[MIGRANTE AL PASO] Todos nos sumergíamos de niños en el agua, con los ojos rojos por la cantidad exagerada de cloro que ponían en las piscinas. A veces nos hacíamos los muertos para ver si alguien reaccionaba, a veces solo te dejabas llevar por las pequeñas ondas. Botabas todo el aire y te hundías. Fingías estar meditando en la profundidad de un lago o el mar, para al abrir los ojos ser otro. Más poderoso y calmado. Creo que no era solo cosa mía, pues mi hermano también lo hacía y cuando lo he comentado a otros parecía ser algo universal. Una ablución inconsciente que todos hicimos. Sin contar el bautizo, para quienes estamos bautizados, del que no recordamos absolutamente nada.

No se me ocurre un lugar más calmado que estar ahí, solo sumergido. Los sentidos más apagados y, por lo tanto, también los pensamientos. A mí me pasaba algo extraño: el agua me daba miedo y paz a la vez. Tuve clases de natación prácticamente desde bebé y me quedaba dormido mientras flotaba en las pequeñas tablas espumosas, clásicas de las academias. Sin embargo, según lo que me cuentan, me agarraba de las rejas para no entrar a las clases. Me imagino a gente jalándome de las patas y yo aferrado a los tubos de fierro. Hasta grande, estaba en la selección de natación del colegio y tenía medallas en estilo libre y espalda. Me ponías en una piscina que no sea deportiva y, si no tenía piso, iba a estar agarrado de los bordes. Tal vez porque nunca llegas a tener el control total en el agua. No es nuestro terreno. Siempre está presente, significa algo en todas las religiones o mitologías, y lo mismo sucede para cada persona. Es uno de los grandes arquetipos mitológicos, y probablemente el más tangible. Con todos nuestros sentidos y en todos sus estados.

Debe ser rarísimo vivir en una ciudad sin mar, tu relación con el agua cambia totalmente. Miles de experiencias no estarían. Siempre fui miedoso en general, pero con el mar era algo diferente. En las playas más amigables me imaginaba a monstruos enormes o tiburones que iban a aparecer desde las profundidades. Ver hacia el fondo, sobre todo en nuestro mar cargado de especies y microfauna, donde la luz solo avanza pocos metros, se siente como estar al borde de un abismo infinito. Se siente igual de gigante que ver el cielo, pero más oscuro.

En un viaje familiar a las playas caribeñas de México tomamos un tour para nadar con tiburones ballena. Solo en esa época del año aparecen en ese lugar tras todo su recorrido migratorio. El bote se movía demasiado, todos mareados y hasta vomitando. De chico me pasaba hasta en los carros: si el camino tenía muchas curvas, era suficiente para que tenga que parar a vomitar. En mar abierto, no se veía ni un indicio de tierra hacia ninguna dirección. Aparecieron unas manchas negras enormes vistas desde afuera del agua. Tenías que saltar en dirección hacia ellas. Yo estaba igual de aferrado al bote que a las rejas de la academia de natación cuando era niño. Mi padre me tuvo que empujar, amigablemente, para que entre al agua. Con los lentes de snorkel se veía todo nítido. Eran criaturas jurásicas; cada una de sus aletas era más del doble de mi tamaño. Veía a mi padre, que es grande, al costado, y parecía diminuto. Yo nadaba con precaución; en teoría no pasa nada, pero un colazo de esos animales te mata sí o sí.

Un humano en mitad del océano al costado de tiburones ballena se siente del tamaño de un plancton. Todo el mareo ya se había ido, solo estaba perplejo por estas bestias colosales de piel atigrada. Después de un rato vuelven a sumergirse. Veía cómo estas bestias sin dientes iban desapareciendo en el fondo. Lo que antes eran colosos, se iba reduciendo hasta desaparecer en la profundidad oscura. Entraban a un terreno totalmente desconocido; ahí mismo, a cientos de kilómetros hacia abajo, hay todo un mundo al que no podemos acceder. Donde hasta los tiburones ballena son pequeños. Esa imagen me marcó de por vida. Entendí que no somos nada, a pesar de a veces creernos muy grandes. Por un momento sentí la misma calma que sentía cuando me dejaba llevar por las ondas de una piscina.

Podría contar mil anécdotas relacionadas al mar. Desde mañanas divertidas corriendo tabla con amigos, revolcones y miedos más profundos que plasmé en él. En Lima estamos acostumbrados a tener el mar al costado, incluso a verlo todos los días. Al estar tan acostumbrados no nos damos cuenta de qué tan hermoso es poder ver el mar al lado, y aun más raro que nuestra ciudad esté encima del acantilado donde antiguamente chocaban las olas antes de la Costa Verde. Desde las culturas antiguas, el mismo mar ha marcado el desarrollo de civilizaciones enteras y, aun así, pasa desapercibido. Es bonito pensar que, a pesar de todas las diferencias e injusticias que tenemos en nuestro país, por lo menos los que vivimos en la costa compartimos alguna historia vinculada con nuestro vecino más inmenso.

[MIGRANTE AL PASO] El techo bajo, los arcos que daban a las clásicas piletas de los riads te obligaban a agachar la cabeza para cruzar; hoy son usados como hospedajes dentro de las calles laberínticas y coloridas de las medinas. Hace mucho eran pequeños palacios de gente adinerada, siempre con un jardín y una pileta al medio. La palabra significa justamente jardín. En este caso en Marrakech, un día antes de partir hacia Portugal, conversaba con Said, un joven amable y juvenil; me llevaba más de una cabeza y hablaba inglés y español a la perfección, aparte de su lengua madre, el árabe.

Tendría 25 años aproximadamente, era una persona normal. No usaba turbante ni tenía una mentalidad restrictiva, prejuicio que muchos solemos tener ante religiones ajenas. Mientras los mosaicos y puertas talladas iban cambiando de color al atardecer, me contaba sobre cómo había sido la pandemia. Me invitó un cigarro de tabaco armado con hachís. Yo, al comienzo dudoso y con sospechas, pero mis ganas de pasarla bien me superaron. Parecía un puro por el tamaño. “Cuidado, ah, que acá es fuerte eso, por no decir extremadamente ilegal”, me contaba. Yo, como fumador experimentado, no me pasó nada. Los dos teníamos los ojos como faroles o semáforos en rojo. Entraban otros turistas y, por lo menos, aparentaban no darse cuenta.

La noche anterior, Said me acompañó por una Coca-Cola. Iba a ir solo, pero me dijo que me acompañaba porque las estafas abundan en ese país. A lo largo del viaje perdí la cuenta de la cantidad de veces que intentaron hacerlo. Mientras caminábamos a la tienda de su amigo, las calles angostas, antes repletas de azules y rosados estridentes, ahora eran oscuras y lúgubres. No me asusto con facilidad, pero de no haber estado en situaciones similares antes probablemente sí lo hubiera estado. Solo hombres en los caminos. Motos que iban a toda velocidad entre los callejones frenaban a pocos centímetros tuyos y te gritaban cosas que evidentemente no entendía.

—¿Ves a esas personas que vienen detrás de nosotros? —me pregunta. Ya iban varias cuadras que nos seguían y yo ni cuenta.

—Son agentes de la guardia civil y nos están siguiendo porque te ven a ti, turista, y a mí, marroquí; creen que te voy a robar —me dice entre acostumbrado y fastidiado.

Marruecos es un reino y Mohammed VI, el actual, concentra todo el poder del país. Hay instituciones democráticas, pero no hace falta dos dedos de frente para darse cuenta de que todo está controlado y las leyes son extremadamente severas. Si eres lugareño, te pueden llevar preso por tener unas cuantas botellas de alcohol.

Unos días antes, en la ciudad de Fez, tuve un altercado violento con unas personas que comenzaron a tocar asquerosamente a dos chicas que estaban conmigo. Todo escaló y los golpes no faltaron. Sinceramente pensé que iba a morir hasta que me rescataron unos policías. Al subir al carro casi como escape, mis piernas temblaban y no podía sostener bien el teléfono de los nervios. No sabía si había actuado mal o bien. Como un niño perdido, teniendo 30 años, llamé a mis padres y a mi hermano buscando consuelo. Después no sabía qué pensar: por un lado estaban estos engendros y por otro estaba Said, un buen tipo. No son los musulmanes, ni cristianos, ni judíos, ni nada. Simplemente son humanos siendo humanos, que dentro de sus propias contradicciones algunos cometen atrocidades y otros son gente que vale la pena. Said me preguntó al ver el chichón de mi cabeza y le conté con confianza.

—Ese tipo de gente malogra nuestra imagen y es injusto —exclamó, ahora sí enfadado.

Comenzamos a hablar de chicas, de amigos, de familia, de la pandemia, cosas totalmente mundanas y comunes. Me di cuenta de que no importa de qué religión eres, sino de qué tan idiota eres. Juzgar por religión no se debe tomar a la ligera. Yo no soy ni santo ni sabio, y como ateo renegón a veces caigo también en esas tonterías.

La pandemia en otro extremo del mundo. Me contó que en su edificio la gente enloqueció. Entre risas me decía que mucho del Quran te puede volver loco. No es algo discriminador. Lo mismo pasa con la Biblia y más libros religiosos. Un señor del piso de abajo: sus gritos eufóricos se escuchaban desde su pequeño departamento compartido con varios familiares.

—Yo soy Al-Mahdi —gritaba el señor—, y todos ustedes son herejes y pecadores.

Me lo contaba riéndose; su vecino se había vuelto loco. A la figura mesiánica se le llama así, como se autoproclamaba el loco. Las cosas se tornaron oscuras y el rostro de Said, menos juguetón y juvenil. La pandemia fue brutal y demasiado en algunos entornos. Él jugaba con el señor cuando era niño. Era alguien solo pero amigable. Una obsesión y una crisis global mal manejada terminaron con la mente y la vida de un sujeto. No fue la religión; fue el monstruo más horrendo de todos y solo se encuentra dentro de nosotros, los humanos: no hay credo que importe en ese sentido.

Llegó mi taxi. Said me ayudó con las maletas. Me fui. Un mundo dejado atrás. Un aprendizaje tal vez. Nunca más veré a ese joven del riad. Tal vez nunca regrese a Marruecos. Pero como viajero, esa es la norma. Descubres un mundo y te vas. Pero la medina colorida queda ahí y las injusticias que ocurren cuando oscurece permanecen.

[MIGRANTE AL PASO] En un segundo piso, con ventana a la calle, en la esquina de Arenales con Pueyrredón. Encima de la tienda de Franuis. Cuando no podía dormir, solo tenía que bajar y comprarme un pomo entero de esas cerezas heladas bañadas en chocolate, que en ese momento eran una novedad absoluta. Escribía un intento de novela entre dulces, Coca-Colas y cigarros. Con la laptop en la cama y una pésima postura para usar el teclado. Entre los malos hábitos y el descuido físico, me despertaba con el cuerpo de un viejo.

Usaba nuevos estilos, exploraba temas y formas, pero siempre me topaba con lo que para mí sigue siendo el mayor reto literario: los personajes femeninos. Todo comenzaba bien, fluido, hasta que intentaba introducir a una mujer en la historia. Simplemente no salía bien. Lo que siento al leer, ver series o animes, me sucede también en la vida real: cuando una ficción es creada por una mujer, los personajes femeninos se sienten reales, no estáticos; cuando es al revés, rara vez ocurre lo mismo. No es que uno no pueda imaginar, sino que hay algo en la manera en que la realidad se impone sobre cada cuerpo que transforma la propia percepción.

El otro día conversábamos en familia, un domingo cualquiera. Alguien comentó el miedo a subirse a un ascensor, y no por claustrofobia ni por temor a quedarse atrapado, sino por la posibilidad de que suba otra persona y no haya escapatoria. Jamás en mi vida se me habría cruzado por la cabeza. En esas pequeñas cosas te das cuenta de la enorme diferencia con la que percibimos la realidad según el género. Solo por haber nacido hombre o mujer, habitas un mapa distinto del miedo. Vivimos en un país donde el machismo y la violencia de género son tan frecuentes que ya ni sorprenden, y eso, precisamente, es lo más grave.

En un curso de escritura creativa nos daban un tema al azar y teníamos que escribir un pequeño relato. Esa vez era una sala de operaciones. Yo recurrí a mi propia experiencia: una fractura en la mano, el quirófano blanco, las luces encima y el sueño que llega contando hasta 10. Parecía casi placentero. Era el único hombre del grupo. Cuando leí los textos de las demás, noté un tono mucho más fuerte, en muchos, agresivo. Sus versiones estaban llenas de cuerpos que sangraban, de miedo, de resistencia. No sé cuál es la respuesta, pero entendí que el mundo en sí es más violento con las mujeres, y eso inevitablemente altera las versiones que cada uno tiene de nuestro alrededor.

Fue en ese curso que me di cuenta de mi dificultad para escribir personajes femeninos. Aprendí mucho ahí. Para empezar, que los personajes son personajes, nada más. No deberían tener una diferencia por género, sin embargo, la tienen. No todos los hombres son iguales, ni todas las mujeres lo son, pero hay algo que los atraviesa: la experiencia del mundo, que no se puede inventar sin pensarla o vivirla antes.

Desde hace años intento identificar micromachismos en mi forma de pensar y vivir para poder cambiarlos. Lamentablemente, por la simple influencia de nuestra historia, todos cargamos con ellos. La idea es detectarlos y desactivarlos. A veces aparecen disfrazados de humor o de costumbre. Uno los descubre en los detalles más mínimos: la imagen automática que se te viene a la cabeza cuando piensas en un “doctor” o en un “abogado”; o cuando no entiendes por qué alguien teme entrar sola a un ascensor.

Vivir en Lima ya implica mirar a todos lados por miedo a un robo o a un accidente. Imagínate eso, pero sumándole una legión de mirones, acosadores, tipos que te siguen. Cuando por fin te permites imaginar esos escenarios, solo da rabia e impotencia. No porque lo hayas vivido, sino porque puedes acercarte a entender lo que significa vivir con esa tensión diaria. Así crecen la mayoría de mujeres en el mundo: midiendo las distancias, calculando las rutas, leyendo las miradas. En algunos países será más sutil, en otros brutal, pero en ninguno deja de existir. El nuestro, sin duda, está entre los peores.

Al final uno escribe personajes pensando que los controla, y es al revés. El mundo que creaste solo acepta cierto tipo de individuos, y eso dice mucho. Al no entender por completo el mundo femenino, los miedos a los que se enfrentan, es probable que el mundo que cree con letras no me permita escribir sobre esos personajes que no comprendo y creía que sí. Quizás por eso la escritura también sea una forma de autoconocimiento: cada límite narrativo revela uno personal. Y hasta que no amplíe mi mirada, los personajes seguirán hablándome desde lejos, pidiendo un espacio que todavía no sé construir.

[MIGRANTE AL PASO] Un pequeño corría de forma extraña detrás de la pelota. Parecía rebotar de un lado a otro y no era gordo. Estaba feliz, si es que la felicidad es diversión. Solo caminaba un poco chueco. De adulto, siguió así. Se abría paso entre la muchedumbre con sus pasos tambaleantes. Huesos anchos y pies que parecen aletas. Lo comparte con su padre, a quien llamaban “el pato” en sus épocas universitarias. La displasia de cadera y la escoliosis lo obligaban a mantenerse con las puntas de los pies con dirección hacia afuera. De lo contrario, sentía que las rodillas palanqueaban su propia estructura. “Tienes potencial para el ballet”, me comentó una tía bailarina. Puedo hacer una quinta sin esfuerzo alguno. No se ve muy bien, sin embargo. Los arcos vencidos de mis pies lo hacen estéticamente raro. Igual no es como que porque algo deje de ser bello deje de ser útil. Para las patadas en las artes marciales me servía bastante. Una colección de medallas de oro lo demuestra.

—De ninguna manera usará corsé o arnés; mientras pueda jugar y hacer deporte, no hay nada que corregir —le dijeron mis padres al doctor. No tengo cómo saberlo, pero así me lo imagino. Como cuando no quise dar el examen de ingreso escolar por timidez, y al prenderme fuertemente de la pierna de mi padre, decidieron que no tenía por qué hacerlo si no quería.

Fue así, sin metales rodeando mi cuerpo, era de los mejores en fútbol, de los más rápidos y el que mejor peleaba. Igual, mi caso no era grave. Solo era gracioso al andar. Aparte, todos estamos ligeramente desbalanceados. La única advertencia: no estar con sobrepeso. Lo que pasé desapercibido por muchas etapas. No hay mayor misterio que el caminar recto, y el caminar chueco vendría a ser su hermano desadaptado.

Terminé el colegio jalando un curso. Luego, un año entero fue sabático. Entré a la Universidad de Lima a estudiar Negocios Internacionales, para pasarme a Psicología a los dos ciclos. No me gustaba. Solo disfrutaba los cigarros en cada hueco. Me transferí a la PUCP, un examen bastante fácil; de hecho, lo recomiendo si es que el examen de ingreso les parece muy difícil. Primero la de Lima, y luego transferencia donde quieran. Ahí, en Estudios Generales, pasé de Historia a Psicología nuevamente; terminé en Arqueología. Me aburrí y me aventuré en la Filosofía. Tuve que regresar a Generales porque me faltaba un curso. Le dio cáncer a mi madre, me botaron de la universidad por desempeño. En tres años ahí pasé de estar en décimo superior a ser expulsado. Fui aceptado nuevamente, para luego abandonarla yo por mis propios términos.

Mis desvíos no solo se daban al caminar. “No terminas nada de lo que empiezas”, me decían; solo recibían risas de respuesta. Yo siempre supe perfectamente que mi camino no iba a ser recto, y jamás lo será. Ahora, en cuanto a mis pies planos, no tienen una asociación de vida, no cargo ninguna responsabilidad tan grande. Tal vez, en este caso, sí ha sido el estar gordo. Aparte de la vía recta, existen tantas como practicantes hay en el mundo. La mía consiste en mirar hacia el exterior de las tinieblas. Una oscuridad llena de reglas y normas que, en mi humilde opinión, no valen nada, puro blah, blah, blah. “¿Por qué arrastras los pies?”, me dicen. “Estás cojeando”, me comentó una chica el otro día, “¿te pasó algo?”. Yo ni cuenta me doy. Pero mis huellas son distintas. Mis pies descalzos y mojados dejan una gran mancha, a diferencia de la esbelta figura que dejan normalmente las personas en el piso. Ahí, en el ángulo obtuso que se forma en mi base corporal, está mi compás, como si avanzara a dos lugares al mismo tiempo.

A veces siento que hasta mi cabeza funciona así. Unas cuantas tuercas me faltan sin dudas, mis ideas se disparan en direcciones contrarias. Estoy comenzando a ser un empresario y a la vez escritor. Parecen repelentes entre sí, a mí me está funcionando. Estoy en contra de la violencia, pero no conozco a alguien que se haya peleado más que yo. Ya maldije comportamientos que ahora son parte de mi forma de actuar. Hice sentir mal a gente que quiero. Viajé más que cualquier persona de mi edad y lo hice solo. Sin compartir ni un restaurante. Le di de comer a muchos niños en las calles porteñas, para más tarde insultar a un taxista. De esta manera no solo mis huesos están chuecos. Contradicciones tienen todos, tal vez las mías son más abruptas. Escribo para mí, pero quiero que me lean. No me importa que mis ideas parezcan descabelladas y no quiero encontrar a alguien que piense igual, pero quiero ganar prestigio. Así, deseo nada y todo a la vez; al igual que uno de mis pies apunta a la izquierda y el otro a la derecha.

Como dije, si divertirse es estar feliz, creo que lo estoy logrando. Adónde me llevarán mis pasos retorcidos. Quién sabe. Solo sé que a algún lugar tranquilo donde a nadie le importe cómo camine. Simbólicamente, claro. Tal vez, un lugar donde lo único que se cruce en mi camino sean mis propios pies. Solo sé que ningún mercado, ningún escritor ni ninguna ideología serán compatibles con mis propias intersecciones y secantes. Las cosas paralelas no tienen cabida en mi tambaleante cabeza.

[MIGRANTE AL PASO] Dormíamos en el mismo cuarto, era grande. Teníamos un televisor, de esos cubos gigantes que pesaban toneladas, y un sofá al frente para nuestras maratones de películas o PlayStation. Es curioso los recuerdos que uno guarda. Pueden ser insignificantes, pero por alguna razón se quedaron tatuados en la mente. A veces uno los recuerda con ternura, otras con unas risas. Pueden ser importantes o no, puede que solo estén ahí. Muchos creen saber por qué la memoria elige ciertas cosas y descarta otras, yo no tengo idea. Yo estoy seguro de haber visto a Papá Noel en su trineo, claramente no paso.

Teníamos un plan de escape. Era simplemente salir por la biblioteca, subir al techo y pasarte a la otra casa sin correr riesgos. Nunca lo hicimos, claro. Pero eso debíamos hacer si se metía alguien peligroso a la casa y nuestros padres no estaban. Nosotros le añadimos una cosa en particular. Como solo había un acceso al segundo piso, nuestro plan incluía poner el pesado televisor al borde de la escalera y tirarlo si alguien subía. Un poco salvajes, ahora que lo pienso. Pero en ese momento nos parecía una estrategia militar. Lo cuento porque tengo ese recuerdo ahí, constantemente, como una vieja escena que mi cabeza repite sin motivo.

También recuerdo cómo envolvíamos el enorme cubo con sábanas y almohadas para amortiguar el sonido que hacía al prenderse y no despertar a nadie. En teoría deberíamos estar durmiendo, pero claro, la teoría nunca funcionó con nosotros. Era como dos imanes chocando: el sueño y la curiosidad. ¿Por qué rondan esos recuerdos? Recuerdos que giran alrededor de un televisor antiguo, pesado, testarudo. Claramente hay más detrás, pero por ahora me aburre entrar en análisis psicoanalíticos. Tampoco manejo el lenguaje, así que mejor lo dejo así.

En ese mismo cuarto, sentados en el sofá, mi padre se animó a jugar PlayStation con nosotros. Era pésimo. Menos en ese momento: era Metal Gear Solid 1, hasta el juego me acuerdo. En ese se defendía, sorprendentemente. Nosotros nos burlábamos y mi hermano comenzó a pasarse un poco. Entre nosotros nos decíamos “no seas bestia” cuando cometíamos un error. En la euforia de estar jugando, mi hermano se lo dijo a mi padre un par de veces. De pronto, mi padre se molestó y levantó solo un poco la voz:

—¿Te gustaría que te diga que eres una bestia, ah?

Nos quedamos mudos y aprendimos la lección. Después seguimos jugando y no pasó nada, como si nada hubiera ocurrido. De hecho, es uno de los pocos recuerdos que tengo de mi padre levantándonos la voz. Lo curioso es que no lo recuerdo con miedo, sino con cierta ternura. A veces pienso cómo no nos mataron… a mí, por lo menos.

Ese cuarto fue cambiando: pasó de ser de mi hermano y mío a ser solo suyo. A mí me mandaron a otro, aunque igual terminaba durmiendo en el sillón del de siempre. Podría decir que casi no usé mi nueva habitación. Salvo cuando jalé como seis cursos y me castigaron. Me quitaron el televisor y en mi cuarto solo había libros. Hasta le pusieron pestillo al cuarto de mi hermano para que no entrara. Yo sentía que estaba preso. Felizmente siempre se apiadaban y no duró mucho mi encarcelamiento. “Como hacían los niños antes”, pensaba. No tenían nada que hacer, y aun así sobrevivían.

Volví a jugar PlayStation con mi padre, esta vez, FIFA; tuve que dejarlo ganar una vez por lo menos, para no repetir la historia. Yo nunca le gané en ajedrez, eso sí. Era imbatible. Despertarme todos los días con Max a mis pies, un enorme pastor alemán que parecía más viejo que todos nosotros juntos. Hasta un fantasma creo que vi en ese cuarto, una silueta blanca que juro haber visto moverse entre los muebles. Mi hermano sacándome a la fuerza de su cama porque la dejaba caliente luego de las siestas postcolegio. Él llegaba de la universidad y se molestaba. Era su cama, su territorio, su ley.

Los “cucuruchos de la muerte”, así llamábamos a nuestro juego, una versión casera que consistía en agarrar a almohadazos a quien fuera el cucurucho en ese momento. No tenía sentido, pero era divertidísimo. La primera vez que vi a mi hermano con un cigarro me puse a llorar como si hubiera descubierto un crimen. Jugar gladiadores con los cojines como escudos. Los mismos amigos que tengo ahora, sentados ahí en versión pequeña, con los mismos gestos, las mismas risas, los mismos gritos. Todo un mundo dentro de un solo cuarto.

Tengo mil anécdotas más. Fue el cuarto donde crecí. Ahí formé gran parte de lo que soy ahora. Los valores que tengo gracias al alarido de mi madre cuando nos vio apuntándole a palomas con nuestras hondas. Nunca más se repitió nada similar. Pero así debe ser el cuarto de todos los niños: un lugar seguro donde puedan jugar, imaginar, pelear y reconciliarse.

Y que los monstruos se los imaginen, y no sea quien duerme en el cuarto de al lado. Al final, los niños son los verdaderos líderes y de quienes dependerá todo. Así que todos merecen un lugar como el que yo tuve: caótico, ruidoso, lleno de errores y pequeñas victorias. Un cuarto con un televisor que pesaba una tonelada y un millón de recuerdos que todavía, de alguna forma, siguen encendidos.

[MIGRANTE AL PASO]  Hace unos meses conversaba con mis padres sobre la posibilidad de irme a vivir un tiempo a otro lado, desde China, Japón o cualquier lugar fuera de Latinoamérica. De preferencia un idioma nuevo y una cultura totalmente distinta. Estoy aburrido de que pase siempre lo mismo. En esa conversación mi humor se descontroló y le dije a mis padres, molesto: Odio al Perú, lo detesto. No sé si les ha pasado decir algo en voz alta así, no lo sientas en realidad. Fue algo como eso. Por orgullo tonto no retiré mis palabras y me quedé pensando en eso bastante tiempo. Me pareció percibir un poco de decepción, no es normal que alguien suelte esas palabras hacia su propio país. Estaba desesperado y simplemente lo dije. Si bien no es cierto, el cariño hacia mi país está dirigido a la gente, su historia y cultura. Porque a los parásitos que nos gobiernan desde hace décadas sí se merecen el odio y no solo el mío, el de todos. No sé si, feliz o lamentablemente, el Perú va a ser parte de mi identidad donde esté y prefiero pensar que es algo bueno. Después de todo, la nacionalidad es eso, una identidad. A veces uno puede irse lejos, cambiar de idioma, de paisaje o de costumbres, pero hay cosas que se quedan grabadas. Los sabores, las calles, las canciones, la forma en que la gente se saluda o se ayuda. Todo eso te sigue donde vayas, aunque intentes ignorarlo.

Regresé de viaje la semana pasada, había hablado con amigos sobre qué estaba pasando en el país, pero al llegar fue que me di cuenta de la magnitud. ¿Estamos en un país perdido? Me pregunto siempre. ¿Qué futuro tiene la gente de nuestro país, si quienes deben de cuidarnos o protegernos hacen todo lo contrario? Es como nacer con una sentencia y la verdad que es insoportable. Puedo ponerme en los zapatos de millones de personas que saben que están abandonados por lo que debería ser un sistema que los incluya. No se tienen más que a ellos mismos para salir adelante, algo que parece imposible en un lugar donde el poder está totalmente desbalanceado.

Hemos tenido 8 presidentes en menos de 10 años. Si eso no es una crisis prolongada y un indicador de que las riendas del país ya no las tiene nadie, no sé qué más deba pasar. Salió una noticia que entre el 2018 y el 2024 más de dos mil policías habían tenido investigaciones de violencia en el hogar. Me atrevo a pensar que eso no debe representar ni el 10% de la realidad. Ellos son los que tienen pistola y ellos son los que reprimen las protestas. Si no cuidan ni a sus familias, ¿qué van a cuidar a unos desconocidos? Encima tienen la falta de empatía de menospreciar el problema de las extorsiones y de minimizar el pedido de las personas que han salido a marchar.


En lo que va del año se han registrado más de 18 mil denuncias por extorsión, es decir, 75 denuncias diarias aproximadamente. 3 de cada 10 personas en Lima han sido víctimas de extorsión o conocen a alguien que lo ha sido. Al igual que con la cifra de policías debe haber más del doble que no denuncia por miedo. Un miedo totalmente comprensible porque el costo es que te maten a balazos. Solo me ha pasado una vez que me apuntaron con un arma y fue una experiencia espantosa, sabía que estaba a un mal movimiento del ladrón para que dispare y me muera. Todas estas personas viven eso a diario y peor. Cada día salen a trabajar con la incertidumbre de si regresarán, de si los llamarán por teléfono para exigirles dinero o los seguirán por la calle. Vivir así no es vida, es resistencia.

Así es la situación de nuestro país, un país en el que te duermes y al día siguiente ya tienes otro presidente. Como sucedió esta semana. Si bien nadie quería a Dina, solo un 1% que para mí solo era el margen de error que se toma en cuenta en toda encuesta, ella por más inepta e irresponsable no era el mal final. El verdadero problema son solo 130 personas, que se encuentran incrustadas en el Congreso como si fueran garrapatas. Me daría vergüenza formar parte de ese grupo rastrero. Es en sus manos donde recae la responsabilidad de la desdicha de más de 30 millones. No son solo los transportistas o las pequeñas empresas quienes están siendo apuntados por armas, es todo el país el que se encuentra en ese lugar. Lamentablemente, estas mafias ya se encuentran dentro del gobierno y no se me ocurre una manera de eliminarlos con nuestro sistema enmarañado de justicia. Simplemente nada funciona. Solo quiero no tener razón en esas palabras descontroladas que dije hace unos meses, aunque cada día que pasa me cuesta un poco más creerlo.

[MIGRANTE AL PASO]  Después de dos años regresé a Buenos Aires, donde viví un buen tiempo. Desde antes de subirme al avión todo se sentía raro, como si algo en mí estuviera fuera de lugar. Siendo honesto, no sabía muy bien qué sentir o si realmente quería regresar o no. Fue una época confusa, donde aprendí demasiado, pero también descubrí aspectos intensos y oscuros sobre mí mismo y sobre la vida en general. Durante el vuelo estaba algo desesperado; me había olvidado de los aviones de Aerolíneas Argentinas: sucios, antiguos y estrechos. Si mides 1.80 metros o más, vas a tener un mal vuelo sí o sí. Yo no duermo en los vuelos, así que iba recordando todo lo que había vivido en ese país. Incluso sentí ansiedad después de mucho tiempo sin experimentarla.

Al llegar al aeropuerto fue peor aún. Desde niño no hacía una cola de dos horas en migraciones, donde te pedían hasta el pasaje de vuelta y revisaban todo con una desconfianza exagerada. La diferencia de trato hacia personas con ciertos rasgos específicos era demasiado evidente. Hace menos de un mes estuve en Estados Unidos y, a pesar de todos los problemas que han estado ocurriendo, fue mucho más tranquilo el paso por migraciones. Igual, nunca te puedes guiar por esas comparaciones. Parece que ser un energúmeno con autoestima baja es casi un requisito para ese trabajo. En fin, puse un pie afuera del aeropuerto y todo cambió de golpe: la gente era amable, sonriente, y en el trayecto hacia mi hotel me di cuenta de que me había olvidado de lo bonita que es la ciudad, con un clima rarísimo. Hace calor y frío a la vez, algo que parece imposible, pero sucede aquí.

Después de descansar un rato, escribí a unos amigos o conocidos, pero ninguno me contestó. Eran tres nada más. No los culpo tampoco: yo decidí desaparecer de sus vidas primero. A algunos incluso los borré de mis redes sociales porque quería eliminar ese momento de mi vida, pero es imposible borrar el pasado. No sentí tristeza, así que probablemente mucho no me importaban. De hecho, mejor que no me hayan contestado. A veces creo que tengo un problema con ese tipo de cosas, porque no es la primera vez que me ocurre. Cuando estuve en Canadá de adolescente por dos meses, me dejaron en el aeropuerto para regresar a Lima y me dieron un regalo. Cuando perdí contacto visual con ellos, boté el regalo a la basura y nunca más hablé con ninguno. ¿Está mal o bien? No lo sé y tampoco importa demasiado.

Como había dormido bastante cuando llegué, se me desestructuró un poco el horario y estuve durmiendo tarde. Busqué qué tan lejos estaba de mi antiguo departamento, donde vivía. En el mapa la ubicación estaba guardada como “casa”. Me había olvidado de ese detalle. Nunca pensé en ese departamento como un hogar; estaba muy lejos de eso, la verdad. Fui caminando. Poco a poco me iba acordando de las calles, de los huecos en el pavimento y de los grafitis que siguen iguales. Llegué y me quedé un rato viendo el edificio. Seguía el portero viejo y renegón, que me caía mal desde siempre. Recordé lo desagradable que me resultaba. Estaba parado en la esquina de Arenales con Azcuénaga, me fumé unos cuantos cigarros antes de seguir caminando. Por esas calles solía caminar de madrugada, escuchando música porque no podía dormir, cientos de noches iguales. Recordaba también el apagón de cuatro días por el calor intenso, las voces de la gente gritando cuando Argentina metía un gol, alguna que otra pelea en las calles, los psicólogos, las pastillas, el insomnio y las semanas sin hablar con nadie. Felizmente ya no estoy en esa situación. No fue Buenos Aires, fui yo. Esta ciudad me parece encantadora, con defectos comunes de cualquier ciudad de Latinoamérica, pero no deja de ser genial.

Me demoré en escribir esta crónica. Era una mezcla de miedo con frustración. No me salían las palabras y dudaba demasiado. Hay mil cosas que podría decir, pero preferí enfocarlo en lo que significa regresar a un lugar en el que he vivido. Un lugar hermoso, pero no un lugar que supe disfrutar en su momento. Siendo sincero, yo no quería venir. Mi padre insistía en que lo haga y, por más inteligente que seas, no se puede superar la sabiduría de alguien que ha vivido más que tú. Así que hice caso. Y efectivamente, en solo estos días siento un gran cambio. Era algo que tenía que enfrentar y lo estoy haciendo.

Ayer en la noche, cuando no sabía qué escribir, aparecían en mi cabeza miles de ideas para trabajar en ficción, que es lo que siempre he querido. Como si hubiera tenido una especie de cierre con algo que no me daba cuenta de que seguía abierto. Como una herida que no había terminado de cicatrizar. Ahora, por fin, llegó el momento en el que puedo reírme de esos años y, al mismo tiempo, usarlos como un recuerdo que ya no pesa tanto, sino que se transforma en un impulso para lo que viene.

[Migrante al paso]  Pensando en ropa. Ahora en tiempo de descanso, viendo la serie sobre Balenciaga, el diseñador, y cómo fue cambiando sus diseños desde antes de la Segunda Guerra Mundial. De repente pensé que ya me toca comprarme ropa. Pero todavía no, me faltan diez kilos por bajar y de ahí recién. Puede sonar superficial, y efectivamente lo es, pero si te pones ropa que te gusta, que te acomoda y en la que te ves bien, tiene un efecto positivo que no se queda en lo superficial. Es algo con lo que siempre he estado de acuerdo, pero nunca lo he cumplido. Al final, tu apariencia es como una casa.

Siempre recuerdo una de las normas esenciales del hogar de mis padres. Desde que éramos niños, si un foco se malograba, se cambiaba inmediatamente. Lo mismo con la pintura o con cualquier detalle que pudiera dar la impresión de descuido. No era un acto de vanidad, sino un principio que tenía influencia directa en el estado mental de todos en casa. En los ochenta hicieron un estudio en el que dejaban autos en cuadras al azar en distintos lugares, con la luna rota o sin placa, básicamente señales de abandono. A los días, los autos eran vandalizados y el entorno se volvía más propenso a actos criminales. Ante la percepción de que algo no está siendo cuidado, aparece una vulnerabilidad mayor a lo negativo. Lo mismo se aplica a la apariencia personal.

La semana pasada fui al gimnasio todos los días con mi hermano. Y cada día él me repetía que me comprara zapatillas deportivas y ropa especial para hacer ejercicio. Al inicio me parecía innecesario, pero terminé haciéndole caso. Comencé a ponerme ropa de deporte y, no sé si fue una ilusión o no, pero mi desempeño mejoró. Incluso podía utilizar más peso. Mi madre me lo dice desde que tengo memoria: “¿Cómo vas a salir así a la calle?”, me decía con cara de que estaba loco. Mi abuela lo mismo. Para salir de la casa tenía que pasar por esos dos comentarios sí o sí. Y tenían razón, aunque yo lo llevaba al extremo.


De chico me iba a la bodega de la esquina en pijama y descalzo. Mi hermano también tuvo una época parecida; creo que la dejó cuando alguien le gritó “¡vagabundo!” desde un carro. Hasta ahora me mato de risa de ese recuerdo. Nos deben haber querido matar de vergüenza. Incluso en el colegio, cuando iba en chanclas en verano, bajaba al recreo descalzo y jugaba fútbol así, con los pies en carne viva contra el cemento. Una vez, en un viaje escolar a Cusco —de esos que había una vez al año—, no me bañé en toda la semana porque no había agua caliente. Recuerdo que solo llevé un jean y fue lo único que usé en todo el viaje. En mi defensa, aún no había desarrollado, así que no llegaba a oler mal… o eso quiero pensar.

Después de mucho tiempo con ese estilo de vida —excluyendo lo de no bañarme, que fue un caso extremo de ese viaje escolar— poco a poco me fui sintiendo mal. Porque le fui quitando valor a la práctica de cuidarse a uno mismo. Desde entonces, ha sido por épocas: a veces cuido mi apariencia y a veces la descuido. Y no es coincidencia que cuando me he sentido bien emocionalmente, también me he arreglado más. En cambio, en los periodos difíciles, lo he dejado de lado.

Ahora tengo 31 años, y dicen que a partir de los 35 todo es cuesta abajo. Por eso he decidido cuidarme en todo sentido: físico, mental y emocional. No quiero llegar a esa edad sin conocer mi máximo potencial. Pienso que, si no llego a experimentarlo, tal vez nunca llegue a conocerme del todo.

Esa forma de ser me acompaña desde muy chico. Cuando tenía 14 o 15 años, seguía siendo un niño en comparación con mis amigos. Ellos ya pensaban en chicas, en los primeros tragos, en fiestas. Yo seguía más preocupado por los videojuegos, los animes y el fútbol. Cuando comenzó la época de los quinceañeros, recuerdo que iba con mis zapatillas de fútbol y un buzo. No soportaba la ropa incómoda; sentía que era como ponerme una camisa de fuerza. Usar zapatos de terno era una tortura. Igual, en ese momento todavía tenía la excusa de que era un niño.

Pero luego creces, y ya no puedes seguir así. No porque se vea mal o porque importe demasiado lo que piensen los demás, sino por lo que significa en la relación con uno mismo. A veces me pongo a pensar en eso: cómo lo externo, lo que parece más superficial, termina filtrándose en la manera en que te percibes. Es extraño, porque todavía me debato entre esas dos posturas: la del que no le da importancia y la del que sí la reconoce. No lo he resuelto del todo, no es algo que pueda cerrar con una lección aprendida. Más bien es una pregunta que todavía me acompaña: hasta qué punto la forma de vestirme me define, y hasta qué punto puedo seguir siendo yo sin darle tanta vuelta a ese tema.

[MIGRANTE AL PASO] Comenzó cuando tenía 25 años. No podía dormir y sentía que la vida se me adelantaba. Conocí a un psiquiatra y psicoanalista que por fin respeté y lo haré siempre. Comencé a tomar medicamentos de manera no tan estricta. Me olvidaba y, en fin, la cosa no era tan grave. Solo una vida sin motivación personal alguna, pero estaba tranquilo dentro de todo, salvo malos humores y actitudes repentinas que podían escalar. Después de unos años en Argentina, entre subestimar la soledad y ser alguien que no tiene mucha facilidad para hacer amistades, el insomnio se volvió insoportable. Primero días, luego semanas; al final perdí la cuenta. Creo que batí el récord de tiempo sin dormir. Cuando lo hacía no sé si era caer somnoliento o desmayado. Se puso grave, más de lo normal. No tengo ninguna enfermedad cerebral ni nada, pero si la salud mental puede generar un cáncer, también te puede dejar sin sueño muchos días. Comencé a tomar medicamentos más potentes: venlafaxina, quetiapina, estabilizadores anímicos; me bombardearon de pastillas y yo las acepté porque solo quería poder descansar sin importar el costo. Una de las principales causas de locura temporal o variaciones es justamente la falta excesiva de sueño.

Me ayudó en su momento. Descansé. Pero no me di cuenta de que esas pastillas literalmente cambian la estructura de tu mente, por lo tanto tu personalidad, actitud e incluso tu identidad. No estoy en contra de la psiquiatría, me gustaría dejarlo claro, pero sí siento que es algo que debería tomarse más en serio y no como sucede actualmente: vas a cualquier especialista, le mientes un poco y sales con blísteres de ansiolíticos o lo que quieras. Yo lo he hecho de más chico y, ¿qué hacía? Lo utilizaba recreativamente, por ponerlo bonito. Mi psicólogo murió y continué terapia y los medicamentos con otra persona que también me ayudó mucho. Pero algo ya no era igual. Era el momento de por fin cumplir lo último que me pidió. No era dejar terapia, pero igual lo hice. Tampoco dejar las pastillas; igual lo hice. ¿Qué era? Tomar las riendas de mi vida; también lo hice. Para hacerlo necesitaba mi mente despejada; no podía tomar los antipsicóticos porque, para retomar el control, dormir hasta las 2 de la tarde no ayudaba. No digo que ya esté todo bajo control, pero un cambio drástico sí se ha dado. Desde cómo me veo hasta cómo pienso. Sigo siendo un poco loco, pero aceptar mi locura para aprender a controlarla es la única manera de ser el propio piloto de mi vida.

FOTO

A comienzos de este año tomé el primer paso y conversé con mi psicóloga del momento para decirle que necesitaba intentarlo yo solo. Necesitaba probar algo nuevo porque me lo pedía mi propia intuición. Al comienzo me costó y me vi obligado a hacer deporte gracias a una buena conversación con mi hermano. Comencé a tomar suplementos naturales como creatina, ashawandha y vitaminas, entre otras. Nada que me haga daño y solo me fortalezca. Día a día. Pasaron unos meses y me comencé a ver distinto yo mismo. Esos pequeños cambios que iban apareciendo me motivaban a seguir. Aún estoy a mitad de camino, pero el ánimo, la fuerza y la motivación comenzaron a renacer dentro de mí. Había pasado mucho tiempo y muchos intentos para por fin recuperar las ganas de mejorar. Despertarme sonriendo, irme a dormir con ganas de vivir el día siguiente eran cosas que extrañaba y necesitaba. Sigo siendo un renegón, susceptible a menosprecios e incomodidades; cada vez sé manejarlo mejor. Y a eso apunto. Ser lo suficientemente fuerte, en todo sentido, para que nimiedades no logren sacarme de quicio y saber ignorarlas. Ya que al final no tengo nada que demostrarle a nadie más que a mí.

Eso de mente y cuerpo es una realidad. Lo que muchos no entienden es que es todo junto, como uno. No son dos caras de una moneda; es la moneda entera. Mente y cuerpo son lo mismo. Y cada uno tiene su propia metodología. En mi caso, no soy un buen gestor ni planeador, así que tengo que ir adaptándome mientras actúo. Me despierto y no tengo que pensar ni dudar. Pensar en qué harían mis fuentes de inspiración e ir a entrenar; después mi día se ordena solo y avanzo. No digo que sea la manera exclusiva de hacer las cosas: cada uno tiene su propia fórmula y parece que ya encontré la mía. Sin pastillas ni torturas mentales. No escribo esto para que hagan lo mismo que yo. Más bien, para motivar a quienes creen que ya no hay nada que hacer: siempre se pueden probar nuevos acercamientos para lo que quieras y así, solamente así, haciendo cosas es que cambian las cosas. Ahora disfruto de escribir, leer, ver películas como lo hacía cuando era niño. En lo que antes parecía disociarme, ahora estoy presente. Me gusta pensar que con estos cambios la gente que me rodea también está más tranquila y contenta. Así es sentirse bien, tal como lo imaginaba.

Página 1 de 16 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16
x