[La columna deca(n)dente] A más corrupción, más oración
«Y yo les pido con profunda humildad que oren, que recen por todas las autoridades para que no flaqueemos, para que no seamos tentados a robar», fueron las palabras de Hania Pérez de Cuéllar, hasta ayer ministra de Vivienda, quien, en un arranque de sinceridad, ha revelado la estrategia para erradicar la corrupción en el gobierno y en el parlamento: la oración. Rezar por las autoridades para que no sucumban a la tentación de robar.
Por fin, después de años de lucha contra la corrupción, de leyes y regulaciones, de comités y comisiones, se ha encontrado la solución definitiva. Ya no se necesita más transparencia, ni rendición de cuentas, ni control ciudadano. Solo es necesario cerrar los ojos, unir las manos y pedir a Dios que guíe a las autoridades electas y a los congresistas por el sendero de la honestidad.
Pérez de Cuéllar ha descubierto que la corrupción no es un problema de estructuras, incentivos, poder o dinero. No, es simplemente un problema de falta de fe. Y la fe, como todos sabemos, mueve montañas… y también fondos públicos.
Con esta innovadora estrategia gubernamental, podemos olvidarnos de la necesidad de reformas políticas y económicas. No necesitamos más educación cívica ni participación ciudadana. Solo más iglesias y templos, y más ciudadanos que recen con devoción para proteger las conciencias de nuestras autoridades y parlamentarios.
La implementación de este plan espiritual seguramente transformará la manera en que entendemos la gestión pública. Los auditores serán reemplazados por sacerdotes y las investigaciones, por plegarias. Olvidemos las tediosas denuncias judiciales y los informes de transparencia: basta con multiplicar las misas para mantener a raya la corrupción. ¡Vade retro, corrupción!
Así, las comisiones de ética podrían ser reconfiguradas como grupos de oración parlamentaria. Los debates en el Congreso ya no serán sobre leyes complicadas o reformas técnicas, sino sobre la mejor manera de orar colectivamente para expiar los pecados de nuestros congresistas.
En este nuevo y espiritual escenario, la verdadera responsabilidad recae sobre todos nosotros. Si en algún momento un funcionario público cayera en la tentación, no sería su culpa, sino nuestra. Quizás no oramos lo suficiente o no lo hicimos con la convicción necesaria. Al final, la corrupción ya no será vista como un fracaso del sistema, sino como una prueba de fe que todos debemos enfrentar juntos. Amén.