[MIGRANTE AL PASO]  Hace unos meses conversaba con mis padres sobre la posibilidad de irme a vivir un tiempo a otro lado, desde China, Japón o cualquier lugar fuera de Latinoamérica. De preferencia un idioma nuevo y una cultura totalmente distinta. Estoy aburrido de que pase siempre lo mismo. En esa conversación mi humor se descontroló y le dije a mis padres, molesto: Odio al Perú, lo detesto. No sé si les ha pasado decir algo en voz alta así, no lo sientas en realidad. Fue algo como eso. Por orgullo tonto no retiré mis palabras y me quedé pensando en eso bastante tiempo. Me pareció percibir un poco de decepción, no es normal que alguien suelte esas palabras hacia su propio país. Estaba desesperado y simplemente lo dije. Si bien no es cierto, el cariño hacia mi país está dirigido a la gente, su historia y cultura. Porque a los parásitos que nos gobiernan desde hace décadas sí se merecen el odio y no solo el mío, el de todos. No sé si, feliz o lamentablemente, el Perú va a ser parte de mi identidad donde esté y prefiero pensar que es algo bueno. Después de todo, la nacionalidad es eso, una identidad. A veces uno puede irse lejos, cambiar de idioma, de paisaje o de costumbres, pero hay cosas que se quedan grabadas. Los sabores, las calles, las canciones, la forma en que la gente se saluda o se ayuda. Todo eso te sigue donde vayas, aunque intentes ignorarlo.

Regresé de viaje la semana pasada, había hablado con amigos sobre qué estaba pasando en el país, pero al llegar fue que me di cuenta de la magnitud. ¿Estamos en un país perdido? Me pregunto siempre. ¿Qué futuro tiene la gente de nuestro país, si quienes deben de cuidarnos o protegernos hacen todo lo contrario? Es como nacer con una sentencia y la verdad que es insoportable. Puedo ponerme en los zapatos de millones de personas que saben que están abandonados por lo que debería ser un sistema que los incluya. No se tienen más que a ellos mismos para salir adelante, algo que parece imposible en un lugar donde el poder está totalmente desbalanceado.

Hemos tenido 8 presidentes en menos de 10 años. Si eso no es una crisis prolongada y un indicador de que las riendas del país ya no las tiene nadie, no sé qué más deba pasar. Salió una noticia que entre el 2018 y el 2024 más de dos mil policías habían tenido investigaciones de violencia en el hogar. Me atrevo a pensar que eso no debe representar ni el 10% de la realidad. Ellos son los que tienen pistola y ellos son los que reprimen las protestas. Si no cuidan ni a sus familias, ¿qué van a cuidar a unos desconocidos? Encima tienen la falta de empatía de menospreciar el problema de las extorsiones y de minimizar el pedido de las personas que han salido a marchar.


En lo que va del año se han registrado más de 18 mil denuncias por extorsión, es decir, 75 denuncias diarias aproximadamente. 3 de cada 10 personas en Lima han sido víctimas de extorsión o conocen a alguien que lo ha sido. Al igual que con la cifra de policías debe haber más del doble que no denuncia por miedo. Un miedo totalmente comprensible porque el costo es que te maten a balazos. Solo me ha pasado una vez que me apuntaron con un arma y fue una experiencia espantosa, sabía que estaba a un mal movimiento del ladrón para que dispare y me muera. Todas estas personas viven eso a diario y peor. Cada día salen a trabajar con la incertidumbre de si regresarán, de si los llamarán por teléfono para exigirles dinero o los seguirán por la calle. Vivir así no es vida, es resistencia.

Así es la situación de nuestro país, un país en el que te duermes y al día siguiente ya tienes otro presidente. Como sucedió esta semana. Si bien nadie quería a Dina, solo un 1% que para mí solo era el margen de error que se toma en cuenta en toda encuesta, ella por más inepta e irresponsable no era el mal final. El verdadero problema son solo 130 personas, que se encuentran incrustadas en el Congreso como si fueran garrapatas. Me daría vergüenza formar parte de ese grupo rastrero. Es en sus manos donde recae la responsabilidad de la desdicha de más de 30 millones. No son solo los transportistas o las pequeñas empresas quienes están siendo apuntados por armas, es todo el país el que se encuentra en ese lugar. Lamentablemente, estas mafias ya se encuentran dentro del gobierno y no se me ocurre una manera de eliminarlos con nuestro sistema enmarañado de justicia. Simplemente nada funciona. Solo quiero no tener razón en esas palabras descontroladas que dije hace unos meses, aunque cada día que pasa me cuesta un poco más creerlo.

[MIGRANTE AL PASO]  Después de dos años regresé a Buenos Aires, donde viví un buen tiempo. Desde antes de subirme al avión todo se sentía raro, como si algo en mí estuviera fuera de lugar. Siendo honesto, no sabía muy bien qué sentir o si realmente quería regresar o no. Fue una época confusa, donde aprendí demasiado, pero también descubrí aspectos intensos y oscuros sobre mí mismo y sobre la vida en general. Durante el vuelo estaba algo desesperado; me había olvidado de los aviones de Aerolíneas Argentinas: sucios, antiguos y estrechos. Si mides 1.80 metros o más, vas a tener un mal vuelo sí o sí. Yo no duermo en los vuelos, así que iba recordando todo lo que había vivido en ese país. Incluso sentí ansiedad después de mucho tiempo sin experimentarla.

Al llegar al aeropuerto fue peor aún. Desde niño no hacía una cola de dos horas en migraciones, donde te pedían hasta el pasaje de vuelta y revisaban todo con una desconfianza exagerada. La diferencia de trato hacia personas con ciertos rasgos específicos era demasiado evidente. Hace menos de un mes estuve en Estados Unidos y, a pesar de todos los problemas que han estado ocurriendo, fue mucho más tranquilo el paso por migraciones. Igual, nunca te puedes guiar por esas comparaciones. Parece que ser un energúmeno con autoestima baja es casi un requisito para ese trabajo. En fin, puse un pie afuera del aeropuerto y todo cambió de golpe: la gente era amable, sonriente, y en el trayecto hacia mi hotel me di cuenta de que me había olvidado de lo bonita que es la ciudad, con un clima rarísimo. Hace calor y frío a la vez, algo que parece imposible, pero sucede aquí.

Después de descansar un rato, escribí a unos amigos o conocidos, pero ninguno me contestó. Eran tres nada más. No los culpo tampoco: yo decidí desaparecer de sus vidas primero. A algunos incluso los borré de mis redes sociales porque quería eliminar ese momento de mi vida, pero es imposible borrar el pasado. No sentí tristeza, así que probablemente mucho no me importaban. De hecho, mejor que no me hayan contestado. A veces creo que tengo un problema con ese tipo de cosas, porque no es la primera vez que me ocurre. Cuando estuve en Canadá de adolescente por dos meses, me dejaron en el aeropuerto para regresar a Lima y me dieron un regalo. Cuando perdí contacto visual con ellos, boté el regalo a la basura y nunca más hablé con ninguno. ¿Está mal o bien? No lo sé y tampoco importa demasiado.

Como había dormido bastante cuando llegué, se me desestructuró un poco el horario y estuve durmiendo tarde. Busqué qué tan lejos estaba de mi antiguo departamento, donde vivía. En el mapa la ubicación estaba guardada como “casa”. Me había olvidado de ese detalle. Nunca pensé en ese departamento como un hogar; estaba muy lejos de eso, la verdad. Fui caminando. Poco a poco me iba acordando de las calles, de los huecos en el pavimento y de los grafitis que siguen iguales. Llegué y me quedé un rato viendo el edificio. Seguía el portero viejo y renegón, que me caía mal desde siempre. Recordé lo desagradable que me resultaba. Estaba parado en la esquina de Arenales con Azcuénaga, me fumé unos cuantos cigarros antes de seguir caminando. Por esas calles solía caminar de madrugada, escuchando música porque no podía dormir, cientos de noches iguales. Recordaba también el apagón de cuatro días por el calor intenso, las voces de la gente gritando cuando Argentina metía un gol, alguna que otra pelea en las calles, los psicólogos, las pastillas, el insomnio y las semanas sin hablar con nadie. Felizmente ya no estoy en esa situación. No fue Buenos Aires, fui yo. Esta ciudad me parece encantadora, con defectos comunes de cualquier ciudad de Latinoamérica, pero no deja de ser genial.

Me demoré en escribir esta crónica. Era una mezcla de miedo con frustración. No me salían las palabras y dudaba demasiado. Hay mil cosas que podría decir, pero preferí enfocarlo en lo que significa regresar a un lugar en el que he vivido. Un lugar hermoso, pero no un lugar que supe disfrutar en su momento. Siendo sincero, yo no quería venir. Mi padre insistía en que lo haga y, por más inteligente que seas, no se puede superar la sabiduría de alguien que ha vivido más que tú. Así que hice caso. Y efectivamente, en solo estos días siento un gran cambio. Era algo que tenía que enfrentar y lo estoy haciendo.

Ayer en la noche, cuando no sabía qué escribir, aparecían en mi cabeza miles de ideas para trabajar en ficción, que es lo que siempre he querido. Como si hubiera tenido una especie de cierre con algo que no me daba cuenta de que seguía abierto. Como una herida que no había terminado de cicatrizar. Ahora, por fin, llegó el momento en el que puedo reírme de esos años y, al mismo tiempo, usarlos como un recuerdo que ya no pesa tanto, sino que se transforma en un impulso para lo que viene.

[Migrante al paso]  Pensando en ropa. Ahora en tiempo de descanso, viendo la serie sobre Balenciaga, el diseñador, y cómo fue cambiando sus diseños desde antes de la Segunda Guerra Mundial. De repente pensé que ya me toca comprarme ropa. Pero todavía no, me faltan diez kilos por bajar y de ahí recién. Puede sonar superficial, y efectivamente lo es, pero si te pones ropa que te gusta, que te acomoda y en la que te ves bien, tiene un efecto positivo que no se queda en lo superficial. Es algo con lo que siempre he estado de acuerdo, pero nunca lo he cumplido. Al final, tu apariencia es como una casa.

Siempre recuerdo una de las normas esenciales del hogar de mis padres. Desde que éramos niños, si un foco se malograba, se cambiaba inmediatamente. Lo mismo con la pintura o con cualquier detalle que pudiera dar la impresión de descuido. No era un acto de vanidad, sino un principio que tenía influencia directa en el estado mental de todos en casa. En los ochenta hicieron un estudio en el que dejaban autos en cuadras al azar en distintos lugares, con la luna rota o sin placa, básicamente señales de abandono. A los días, los autos eran vandalizados y el entorno se volvía más propenso a actos criminales. Ante la percepción de que algo no está siendo cuidado, aparece una vulnerabilidad mayor a lo negativo. Lo mismo se aplica a la apariencia personal.

La semana pasada fui al gimnasio todos los días con mi hermano. Y cada día él me repetía que me comprara zapatillas deportivas y ropa especial para hacer ejercicio. Al inicio me parecía innecesario, pero terminé haciéndole caso. Comencé a ponerme ropa de deporte y, no sé si fue una ilusión o no, pero mi desempeño mejoró. Incluso podía utilizar más peso. Mi madre me lo dice desde que tengo memoria: “¿Cómo vas a salir así a la calle?”, me decía con cara de que estaba loco. Mi abuela lo mismo. Para salir de la casa tenía que pasar por esos dos comentarios sí o sí. Y tenían razón, aunque yo lo llevaba al extremo.


De chico me iba a la bodega de la esquina en pijama y descalzo. Mi hermano también tuvo una época parecida; creo que la dejó cuando alguien le gritó “¡vagabundo!” desde un carro. Hasta ahora me mato de risa de ese recuerdo. Nos deben haber querido matar de vergüenza. Incluso en el colegio, cuando iba en chanclas en verano, bajaba al recreo descalzo y jugaba fútbol así, con los pies en carne viva contra el cemento. Una vez, en un viaje escolar a Cusco —de esos que había una vez al año—, no me bañé en toda la semana porque no había agua caliente. Recuerdo que solo llevé un jean y fue lo único que usé en todo el viaje. En mi defensa, aún no había desarrollado, así que no llegaba a oler mal… o eso quiero pensar.

Después de mucho tiempo con ese estilo de vida —excluyendo lo de no bañarme, que fue un caso extremo de ese viaje escolar— poco a poco me fui sintiendo mal. Porque le fui quitando valor a la práctica de cuidarse a uno mismo. Desde entonces, ha sido por épocas: a veces cuido mi apariencia y a veces la descuido. Y no es coincidencia que cuando me he sentido bien emocionalmente, también me he arreglado más. En cambio, en los periodos difíciles, lo he dejado de lado.

Ahora tengo 31 años, y dicen que a partir de los 35 todo es cuesta abajo. Por eso he decidido cuidarme en todo sentido: físico, mental y emocional. No quiero llegar a esa edad sin conocer mi máximo potencial. Pienso que, si no llego a experimentarlo, tal vez nunca llegue a conocerme del todo.

Esa forma de ser me acompaña desde muy chico. Cuando tenía 14 o 15 años, seguía siendo un niño en comparación con mis amigos. Ellos ya pensaban en chicas, en los primeros tragos, en fiestas. Yo seguía más preocupado por los videojuegos, los animes y el fútbol. Cuando comenzó la época de los quinceañeros, recuerdo que iba con mis zapatillas de fútbol y un buzo. No soportaba la ropa incómoda; sentía que era como ponerme una camisa de fuerza. Usar zapatos de terno era una tortura. Igual, en ese momento todavía tenía la excusa de que era un niño.

Pero luego creces, y ya no puedes seguir así. No porque se vea mal o porque importe demasiado lo que piensen los demás, sino por lo que significa en la relación con uno mismo. A veces me pongo a pensar en eso: cómo lo externo, lo que parece más superficial, termina filtrándose en la manera en que te percibes. Es extraño, porque todavía me debato entre esas dos posturas: la del que no le da importancia y la del que sí la reconoce. No lo he resuelto del todo, no es algo que pueda cerrar con una lección aprendida. Más bien es una pregunta que todavía me acompaña: hasta qué punto la forma de vestirme me define, y hasta qué punto puedo seguir siendo yo sin darle tanta vuelta a ese tema.

[MIGRANTE AL PASO] Comenzó cuando tenía 25 años. No podía dormir y sentía que la vida se me adelantaba. Conocí a un psiquiatra y psicoanalista que por fin respeté y lo haré siempre. Comencé a tomar medicamentos de manera no tan estricta. Me olvidaba y, en fin, la cosa no era tan grave. Solo una vida sin motivación personal alguna, pero estaba tranquilo dentro de todo, salvo malos humores y actitudes repentinas que podían escalar. Después de unos años en Argentina, entre subestimar la soledad y ser alguien que no tiene mucha facilidad para hacer amistades, el insomnio se volvió insoportable. Primero días, luego semanas; al final perdí la cuenta. Creo que batí el récord de tiempo sin dormir. Cuando lo hacía no sé si era caer somnoliento o desmayado. Se puso grave, más de lo normal. No tengo ninguna enfermedad cerebral ni nada, pero si la salud mental puede generar un cáncer, también te puede dejar sin sueño muchos días. Comencé a tomar medicamentos más potentes: venlafaxina, quetiapina, estabilizadores anímicos; me bombardearon de pastillas y yo las acepté porque solo quería poder descansar sin importar el costo. Una de las principales causas de locura temporal o variaciones es justamente la falta excesiva de sueño.

Me ayudó en su momento. Descansé. Pero no me di cuenta de que esas pastillas literalmente cambian la estructura de tu mente, por lo tanto tu personalidad, actitud e incluso tu identidad. No estoy en contra de la psiquiatría, me gustaría dejarlo claro, pero sí siento que es algo que debería tomarse más en serio y no como sucede actualmente: vas a cualquier especialista, le mientes un poco y sales con blísteres de ansiolíticos o lo que quieras. Yo lo he hecho de más chico y, ¿qué hacía? Lo utilizaba recreativamente, por ponerlo bonito. Mi psicólogo murió y continué terapia y los medicamentos con otra persona que también me ayudó mucho. Pero algo ya no era igual. Era el momento de por fin cumplir lo último que me pidió. No era dejar terapia, pero igual lo hice. Tampoco dejar las pastillas; igual lo hice. ¿Qué era? Tomar las riendas de mi vida; también lo hice. Para hacerlo necesitaba mi mente despejada; no podía tomar los antipsicóticos porque, para retomar el control, dormir hasta las 2 de la tarde no ayudaba. No digo que ya esté todo bajo control, pero un cambio drástico sí se ha dado. Desde cómo me veo hasta cómo pienso. Sigo siendo un poco loco, pero aceptar mi locura para aprender a controlarla es la única manera de ser el propio piloto de mi vida.

FOTO

A comienzos de este año tomé el primer paso y conversé con mi psicóloga del momento para decirle que necesitaba intentarlo yo solo. Necesitaba probar algo nuevo porque me lo pedía mi propia intuición. Al comienzo me costó y me vi obligado a hacer deporte gracias a una buena conversación con mi hermano. Comencé a tomar suplementos naturales como creatina, ashawandha y vitaminas, entre otras. Nada que me haga daño y solo me fortalezca. Día a día. Pasaron unos meses y me comencé a ver distinto yo mismo. Esos pequeños cambios que iban apareciendo me motivaban a seguir. Aún estoy a mitad de camino, pero el ánimo, la fuerza y la motivación comenzaron a renacer dentro de mí. Había pasado mucho tiempo y muchos intentos para por fin recuperar las ganas de mejorar. Despertarme sonriendo, irme a dormir con ganas de vivir el día siguiente eran cosas que extrañaba y necesitaba. Sigo siendo un renegón, susceptible a menosprecios e incomodidades; cada vez sé manejarlo mejor. Y a eso apunto. Ser lo suficientemente fuerte, en todo sentido, para que nimiedades no logren sacarme de quicio y saber ignorarlas. Ya que al final no tengo nada que demostrarle a nadie más que a mí.

Eso de mente y cuerpo es una realidad. Lo que muchos no entienden es que es todo junto, como uno. No son dos caras de una moneda; es la moneda entera. Mente y cuerpo son lo mismo. Y cada uno tiene su propia metodología. En mi caso, no soy un buen gestor ni planeador, así que tengo que ir adaptándome mientras actúo. Me despierto y no tengo que pensar ni dudar. Pensar en qué harían mis fuentes de inspiración e ir a entrenar; después mi día se ordena solo y avanzo. No digo que sea la manera exclusiva de hacer las cosas: cada uno tiene su propia fórmula y parece que ya encontré la mía. Sin pastillas ni torturas mentales. No escribo esto para que hagan lo mismo que yo. Más bien, para motivar a quienes creen que ya no hay nada que hacer: siempre se pueden probar nuevos acercamientos para lo que quieras y así, solamente así, haciendo cosas es que cambian las cosas. Ahora disfruto de escribir, leer, ver películas como lo hacía cuando era niño. En lo que antes parecía disociarme, ahora estoy presente. Me gusta pensar que con estos cambios la gente que me rodea también está más tranquila y contenta. Así es sentirse bien, tal como lo imaginaba.

[MIGRANTE AL PASO]  Después de estar en Canadá por un intercambio obligado en el que debía pensar sobre mi futuro, específicamente qué y dónde estudiar. Estaba bastante perdido, ahora lo sigo estando, pero menos felizmente. Claramente, no pensé nada de eso. Pero fue mi primer viaje solo y tal vez ahí nació mi curiosidad e interés por hacerlo para siempre. Recuerdo salir del aeropuerto de Lima, después de casi dos meses y en el camino mi padre me pregunta: “¿Y qué pensaste?”. Por miedo a decir que no tenía ni idea le dije que quería estudiar Negocios Internacionales en la de Lima. Claramente, con la inteligencia de mis padres, sabían que se me ocurrió en ese instante, no son personas a las que se pueda outsmart fácil, sobre todo cuando tenía 17 años. Así comenzó mi primera expedición fallida de incontables universidades. Sigo pensando que pedirle a alguien de 17 años que decida todo su futuro es exagerado. Fue ese mismo año que conocí al joven pirata que luce un sombrero de paja como emblema y símbolo de su propia libertad.

En ese momento había ya como 600 capítulos, actualmente hay 1142. Casi 26 años en emisión y aún no termina. Y así One Piece se está convirtiendo en una de las mejores obras jamás escritas. Un anime que abarca casi todas las problemáticas reales y cómo con el sueño de cada miembro de la tripulación pirata se van logrando cambios. Eiichiro Oda, el genio escritor de 50 años, actualmente ocupa el puesto número 7 de autores más vendidos en la historia. Por encima suyo solo están Shakespeare, Agatha Christie y otros de ese calibre. Niños que siguen siendo niños y adultos que fueron niños viven su día a día siguiendo los valores que esta obra resalta. Entre ellos, la valentía y actuar frente a injusticias destacan.

Todos los días saliendo de clase, si es que no me tiraba la pera, regresaba a ver sus aventuras sin parar, decenas de capítulos al hilo. De muchas que me quedaron marcadas hubo una en especial que me hizo replantear mi camino en la vida y, por lo tanto, mis sueños. Dentro de esta tripulación, Robin, la arqueóloga, fue secuestrada por la Marina y en represalia comenzó un rescate, y esto pasa cuando se encuentran cara a cara.

En la azotea de Enies Lobby, la sede del Gobierno Mundial. Robin, con las cadenas mordiendo su piel, no dudaba de su decisión: morir. Creía que era lo único que merecía una paria como ella y que era la única forma de proteger a los Sombreros de Paja, sus amigos preciados, de la persecución implacable del Gobierno Mundial.

Pero Luffy, el capitán, no conoce la resignación. No acepta la derrota, ni mucho menos los sacrificios silenciosos. Su grito rompe con toda tensión.

—¡Sogeking, dispara a esa bandera!

Usopp, el ingenioso y miedoso francotirador, oculto tras la máscara, apunta. En un instante, la insignia que había gobernado con miedo al mundo entero arde en llamas. El fuego no solo pulveriza la tela: desafía siglos de sumisión, se burla del poder absoluto y proclama la guerra abierta.

La tripulación no pestañea. Nadie retrocede. Todos entienden lo que significa y lo aceptan con calma brutal. Ya no es solo rescatar a Robin: es desafiar de frente al monstruo más grande del mar.

Robin mira. Ellos han roto el equilibrio del mundo por ella. El precio es inimaginable. ¿Puede cargar con eso? Luffy, con su voz llena de enojo, no admite excusas:

—¡Dilo, Robin! ¡Dilo con tu propia voz!

Ella por fin explota y grita con voz desgarradora:

—¡Quiero vivir! ¡Llévenme con ustedes al mar!


En ese instante, la condena que había cargado toda su vida se rompe. No hay más dudas, no hay más cadenas. La bandera arde, los Mugiwara sonríen. Me sentía uno de ellos, que mis amigos y familia representaban a cada uno del grupo pirata. Me sentí abrazado. Como cuando mi padre me da palabras de motivación o mi madre me ha abrazado en momentos que lo necesitaba y no lo sabía. Declararle la guerra al Gobierno Mundial es algo que mi hermano haría por mí y yo por él. Solo obras maestras como esta pueden generar ese tipo de sensaciones. Últimamente la bandera de estos piratas ha tomado vida propia y demuestra que de la ficción a la realidad solo hay una estrecha línea.

En Indonesia, la ficción también se hizo carne. Durante las celebraciones por la independencia, en lugar de izar con orgullo el rojo y blanco, comenzaron a aparecer banderas con una calavera sonriente y un sombrero de paja flameando al viento. Lo hicieron primero camioneros, protestando contra reglas que sentían injustas, pero pronto se multiplicó el gesto: gente cansada de gobiernos que hablan en nombre del pueblo y gobiernan para la élite, decidió identificarse con piratas ficticios antes que con autoridades reales. Quemar o reemplazar un estandarte oficial en un día patriótico es un acto que bordea la traición, pero también es una confesión: hay más verdad en un símbolo nacido del lápiz de Oda que en los discursos repetidos desde el poder. Ese fuego en Enies Lobby, cuando la bandera del Gobierno Mundial se consumía frente a Robin, parecía repetirse en el sudeste asiático. No era un capricho otaku, era un lenguaje común entre quienes se sienten despojados de todo, menos de la capacidad de resistir. Y la bandera, que alguna vez ardió en la ficción, ardía otra vez, pero en las plazas y calles reales de Yakarta y más allá. Incluso las autoridades declararon como delito mostrar la bandera del anime.

En Nepal la historia tomó un rumbo aún más dramático. Fueron sobre todo los más jóvenes, hijos de otra generación, quienes salieron a las calles cuando el gobierno intentó silenciar redes sociales y reforzar viejos mecanismos de control. Lo que empezó como indignación digital se convirtió en protesta masiva, y entre pancartas con frases como “Wake up Nepal” o “Unmute your voice”, volvió a aparecer la bandera de los Sombreros de Paja. Para ellos era un gesto de libertad, de decirle al poder que no tienen miedo de hablar, que no aceptan vivir callados. La represión fue inmediata y sangrienta: al menos diecinueve muertos, centenares de heridos, un costo insoportable para un símbolo nacido del papel y la tinta. Pero la bandera siguió ondeando, convertida en estandarte de duelo y esperanza. Como millennial, me toca mirar esa escena con un peso distinto: crecí viendo esos capítulos como refugio, como compañía silenciosa, y ahora descubro que en otro rincón del mundo esa misma ficción sostiene la voz de quienes pelean por derechos básicos. Lo que para mí fue compañía y sentido, para ellos es escudo y grito colectivo. Y ahí confirmo que la frontera entre el manga y la vida real ya no existe: un sombrero de paja puede significar lo mismo que una constitución, una bandera, un manifiesto. De hecho, muchos intelectuales sostienen que las nuevas fuentes de filosofía se encuentran en el anime.

Y entonces recuerdo la escena en Wano, ese país insular inspirado en el Japón feudal, encerrado durante siglos y dominado por la tiranía. Allí, Luffy le entrega la bandera de los Sombreros de Paja a Momonosuke, heredero y nuevo shogun del país. Momo, que alguna vez fue un niño temeroso, recibe ese símbolo como un escudo y una promesa: mientras esa bandera ondee, Wano nunca estará solo. Es un gesto que atraviesa la pantalla y se instala en la realidad: la bandera como herencia, como confianza, como desafío al miedo. Quizá eso explica por qué en Nepal, en Indonesia o en mi propia vida, ese emblema sigue ardiendo como recordatorio de vivir sin rendirse.

[MIGRANTE AL PASO] La calle en otro tiempo, tenía sus baches, poca iluminación y veredas irregulares por las fuertes raíces que rompían todo a su paso al crecer, especialmente, cuando se trataba de árboles antiguos. Existía un cable que se cubrió de enredaderas y caía como una cortina verde y misteriosa; de día las ardillas atravesaban de un lado al otro. Si tenías suerte, camino hacia el acantilado, en esta pequeña cuadra, una luna descomunal te recibía casi a la misma altura. Nada como ingresar a tu hogar tras contemplar un paisaje.

Regresaba de noche, después de una parrillada con amigos. Reuniones que cada vez son menos frecuentes. Algo que no me gusta de la adultez: puede ser más solitaria. Antes de estacionarme me quedé observando hacia el final del jirón a través del parabrisas. La pelota se escuchaba cuando golpeaba contra el garaje de madera. Uno tras otro. El niño con guantes, uniformado, saltaba de un lado para otro. Sonreían. El hombre pateaba y el pequeño atajaba. No presenciaba algo así hace mucho. Sentí que, después de todo, no todo está corrompido. Una vivencia sencilla, pero nostálgica y hermosa. Me transmitieron el buen ánimo. En esta misma calle, 28 de Julio, hacíamos lo mismo. Ventanas rotas y vecinos que nos gritaban por golpear sus autos de un pelotazo. Palos de arco. Ronaldo, Tévez y Shevchenko a nuestras espaldas. Gritábamos como si disputáramos una final. Todo eso genera una breve experiencia.

En el entorno en que creces, inevitablemente tu psique va llenando las estructuras arquetípicas; personajes y espacios cumplen un rol. Algunos varían, otros permanecen. Ya sea un barrio, un colegio o solo tu casa. Nuestros padres eran la autoridad y la ley. Mi abuela era la guía, el sabio, el mago que nos acompañaba en aventuras. En mi hermano veía al héroe y al rival, pero sobre todo al compañero. Solo con eso ya puedo imaginar incontables relatos bajo ese sistema. No podían faltar nuestros guardianes, nuestros centinelas salvajes y feroces, la fuerza caótica para desatar temor que todo niño necesita como protector. Primero fue un pastor alemán gigante, luego muchos más.

—¡Fran, anda a comprarme cigarros, porfa! —me decía mi padre. En ese tiempo fumaba y me convenía, porque me quedaba con el vuelto y de paso una gaseosa y un chocolate. Iba con mi perro, más grande que yo. Entraba a Piselli, bar legendario de la esquina de mi casa, caminaba entre las mesas redondas con sillas antiguas. Olía a madera y a viejo. Todo lleno de botellas en las paredes y, en un par de mesas, el grupo de siempre. Unos ancianos que siempre me trataron bien, definitivamente mejor de lo que se trataban a ellos mismos. No importaba la hora, siempre estaban allí. En ese oscuro sitio encontraba la decadencia del caído en el grupo de marginados. Encarnaban un destino trágico, pero no llegaban a ser de una energía negativa, por lo menos así es en mis recuerdos.

—¡Mi gordo! —me gritaba el Zorro, quien atendía en la cantina. Lo percibía mayor, pero habrá tenido 20. Me daba lo de siempre. Ya era conocido. El joven carismático me salvó de robos y peleas cuando, ya más grande, exploraba las noches barranquinas.

El PlayStation era el entretenimiento dentro de casa, pero en la calle las pichangas 3-3, el skate y carreras en bicicleta cumplían ese papel. Como siempre, alguien debía ser el villano. Un viejo cascarrabias, gordo, calvo y bajo. Como verán, muy feliz no estaba. Era el opositor. Nos gritaba cada vez que le caía una pelota en su coche, un Yaris turquesa. Buen gusto tampoco tenía. Nos hacía la vida insoportable. Ponía nuestra libertad en tensión. Felizmente éramos reactivos y un poco locos. En represalia, colocábamos palos cerca de su carro para que tuviera que moverlos cuando quisiera salir. Un poco de ejercicio tampoco le venía mal. Había otro personaje sombrío pero ambivalente: no era negativo, pero sí un tanto siniestro. También, un lugar.

A pocas casas de la emblemática cantina, había una vivienda antigua. Parecía que cualquier temblor la derribaba. Vivía una señora canosa; nunca le vimos el rostro porque el cabello siempre lo cubría. Caminaba encorvada. Daba miedo, pero no dejaba de ser una anciana. Le decíamos “la bruja”. Simbolizaba el misterio y enlazaba, dentro de nuestra cosmovisión infantil, con el otro extremo de la calle, donde ya no había salida: llegabas a una pared de enredaderas y árboles, en los cuales varias veces me estrellé en bicicleta por no saber frenar. Dentro de esa selva —el Amazonas para una mente que recién está descubriendo el mundo— se ocultaba un pasaje secreto, uno que descubrimos en alguna exploración ya olvidada.

Este era un portal hacia otro mundo, como la puerta torii en un templo sintoísta. Era un umbral en el que ingresabas a lo prohibido, un espacio de riesgo y calma. Un submundo a pocos metros de mi cuarto. Cuando terminaba el año escolar nos metíamos, pasábamos por restos de lo que fue una casa. Quedaban ruinas, un arco de pared intacto. Se podía ver dónde estaban los cuartos y la cocina. Un enorme hueco con un mueble dentro era un hoyo negro de sentimientos reprimidos, miedo y lo no dicho. En este lugar, como rito de paso, quemábamos los cuadernos del año de estudio y nos quedábamos viendo el fuego largo rato. Pasamos mucho tiempo en ese sitio, nos gustaba jugar con la sombra.

Ahí estaba yo. El viajero entre mundos. El niño-héroe que aún se mantiene en formación. Y ahora, como guardián de la memoria y cronista, desempeño el rol de testigo: el que observa y lo cuenta.

[MIGRANTE AL PASO] De noche las calles más simples, aquellas que en el día parecen insignificantes y que nadie recuerda dos cuadras después de haberlas recorrido, toman un aura peculiar. Es como si se quitaran el disfraz rutinario que llevan bajo el sol y se atrevieran a mostrarse en su verdadera forma. Tal vez es mi astigmatismo el que distorsiona las luces y me hace verlas más alargadas, más espectrales de lo que en realidad son. O quizá es el silencio, un silencio que nunca se encuentra a plena luz del día, lo que cambia por completo la percepción. Ese silencio pesa, acompaña, se adhiere a las paredes desconchadas y a los postes, y termina por volver extrañas las mismas cuadras que a la tarde pasan inadvertidas. No todos conocen la noche y sus misterios. La ciudad se transforma, los personajes que caminan en ella se tornan más herméticos, como si cada rostro escondiera un secreto y cada rincón guardara un relato pendiente.

Siempre me ha costado dormir. En todas las ciudades donde he estado, nunca ha faltado la caminata de madrugada, acompañada por varios cigarros que se consumen con la misma rapidez con la que pasan las horas. Muchos creen que no estamos hechos para vivir de noche, que la oscuridad es contranatural, pero la realidad es que muchísima gente lo hace, y no necesariamente por gusto, sino porque hay un magnetismo difícil de explicar que empuja a algunos a preferir la penumbra. Allí, en la oscuridad, se esconde otro plano de la ciudad, un plano que convive con el visible pero que rara vez se cruza con él. A veces te encuentras con las mismas personas, aquellos que también se sienten más cómodos respirando el aire fresco y escaso de la madrugada. Los reconoces, aunque no hablen, aunque pasen de largo: comparten contigo la complicidad de la noche.

Se suele pensar que el crimen y el mal vivir reinan cuando cae el sol. Y puede ser cierto en metrópolis gigantes, donde el anonimato es absoluto y la violencia encuentra escondrijos en cada esquina. Pero en otros lugares la noche suele ser un tiempo de calma y de paz, un refugio donde las calles adquieren un carácter más íntimo, más cercano. Recuerdo en Buenos Aires, cuando mi vida estaba desordenada, sin estructura ni rumbo, me encontraba más despierto de noche que de día. Era una paradoja: mientras la ciudad intentaba dormir, yo me encendía, como si mis pensamientos solo pudieran articularse al margen de la rutina establecida. A lo largo de la historia, la noche ha sido siempre terreno de mitos y leyendas. Vampiros que seducen antes de hundir sus colmillos, asesinos que esperan agazapados en la sombra, fantasmas que aparecen en el umbral entre el sueño y la vigilia. Por eso tanta gente la teme: porque proyecta en ella todo lo que no entiende de sí misma.

Lamentablemente, hoy la inseguridad ya no necesita ocultarse en la penumbra. El día ha dejado de ser garantía de resguardo. Lo vemos a diario en nuestro país: los asaltos ocurren en avenidas repletas de gente, los crímenes suceden frente a cámaras y testigos. Los monstruos legendarios nunca fueron más que un reflejo nuestro; los verdaderos monstruos han sido siempre humanos, y pruebas de ello sobran.

Los primeros años después de salir del colegio la noche tomó un carácter distinto, más ruidoso y superficial. Se convirtió en sinónimo de fiestas, de locura, de peleas absurdas en discotecas, de amanecidas interminables que dejaban el cuerpo agotado y la mente vacía. La magia se esfumó y la oscuridad se volvió autodestructiva. La noche había perdido el misterio. Poco a poco comprendí que la vida nocturna no tiene por qué reducirse a un escaparate de excesos; puede ser, más bien, un espacio de contemplación y de recogimiento, un territorio donde uno se reconcilia consigo mismo.

Mis mejores recuerdos de la noche no provienen de esa etapa desenfrenada. Están en otra parte, en un tiempo más antiguo. De niño, en campamentos escolares o en las noches en la Cantuta, la oscuridad se vestía de aventura. Jugábamos a buscar fantasmas, a encender linternas que dibujaban figuras extrañas en los árboles, o nos reuníamos alrededor de una fogata donde algún padre de familia narraba historias de terror. Ese sentimiento de misticismo, de expectativa genuina ante lo desconocido, es casi imposible de reproducir en la adultez. Se extraña bastante. Era un miedo sincero, cien por ciento puro: la convicción de que algo sobrenatural podía aparecer en cualquier momento y obligarnos a salir corriendo.

Recuerdo la sensación de hacerme el valiente y regresar solo al bungaló o a la carpa. Doscientos, trescientos, quinientos metros a oscuras podían convertirse en una eternidad. Caminaba intentando controlar el impulso de correr, mientras mi respiración se aceleraba con cada paso. En uno de esos paseos escolares me ofrecí para acompañar a una amiga; el trayecto de ida fue fácil, lleno de bromas y risas nerviosas, pero el regreso en solitario fue espantoso. Hasta hoy me acuerdo con nitidez del miedo que sentí. Imaginaba que uno de los fantasmas de los que tanto habíamos hablado iba a aparecer de repente y que mi corazón se detendría al instante. Visualizaba mi cuerpo petrificado en medio del bosque, encontrado por los demás al día siguiente. Fue tanto el miedo que todavía recuerdo los pensamientos exactos que me atravesaron: trataba de aparentar coraje, pero en el fondo probablemente era el más miedoso de todos.

La noche tiene ese poder: despoja a las personas de sus máscaras. Lo que somos, lo que sentimos en lo profundo, se revela bajo la oscuridad. Quizá por eso me atrae tanto, quizá por eso nunca he dejado de buscarla, de recorrer sus calles y de medir mi propio miedo, mi propia curiosidad, frente a lo desconocido. La noche, con todos sus riesgos y con todas sus promesas, sigue siendo el escenario donde mejor se refleja nuestra humanidad. 

 

 

 

[MIGRANTE AL PASO] Solo escuchaba el piano, me hacía acordar a mi hermano. Últimamente, que estoy quedándome donde mis padres, escucho cómo ha mejorado con el tiempo. Habrá comenzado hace unos 12 años. Yo recién salía del colegio y los años que siguieron fueron caóticos, y la verdad no diferencio bien entre cuándo pasó tal cosa. Fue puro descontrol. Pero sí recuerdo que unos niños aprendían a tocar el piano en la casa de al lado. Nosotros de chicos también aprendimos, yo dejé de tocarlo y ya no recuerdo nada. Salvo leer notas a paso de tortuga, mientras cuento las líneas de la partitura. Creo que a toda mi familia le enseñó la misma persona: la señora Marujita. Si a mi abuela la veía vieja, ella era como una reliquia, casi un resto arqueológico. Pero ahí estaba tocando piano. Le enseñó a mi mamá y a mi tío. A mi hermano y a no sé cuántos más de mi familia. Solo sé que a mi padre no, porque no puede seguir una canción ni aplaudiendo. Cuando escucho cómo han mejorado me da nostalgia y alegría, hemos vivido buenos momentos en esta familia y en esta casa. No sé si es la edad o que aún no logro lo que quiero, pero tengo la falsa impresión de que no habrá más. Claramente, solo son pensamientos apocalípticos de madrugada.

En cuanto a los vecinos, ni siquiera sé si son dos hermanos, nunca los he visto pero los imagino así porque así éramos nosotros. Ahora escucho cómo se reúnen y hacen fiestas con muy buena música. Similar a la que poníamos nosotros cuando había una reunión o algo en la casa. Me gusta pensar que cuando no los dejábamos dormir por el alto volumen disfrutaban de las canciones que poníamos. Mi casa siempre fue el punto de encuentro tanto de mis amigos como de los de mi hermano. Todos estábamos seguros y nos podíamos sentir libres. Niños jugando a ser adultos. De hecho es mejor que ser adulto de verdad. Tengo 31 años, no soy viejo, pero confirmo que envejecer es horrible. A cierta medida, igual me río mientras lo escribo sabiendo que he superado momentos a los que no me gustaría regresar jamás, aun siendo más joven. Estoy en el punto en que no me cuesta bajar de peso, pero me estoy quedando calvo. Tengo amigos menores de 25, pero un adolescente ya me dice señor.

Parece que están creando una banda. Son muy buenos, tengo mis reparos con el cantante que a veces parece que está llorando, pero en general lo hacen bien. Pasan de Rage Against the Machine a Taylor Swift sin una pausa clara y hacen que suene bien. Así que disfruto. Normalmente la gente se queja si un vecino tiene batería y hace ruido hasta tarde, pero yo lo disfruto. Estaré envejeciendo, pero no soy un amargado como para molestarse de unos adolescentes tocando música. Sobre todo, cuando hace 3 semanas regresé de ver a Oasis y aún no me recupero. Es como si no fuera a vivir nada igual. El mundo sin música sería un completo desastre, más de lo que es. Desde muy chico estoy la mayor parte del día con audífonos. Tengo música guardada que ni sé cómo se llama. Trenes, aviones, horas de horas donde mi único escape ha sido la música. Paso de B. B. King a los openings de Naruto. Creo que mi música guardada refleja un poco la amalgama que soy. Sería muy aburrido limitarme a un género.

Desde chicos nos metieron al mundo de la música, del arte en general. Mi madre era una erudita. Con solo 5 años íbamos a ver óperas, no importaba si nos quedábamos dormidos, entre sueños igual entraba algo de conocimiento. Al comienzo me aburría, después aprendí a apreciarlo. Recuerdo que sacándome conejos, mi mamá volteaba con una mirada asesina diciéndome que no haga ruido. El problema es que me había quedado en la mitad de los dedos. Los siguientes conejos tenía que hacerlos con ritmo para que mi mamá enfadada no se diera cuenta. Ya de grande, solo con mi hermano he visto Madame Butterfly en el MET de Nueva York y Aida en el coliseo romano de Verona. Por no mencionar otras exquisiteces.

No soy un músico, pero sí un gran aprendiz de ella en todo caso. Por eso me motiva escuchar el progreso de estos niños sin cara. Solo los conozco a través de su música. Y de vez en cuando me conmueven. Es demasiado potente, hace unos días estaba en el gym escuchando rock y metal intenso mientras levantaba pesas, cuando sonó el intermezzo de Cavalleria Rústicana. Por más que es de mis favoritas, tuve que cambiarla, porque unos segundos más y me salían lágrimas. Y sin embargo, siempre vuelvo a escuchar, porque no puedo dejar de hacerlo. La música me persigue, me calma y me recuerda quién soy. Cuando oigo a los chicos de la casa de al lado siento que, sin saberlo, están tocando también por nosotros, como si fueran una continuación inevitable. Ellos viven ahora lo que nosotros vivimos entonces, y esa repetición me da cierta paz. Saber que alguien más sigue tocando siempre es buen indicio.

 

[MIGRANTE AL PASO] Se veía el monte Fuji a lo lejos, imponente, a más de 300 kilómetros por hora, y el enorme volcán activo no perdía presencia. La clásica cima nevada no se hacía más pequeña. Fue después de un rato en el celular, bastante rato, que volteé y ya no estaba. No fue la última vez que lo vi, felizmente. Camino al colegio, sin audífonos y sin pantallas, escogía una gota de la ventana e imaginaba una carrera contra las demás que iban cayendo. Seguía a la escogida con el dedo. La luna empapada me alejaba del tráfico caótico. No sé si es por las miles de escenas en películas, pero estar en un tren o carro viendo por la ventana pensando tiene algo nostálgico. Los pensamientos también viajan. Estoy seguro de que muchos escritores sacaron sus ideas viendo por la ventana. Si es un tramo largo es perfecto para escribir también. Es un momento peculiar, estás expuesto a todo y, a la vez, se siente íntimo. No se me ocurre otro momento similar.

A veces es interrumpido, sobre todo en una ciudad. Yendo apurado, a 30 grados, hacia un examen final en Buenos Aires. Con la ventana abajo, repasando. En un segundo se llevaron mi celular, intenté correr pero no lo alcancé. Pude recuperar el teléfono. El mismo que no me dejó ver al máximo el monte japonés. A veces, cuando no hay internet ni nada que hacer, veo las nubes de fotos que tengo almacenadas, y recuerdo lugares alejados que no recordaba.

Pasan cosas raras cuando te mueves de un lado a otro. Hace unos años, después de pasar por la frontera en Puno, luego de cruzar Desaguadero y subirme a una van para ir a Tiahuanaco. Me eché en los asientos de atrás y me quedé dormido. Nuevamente, perdiéndome el paisaje, me despierta un policía o militar con la mano, pero lo primero que vi fue que tenía colgada una metralleta. No era nada, solo un control, pero parecía un secuestro. El papel que tenía que enseñar parecía un ticket de combi que me dieron en el control migratorio, pude haberlo tirado.

También para cruzar de Jerusalén a Belén, Palestina. Fue hace años, pero ya se notaba un abuso. Bajabas de un carro para subirte a otro en el acceso. La ciudad está completamente rodeada por murallas que, a lo largo del tiempo, fueron estrechándose. Era un cambio radical. Sentías que estaban encerrados. Un cruce de algunos metros caminando en el que sentías tensión. Años después solo se volvió peor. En los caminos es que te das cuenta de los contrastes, en esos detalles aprendes, ya sea algo hermoso o algo triste. Me pasa hasta cuando doy vueltas por la Costa Verde, desde La Herradura hasta La Punta. Por eso me elimino las redes sociales cada cierto tiempo. Así disfruto más los caminos.

Viajes en carro, mi pequeño Hyundai Accent, aguantó un viaje con cinco personas hasta Piura. Ida y vuelta. Un antes y un después también para el carro. Hasta ahora recuerdo lograr pasar todo el desierto de Sechura solo con una raya de gasolina. Estábamos locos. Tuvo otras aventuras. Hasta Chachapoyas y Cocachimba. Conocer Gocta y Kuélap en ese funicular que fue todo un reto para mi miedo a las alturas. Ahí sí evité mirar. Es altísimo. Hasta ahora recuerdo el último viaje con ese carro a Rúpac, que tuvimos que dejarlo en la calle de un pueblito entrando hacia la sierra para que nos suban, porque el Hyundai ya no aguantaba.

Al final, lo que queda son los contrastes que aparecen en el camino. El mar después de kilómetros de arena, la montaña tras una curva, la riqueza y la pobreza separadas por una calle, el bullicio que de pronto se vuelve silencio. Eso es lo que se guarda cuando miras por la ventana. No es solo moverse de un lugar a otro, es notar lo que cambia y lo que permanece: una sombra, un gesto, un paisaje distinto. A veces es un viaje en avioneta hacia Abu Simbel, con el desierto extendiéndose como un mar sin fin. Otras, es el océano inmenso desde un crucero que de pronto se convierte en tormenta. También un ferry rumbo a una isla en Brasil, donde por un instante pareció que íbamos a morir, o un tuk tuk en Marruecos, sorteando calles caóticas como si no hubiera mañana. Y están los instantes en que lo externo se mezcla con lo interno: una lluvia que entra por la ventana abierta, un niño saludando en la carretera, una ciudad que se enciende al anochecer. Viajen en lo que tengan, pero no se olviden de mirar por la ventana. Ahí están las escenas que más tarde regresan, a veces como recuerdos lejanos, otras como detalles simples que terminan siendo lo más importante del trayecto.

Página 1 de 16 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16
x