Cambio de mesa, la mirada ciega de Borges seguía retándome, su amigo parecía reírse al costado. Con los escritores a la vista, agarro la amplia carta verde. Los cafés ofrecen más comida que cualquier restaurante, es tendencia en las cafeterías de barrio, donde sea puedes comer un bife de chorizo.
Unos tostados y un café me acompañaron junto con la sabiduría del mesero en esta joya porteña. No se siente hostilidad por ningún lado. Las paredes llenas de fotos de automóviles viejos y de estética peculiar. Una belleza peligrosa. “Antes de que prohibieran las carreras Recoleta-Tigre, el café ya se había vuelto de recurrencia cultural. Todos los meseros que conocieron a Borges ya no están: fallecidos o jubilados. Ellos comían en el restaurante cuando estaba separada de la confitería. En 1994 se unificó”-, me comentó el mesero de 64 años mientras me servía un café.
Al terminar, la barra de lujo antiguo me tentó a un fernet con Coca Cola. Me lo tomé de unos cuantos sorbos. Me mareó rápido. Qué cómodo me sentía en la barra centenaria. “El Aleph”, “Las ruinas circulares”, invadían mi mente. Era un copiloto de carrera que leía ficciones de Borges a toda velocidad.
Salí en un divagar de ideas, las piernas temblorosas por el trago, aún era temprano. No volteé a despedirme, ya que lo frecuento y seguiré haciéndolo. Mis recuerdos fueron acogidos nuevamente en el paseo Chabuca Granda y caminé en mi recuerdo construido: uno en el que mi madre me arrullaba cantándome “Duerme Negrito”.