la población. Sin embargo, ese derecho legítimo no podía usarse por los agentes estatales para, con taras racistas y clasistas, desplegar practicas brutales que llevaron a graves violaciones de derechos humanos: violaciones sexuales, muchas de ellas colectivas y sistemáticas; torturas; desapariciones forzadas; ejecuciones extrajudiciales. Estas atrocidades golpearon a las comunidades más vulnerables del país, y entre ellas, de manera particular y brutal, a mujeres, niñas, adultos mayores, en su mayoría quechuhablantes o de territorios indígenas.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación documentó que la violencia sexual fue usada de manera sistemática como arma de guerra: mujeres fueron violadas delante de sus hijos, niñas fueron sometidas por grupos de soldados, y muchas víctimas quedaron embarazadas producto de estas agresiones. Estos crímenes no solo buscaban humillar y destruir a las víctimas, sino desintegrar el tejido social de comunidades enteras. Son violaciones que, por su gravedad implican una responsabilidad penal que trasciende el paso del tiempo, se constituyen en crímenes de lesa humanidad y no prescriben.

Las matanzas de Putis, Accomarca, Barrios Altos, Socos y tantas otras no son episodios aislados: son heridas abiertas y deudas pendientes de reparar. En Putis, alrededor de 92 personas —casi la mitad menores de edad— fueron asesinadas y enterradas en fosas comunes, tras haber sido sometidas a tratos crueles y abusos. En Accomarca, 69 comuneros, entre ellos mujeres embarazadas y niñas, fueron ejecutados y sus cuerpos quemados para borrar la evidencia. En Barrios Altos, 15 personas, incluido un niño de ocho años, fueron acribilladas por un escuadrón paramilitar. En Socos, 32 civiles fueron masacrados en una noche por efectivos de la Guardia Civil.  Es a estos criminales despiadados a quienes hoy se pone como héroes y se celebra.

Quienes defienden a estos criminales son cómplices y se han encargado de construir una narrativa falsa; ya que no son héroes de la “patria”, muchos de los verdaderos policias y militares que si hicieron su trabajo éticamente y lucharon por alcanzar la paz, han sido olvidados por aquellos mismos que hoy protegen a algunos y promuevan la amnistía de delincuentes.

Solo puedo expresar mi consternación y solidaridad frente los familiares de víctimas, ya que sus procesos de verdad, justicia y reparación quedan bloqueados, avivando nuevamente la llama del olvido. La amnistía recién aprobada no solo cierra las puertas a cientos de juicios en curso, sino que anula condenas firmes, incluyendo aquellas por violencia sexual. Esto significa que responsables de crímenes contra mujeres, niñas y adolescentes, podrán quedar libres sin cumplir sus penas y en total impunidad.

El retroceso no se limita al plano interno. Esta decisión coloca al Perú de espaldas a sus compromisos internacionales. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido de manera inequívoca que las leyes de amnistía que protegen crímenes de lesa humanidad —incluyendo la violencia sexual— son incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Al ignorar estos fallos, el Estado peruano entra en abierta rebeldía contra un tribunal cuya jurisdicción aceptó libremente, debilitando su legitimidad frente a la comunidad internacional. A ello se suma el impulso de acciones para salir de su jurisdicción, como la creación de una mesa de trabajo que reevaluará la permanencia del Perú en el Sistema Interamericano y discursos que respaldan esta salida.

Lo más indignante es que esta ley ha sido celebrada por algunos de los condenados, como si se tratara de un triunfo personal, mientras las víctimas, siguen esperando justicia. La presidenta Dina Boluarte, al firmar y avalar esta norma, ha optado por la impunidad, enviando un mensaje claro y devastador: en el Perú, incluso los crímenes más atroces pueden quedar sin castigo.

Esta amnistía no borra los crímenes ni sana las heridas: solo oficializa el olvido y le da un marco legal a la injusticia. Hoy, más que nunca, debemos recordar que sin justicia no hay reconciliación, y sin memoria no hay futuro. El silencio o la indiferencia frente a este atropello es, en sí misma, una forma de complicidad.

[OPINIÓN] La lucha contra la violencia de género en el Perú exige coherencia en todos los niveles del Estado. Por ello, resulta preocupante que Gino Augusto Tomas Ríos Patio continúe ejerciendo la presidencia de la Junta Nacional de Justicia (JNJ), pese a contar con una sentencia por violencia familiar. Su designación y permanencia en este cargo no solo representan una grave omisión ética, sino también una afrenta a los principios democráticos y de justicia que deben regir las instituciones públicas.

Desde el 6 de enero de 2025, el señor Gino Ríos encabeza este órgano autónomo responsable de la selección, nombramiento, ratificación y destitución de jueces y fiscales. Su rol es estratégico en la garantía de un sistema judicial independiente e imparcial. Sin embargo, ¿cómo puede una persona con antecedentes de violencia ejercer este rol con legitimidad? ¿Qué mensaje se transmite a las víctimas y a la ciudadanía cuando se tolera este tipo de designaciones?

La confianza en el sistema de justicia se construye cuando quienes aplican la ley también la respetan. La presencia de autoridades con estos antecedentes es contraproducente y vulnera los principios de idoneidad y probidad que la propia JNJ establece como requisitos esenciales para el ejercicio de la función jurisdiccional.

El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) ha sido claro en su llamado a los Estados para garantizar la independencia, imparcialidad e integridad de sus sistemas judiciales. Permitir que una persona condenada por violencia presida la institución que define el futuro del Poder Judicial contradice estas obligaciones internacionales y debilita seriamente el Estado de derecho.

Esta situación es especialmente grave en un país donde más del 75 % de la población aún justifica o tolera la violencia, y donde en lo que va del año ya se han registrado más de 78 feminicidios. La permanencia de Gino Ríos en la presidencia de la JNJ no es un hecho menor: es la expresión de una institucionalidad que, en lugar de erradicar la violencia, la normaliza desde las más altas esferas del poder.

No podemos —ni debemos— permanecer indiferentes. La ciudadanía tiene el derecho y la responsabilidad de exigir integridad y coherencia en la gestión pública. La lucha contra la violencia de género no se limita a campañas o declaraciones: se materializa en decisiones políticas y administrativas concretas. Exigir la salida de quien no cumple con los estándares éticos mínimos es un acto de defensa democrática.

La vacancia de este funcionario es un asunto de interés público. Organizaciones especialistas en la materia como el CMP Flora Tristán, Manuela Ramos, Demus, Promsex y Cladem han exigido la destitución de Gino Ríos, amparándose en el reglamento de la JNJ, las leyes nacionales y la dimensión ética. Esperemos que la indiferencia y la corrupción no se impongan.

 

[ENTRE BRUJAS] La gran mayoría de la población conoce algún caso de violencia contra las mujeres, ya sea en el entorno de pareja, en el espacio público o en el entorno familiar. Lamentablemente, se trata de un problema cotidiano, común y doloroso.

Aunque en el país se han logrado importantes avances en la prevención y sanción de estos crímenes, aún son insuficientes. Las cifras lo evidencian: miles de denuncias anuales por violencia sexual, agresiones físicas y psicológicas, así como feminicidios —162 en el año 2024— cada vez más crueles, reflejan una realidad terrible, que nos golpea a diario y contra la que debemos seguir luchando.

Durante años, no solo quienes nos identificamos como feministas, sino también muchas otras mujeres y hombres, han asumido un firme compromiso en esta lucha, generando una corriente de rechazo y preocupación que no debe detenerse ni debilitarse. Aunque la marcha Ni Una Menos no fue la primera en la historia de nuestro país, sí fue la más multitudinaria y diversa, al reunir a personas de diferentes estratos socioeconómicos, identidades, generaciones y roles en la sociedad. Definitivamente, fue un hito que marcó un punto de inflexión, generando la esperanza de reducir la tolerancia hacia la violencia de género en nuestro país.

Sin embargo, la actual crisis democrática y los retrocesos en materia de igualdad impulsados desde el Congreso, con el silencio o aval del Ejecutivo, afectan directamente la lucha contra la violencia hacia las mujeres y los integrantes del grupo familiar.

En este contexto, el congresista Alejandro Muñante, de la agrupación política Renovación Popular, ha presentado el proyecto legislativo N.º 11561/2021-CR, con el cual se busca amedrentar y criminalizar a las sobrevivientes de violencia de género y violencia familiar. La situación es grave, y la ciudadanía no puede permanecer ajena ante un escenario que podría tener un fuerte impacto en sus vidas y en las de sus seres queridos o entorno.

En concreto, esta absurda propuesta plantea sancionar a quienes supuestamente presentan “denuncias falsas”, promoviendo nuevamente el mito de que las víctimas mienten. Además, propone sanciones e inhabilitación para abogados, médicos, peritos o cualquier otro especialista involucrado en una denuncia, en caso de que esta sea considerada falsa. Es decir, si un especialista emite una opinión o certificado y luego la denuncia no prospera, podría ser sancionado.

Esta iniciativa, completamente misógina y con tintes revanchistas por parte de agresores, solo logrará que menos mujeres se atrevan a denunciar por miedo a ser criminalizadas. También empeorará la ya deficiente atención de los operadores de servicios y justicia, quienes actuarán no solo desde la desinformación, sino ahora también desde el temor.

Según la ENDES 2024, del total de mujeres que han sufrido violencia por parte de su pareja, solo el 29 % denuncia, precisamente por temor a la estigmatización y porque sienten que denunciar no da resultados. Por otro lado, un estudio del Poder Judicial reveló que entre 2018 y 2023, solo el 1 % de las denuncias llegó a una sentencia favorable a las víctimas. Así de dramática es la situación.

Esto no significa que las denuncias sean falsas, sino que el sistema les falla a las víctimas. Además, muchas abandonan los procesos por factores ajenos a la veracidad de los hechos, en un contexto de desprotección, estigmatización y hostilidad que las presiona constantemente.

Cualquiera que conozca a una mujer que ha sufrido violencia y ha tenido el valor de denunciar, sabe lo difícil que es el camino que enfrentar y acceder a la justicia: largo, hostil y lleno de dudas.

Las agresiones físicas, psicológicas y los delitos sexuales quedan impunes en nuestro país, sumiendo en la impotencia y el dolor a las víctimas y sus familias. Esta impunidad convierte al Estado en una entidad lejana y aumenta la desconfianza en las autoridades. Cada agresor que queda impune representa un riesgo para todas.

La mayoría de agresores sexuales de niñas —incluso aquellos que las asesinaron— ya tenían antecedentes de violencia contra otras mujeres o niñas. Denuncias previas que fueron desestimadas, delitos que no se sancionaron. La impunidad solo refuerza al criminal y a su poder.

No hay nada más miserable e indignante que utilizar este contexto de impunidad y de regreso de lógicas machistas, para proponer una norma como la mencionada. Intentar desalentar las denuncias y criminalizar a quienes no logran probar los hechos es una forma vil de quitarles a las mujeres el derecho a defenderse, a denunciar, a acceder a la justicia y a preservar su dignidad.

No solo los congresistas, sino toda la ciudadanía debe rechazar propuestas como esta, por su carácter absurdo y la falta de sustento técnico, pero sobre todo porque representan vehículos de impunidad y mecanismos para despojar de dignidad a todas las mujeres y niñas que sufren violencia en este país.

Los medios de comunicación que se comprometen con la lucha contra la violencia hacia las mujeres deben hacerlo con ética y respetando la dignidad de la víctima y el dolor de sus familiares.
Informar o hacer reportajes sobre casos no puede ser un acto sensacionalista e irresponsable, sino un aporte a la lucha contra este problema que cobra la vida de cientos de mujeres y deja en la orfandad a niños/as y en el dolor a familias enteras.

La libertad de expresión es fundamental en toda democracia. Sin embargo, esta no puede confundirse con libertad para dañar, revictimizar, estigmatizar y vulnerar la dignidad de las familias. Este derecho fundamental tiene límites y se encuentra en el derecho de las personas a vivir libres de discriminación y sin violencia.

El programa que emite América TV, llamado «Evidencia Oculta», el pasado domingo 18 de mayo ha emitido un reportaje sobre el caso de Solsiret Rodríguez, víctima de desaparición y feminicidio, cuyo caso litiga el CMP Flora Tristán. Lamentablemente, lejos de informar, el “reportaje” ha difundido información inexacta y, con absoluta crueldad e irresponsabilidad, ha atentado contra la dignidad de sus familiares al brindar afirmaciones estigmatizantes de la víctima.

Este no es un hecho aislado; otras emisiones del mismo programa, sobre otros casos, han seguido el mismo camino, vulnerando derechos y difamando a quienes ya no tienen voz, burlándose, así, del dolor de las familias.

Frente a ello, la organización que litiga el caso desde hace años, tratando de encontrar justicia y acompañando a la familia, ha emitido un comunicado que comparto a continuación.

No es solo rating, es machismo, es indiferencia, es indolencia.
Luchar contra la violencia hacia las mujeres es un acto transformador, que amerita mucha responsabilidad y posturas éticas. Programas como el descrito hacen tanto daño como la violencia misma.

[Entre Brujas] Lo sucedido en Pataz, la tortura y asesinato de 13 trabajadores vinculados a la minera empresa R&R, contratista de la minera Poderosa, es una de las expresiones más crueles del nivel de criminalidad que atraviesa el país y de la indolencia de un Estado cómplice por acción y omisión.

Culpables, todos. No solo el gobierno que lamentablemente tenemos —por indiferente, superficial e incompetente—, sino también el Congreso, por generar normas que limitan los controles y favorecen a la minería ilegal. Esta actividad está asociada y facilita otros crímenes como el lavado de dinero, el narcotráfico y la trata de mujeres y niñas. Dramas álgidos en nuestro país.

La ciudadanía está indignada y tiene miedo. No es para menos. Pero el cinismo de las autoridades actuales llega a tal nivel que las salidas —populistas y absurdas siempre— no se concentran en el problema real, porque no les interesa. Es más importante calmar el fuego del momento con aparentes medidas drásticas y tardías (como el toque de queda, la instalación de una base militar y la suspensión de la actividad minera), que atender los problemas de fondo.

Al gobierno le interesa salir del momento, apagar el escándalo actual, no los problemas estructurales del país. El populismo y el negacionismo cínico son parte de todo gobierno autoritario. Recordemos las lamentables afirmaciones del primer ministro respecto al secuestro de los trabajadores, que días después fueron encontrados cruelmente asesinados.

Los esfuerzos del gobierno, junto a sus aliados en el Congreso, están enfocados en traerse abajo a la oposición, así como toda posibilidad de vigilancia y de crítica. No es casual que se arremeta contra el Ministerio Público, como tampoco es coincidencia que, justamente en este escenario de impunidad y abandono, se apruebe una norma para perseguir y hostigar a las organizaciones de la sociedad civil, buscando acallar sus denuncias y su actuación (Ley que modifica a la APCI).

Todo lo bueno va para atrás. A esto se suman los retrocesos en el Congreso en materia de garantías para el ejercicio de derechos de poblaciones vulnerables, ataques diarios, con tantas propuestas normativas regresivas que se hace imposible darles seguimiento a todas.

El autoritarismo solo es funcional para la criminalidad, la impunidad y la corrupción. Por ello, defender las libertades, la democracia y la pluralidad es tan importante. Se trata de paz, de poder vivir en un entorno con garantías. Todo esto que estábamos débilmente construyendo, se nos está arrebatando. 

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Es parte del balance que deberían hacer todas las fuerzas políticas, o donde aún subsistan personas o políticos responsables, de cara al próximo proceso electoral.

Por ahora, es la ciudadanía responsable la que debe alzar su voz, y la que, dentro de un año, tiene la posibilidad de volver a elegir. 

Tags:

Indolencia Estatal

La partida del Papa Francisco ha conmovido a creyentes y no creyentes. Esta figura pública y líder de la Iglesia Católica no fue un hombre sin errores. A lo largo de su vida supo reconocerlos (incluyendo los cometidos durante la dictadura en Argentina), evidenciando así su humana imperfección.

Este Jesuita de carisma particular se ganó la admiración de católicos, ateos y agnósticos porque hizo lo que ningún Papa se atrevió a hacer: enfrentó la pederastia, se opuso a las guerras de forma clara, a la persecución de migrantes, al enriquecimiento desmedido; renunció a la opulencia del Vaticano y se mostró en contra del cambio climático.

Francisco, para el caso peruano, ha sido extremadamente relevante. No solo pidió perdón por los abusos sexuales al interior de la Iglesia; cerró una de las organizaciones más nefastas: el Sodalicio de Vida Cristiana, escuchando a las víctimas y dando validez a las investigaciones realizadas por los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz, quienes sufrieron –además– actos de hostigamiento que fueron escuchados por el Sumo Pontífice.

Ese solo hecho, que implica enfrentar el patriarcado en la cuna del mismo, es valioso y digno de admiración. Fue su última obra, pero lo hizo, brindando un espacio de sosiego a las víctimas al devolverles la dignidad.

De otro lado, quienes pretenden colocar al Papa como súper progresista o feminista se equivocan. Claro que tuvo posturas mucho más abiertas, compasivas y dialogantes frente a temas de debate social, pero también tuvo sus límites. Me hubiera gustado decir que era un papa feminista, pero no es así. Tampoco creo que se le podía pedir más.

Francisco mostró una actitud de reconocimiento de la dignidad humana para todos, señalando, por ejemplo, que las personas LGBTIQ+ “son hijos de Dios” y, en ese sentido, amados.

Además, criticó a quienes esparcen el odio y expulsan a sus hijos de casa por esta causa, comprendiendo que este hecho solo genera más dolor y pidiendo abrazar a cada ser humano en sus diferencias.

En cuanto al aborto, solo pidió pensar y hacer más por las mujeres que sufren esta angustia, evitando juzgar con dureza y comprendiendo las desigualdades que están alrededor del problema.

Francisco alzó con claridad y sin miedo su voz en contra de las guerras, se solidarizó con Palestina, se indignó y abrazó a los migrantes, reconociendo el drama que muchos viven. Habló del enriquecimiento desmedido y la corrupción, señalando al cambio climático como una de sus consecuencias. Enfrentó resistencias, pero se mantuvo del lado de los más necesitados, rechazando la opulencia absurda de la Iglesia.

Fue así un buen hombre. Una persona que habló desde la empatía, el sentido de humanidad y de bondad. Por ello, se ganó la admiración de gran parte de la población, incluso de aquella crítica y opuesta a la jerarquía de la Iglesia Católica.

Así, Francisco coincidió con muchos principios feministas como la igualdad, sin llegar a coincidir en todo. Pero abrazó la lucha contra varias formas de discriminación y rechazó los discursos de odio. Eso es bastante.

Amado por muchos y odiado por otros, sobre todo por quienes insisten en sembrar odio en el mundo.

Se le reconoce el entender de justicia e igualdad; enfrentando las resistencias. No sé si se le podía pedir más.

Hace varios años, un jesuita querido, al conocer mi trabajo, me dijo: “hay muchos caminos para llegar a Dios”. Y desde ahí entendí que, si pensamos en el bien, los caminos (a pesar de las diferencias) se pueden encontrar.

Francisco, también jesuita, dialogando con diferentes luchas sociales, ha afirmado el mismo precepto. La humanidad necesita bondad, dignidad y derechos, no odios ni individualismos que solo nos siguen destruyendo.

Me quedo con el último discurso del Papa Francisco, en donde, aun al final de su vida, le preocupa la involución del mundo, denunciando un afán de muerte y violencia que nos está deshumanizando. En este resalta su preocupación por las mujeres y la niñez, principales víctimasde un planeta que se sumerge en la barbarie con la risa de quienes lo provocan.

Tras su muerte queda su obra, pero también se abre un nuevo periodo. Esperemos que este no traiga de regreso lo más retrógrado, medieval y cruel de la Iglesia, ya que, de ser así, se complicaría aún más el escenario global.

Que vuele alto Francisco y que su partida no sea centro de aprovechamiento político de quienes, con descaro, contribuyen a empobrecer el país y la humanidad.

El embarazo infantil es una forma de violencia que pone en grave riesgo la salud física y mental de las víctimas.  En el Perú, miles de niñas, adolescentes y mujeres son forzadas a enfrentar embarazos no deseados como consecuencia de una violación sexual, exponiéndolas a sufrimientos equiparables a la tortura.

Desde 2023 hasta la fecha, 2,554 niñas menores de 14 años han sido obligadas a continuar con gestaciones producto de la violencia. A pesar de las alarmantes cifras, el Estado no ha implementado medidas suficientes para prevenir tanto la violencia sexual como la desprotección en la que quedan las víctimas de este crimen.

El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y el Comité de los derechos del niño (CDN), ha instado al Estado peruano a tomar medidas urgentes para proteger a esta población, incluida la despenalización del aborto en casos de violación sexual. Sin embargo, a pesar de algunos avances, se presentan retrocesos peligrosos, especialmente en lo que respecta al aborto terapéutico, un derecho reconocido por el Código Penal desde 1924, pero que no siempre se garantiza en la práctica.

Una niña de 13 años violentada que intentó suicidarse quedó atrapada entre el conservadurismo y la indolencia. LC necesitaba una operación con urgencia para evitar más daños en su salud, pero la operación no podían realizarla porque estaba gestando. Su madre solicitó la interrupción terapéutica del embarazo, pero esta le fue negada. LC quedó parapléjica para siempre. 

Otra niña de 13 años, Camila, quien quedó embarazada producto de los constantes ataques sexuales de su padre, sufría dolores físicos y crisis emocionales. La madre solicitó el aborto terapéutico y este le fue negado. Posteriormente perdió naturalmente la gestación y fue criminalizada por autoaborto. Extendiendo con ello su sufrimiento y el de su madre. 

Ambos son casos emblemáticos por haber sido litigados en instancias internacionales y encontrar al Estado Peruano responsable de la vulneración de derechos a estas niñas. 

A pesar de esta realidad, las cifras de miles de niñas en situaciones similares parecen no importar a las autoridades actuales. Ni al Ejecutivo ni al Legislativo. Por el contrario, se viene hostilizando a los médicos y presionando para retroceder en la implementación de este derecho. Las autoridades niegan o pretenden desconocer que una gestación en una niña menor de 14 años pone en gravísimo riesgo su salud física y por supuesto la mental. 

De hecho, las cifras de mortalidad de materna son mayores en esta población, pues sus cuerpos no están preparados para una gestación. Obligarlas es un acto cruel y muchas veces un asesinato. El año pasado, una niña de 13 años falleció durante el parto. Responsables todos. 

El aborto terapéutico es un derecho humano, y negárselo a las niñas violentadas sexualmente es vulnerar su integridad. El Congreso de la República debe cumplir su rol de fiscalización, pero no debe usar esta facultad para amedrentar y hostilizar a quienes en cumplimiento de su función defienden los derechos y la salud de las niñas.

Lamentablemente el rol del Ministerio de Salud es indolente. Por ejemplo, se conoce que altos funcionarios del MINSA, están presionando a las autoridades del Instituto Nacional Materno Perinatal para que cambien la Guía de práctica clínica y de procedimiento para la atención del aborto terapéutico, aprobada en el 2024 y que busca clarificar la Guía Nacional aprobada en el 2014. 

Es decir, las autoridades indolentes frente a la realidad y solo preocupados por sus alianzas y negociaciones políticas, plantean retrocesos que no les afectan, pero que si precarizan y ponen en riesgo la vida de cientos de pequeñas que tienen que sufrir su irresponsabilidad y ambición. 

Como ciudadanos y ciudadanas, podemos mitigar esto, exigiendo a las autoridades proteger la vida de las niñas. 

Son niñas, no madres. 

Tags:

NiñasNoMadres

Uno de los avances más importantes en la sanción de la violencia contra las mujeres fue la tipificación del feminicidio (2011) como un crimen específico en el país.

La norma que estableció este delito tuvo varias modificaciones orientadas a considerar los escenarios de riesgo y los tipos de feminicidio, sin limitarlo solo a los crímenes en relaciones afectivas. Se trata de una de las primeras leyes peruanas que reconoce a las mujeres como sujetas de derecho de manera específica, evidenciando las realidades desiguales que enfrentan.

Si bien la inclusión de este delito permitió establecer sanciones, también facilitó el desarrollo de políticas para investigar el fenómeno y profundizar en el análisis de los riesgos, una etapa fundamental para la prevención.

El camino para lograrlo no fue fácil. Antes de que esta categoría se incorporara al ordenamiento jurídico y penal del país, el asesinato de mujeres y niñas en escenarios de violencia de género era calificado como “crimen de honor” o “crimen pasional”. De esta forma, se justificaba la conducta del agresor y se invisibilizaban los trasfondos de discriminación que precedían al hecho.

La tipificación del delito también ayudó a sensibilizar a la ciudadanía sobre un problema de larga data. Además, permitió reconocer que la violencia contra las mujeres tiene consecuencias mortales y que puede ocurrir tanto en espacios públicos como privados, a manos de personas cercanas o desconocidas.

Cuando se dice que el feminicidio es el asesinato de una mujer por su condición de tal, se señala que, lamentablemente, existe un significado social construido a partir de la realidad biológica. Es decir, se imponen mandatos, estereotipos, comportamientos, roles y expectativas que afectan la autonomía de las mujeres y las exponen a mayor vulnerabilidad ante la violencia, lo cual es injusto.

Para categorizar este delito, se realizaron estudios que evidenciaron su prevalencia y permitieron generar un registro nacional de casos. Según estos, los agresores justificaban sus acciones alegando que la mujer les discutió, les interpuso una demanda de alimentos, se negó a continuar la relación, rechazó tener intimidad sexual o simplemente no accedió a sus proposiciones. En muchos casos, existían antecedentes de violencia, pero en otros no. También existen los feminicidios producto de la violencia sexual, casos terribles y recurrentes en el país.

En otras palabras, el feminicidio es un crimen específico en el ordenamiento penal, que sanciona la agresión extrema contra mujeres y niñas, cuya prevención es responsabilidad del Estado.

No todos los casos ocurren en relaciones de pareja o expareja. Recordemos el trágico caso de Eyvi Ágreda, una joven que fue rociada con combustible en un transporte público por un acosador con quien no tenía vínculo alguno. Eyvi falleció, y su muerte trágica impulsó a las autoridades a tomar más medidas para enfrentar el problema, incorporando el acoso como un factor de riesgo.

A más de diez años de la tipificación de este crimen, algunos se preguntan por qué sigue ocurriendo. Ningún delito desaparece por el simple hecho de tipificarse. Su inclusión en el ordenamiento penal es una expresión de rechazo desde el Estado y un mecanismo de sanción, pero no la única solución.

Quienes hemos trabajado en este tema por años insistimos en que no solo es necesaria la sanción, sino también la prevención de la violencia contra las mujeres. Mientras este fenómeno exista, el problema continuará.

El feminicidio es el último eslabón en una cadena de violencias contra las mujeres, un desenlace trágico al que no se debería llegar.

En el contexto actual, caracterizado no por una ola de retrocesos, sino por un tsunami de ataques contra las medidas de igualdad, la congresista y pastora Milagros Jáuregui, en un intento caprichoso por desmantelar los avances en materia de derechos de las mujeres, ha presentado un proyecto de ley para eliminar este delito y reducirlo a un simple “asesinato en relaciones de pareja”. No hay propuesta más ideologizada ni más vergonzosa que esta, contraria a las víctimas de feminicidio y a sus familias.

El 2024 terminó con una cifra trágica de 162 feminicidios (MIMP, 2025). Hace pocos días, una niña murió víctima de la cruel violencia sexual. En un país que llora la vida de decenas de mujeres y niñas cuyos crímenes debieron prevenirse, la congresista ocupa su tiempo en desmantelar las medidas destinadas a sancionar y prevenir estos hechos.

Ante semejante actitud, le pregunto a Milagros Jáuregui: ¿qué daño le hace la tipificación de este delito? ¿Por qué le da la espalda a las madres que lloran a sus hijas asesinadas y claman por justicia? ¿Por qué retroceder en esta materia y permitir más impunidad?

Claramente, estos son los caprichos del poder.

Tags:

Feminicidio, NoMáRetrocesos
Página 1 de 12 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12
x