Jorge-Luis-Tineo

¿El Rock and Roll Hall Of Fame debería cambiar de nombre?

"El Rock and Roll Hall of Fame está inspirado en las galerías de bustos de personajes notables de las humanidades que, a fines del siglo 19 e inicios del 20, aparecieron en Munich (Alemania) y New York (EE.UU.), la misma lógica que sirvió para inaugurar el conocido Paseo de la Fama de Hollywood..."

 

De los 17 artistas nominados para ingresar este año al Salón de la Fama del Rock and Roll, solo 3 están relacionados directamente al rock y los 14 restantes son figuras importantes de otros estilos, algunos muy conectados con la evolución del género -new wave, pop, country, metal- y otros abiertamente alejados, como el rap, el soul y la música experimental. Y, aunque este asunto no es ninguna novedad, la falta de coherencia que actualmente exhiben los administradores de esta institución creada en 1983 es cada vez más sorprendente, por decir lo menos.

Desde hace mucho tiempo, el término «rock» perdió su sentido recto como sinónimo corto de «rock and roll», entendido como el ritmo que resultó del cruce entre country, blues, gospel y jazz a mediados de los años cincuenta y que tuvo entre sus primeros exponentes a personajes como Elvis Presley, Chuck Berry, Bill Haley o Little Richard, para convertirse en un membrete «paraguas» capaz de contener, sin limitación alguna, a las multiformes ramificaciones que las dinámicas creativas  de artistas de posteriores generaciones comenzaron a producir, prácticamente a partir de su primera década de existencia. El rock and roll es, más que un género musical de características únicas e indivisibles, un conglomerado de conceptos, actitudes, combinaciones y tendencias en permanente y constante movimiento.

Esto, que puede servir para entender el universo del rock sin hacerse muchas complicaciones en cuanto a cerradas definiciones semánticas -se trata, al final de cuentas, de una manifestación artística y, por ello, es ajena a las discusiones teóricas sobre cuáles son o deberían ser sus fronteras- se convierte en un verdadero problema cuando un museo o entidad cultural, que propone ser abierta e inclusiva, persiste en usar como identificación, un nombre que no corresponde a esa visión amplia de lo que es, sesenta años después, la música popular contemporánea.

El Rock and Roll Hall of Fame está inspirado en las galerías de bustos de personajes notables de las humanidades que, a finales del siglo 19 e inicios del 20, aparecieron en Munich (Alemania) y New York (EE.UU.), la misma lógica que sirvió para inaugurar el conocido Paseo de la Fama de Hollywood. Fue creado por iniciativa de Ahmet Ertegun (1923-2006), el legendario productor turco-norteamericano que fundó, en 1947, Atlantic Records, uno de los sellos discográficos más importantes de las épocas doradas del pop-rock, soul/R&B y jazz (actualmente parte del gigante Warner Music Group). El museo, un edificio de siete pisos, ubicado a orillas del lago Erie en Cleveland, Ohio, es un homenaje vivo a la evolución del rock desde sus inicios con exhibiciones de fotos, videos, objetos y eventos especiales sobre cada etapa y subgénero.

El lugar es una maravilla, en términos de organización, orden y estándares de calidad, como todo museo del Primer Mundo. Y las ceremonias anuales de inducción, realizadas en conocidos teatros de New York o Los Angeles, son un derroche de talento, camaradería y reconocimiento a las trayectorias de entrañables compositores, productores, grupos y solistas. Pero el “Rock Hall” tiene dos serios problemas que empañan sus merecimientos. En primer lugar, nunca debió llamarse Salón de la Fama «del Rock and Roll» pues, desde sus primeras promociones incluyó otras ramas de la música popular norteamericana: Sam Cooke, Smokey Robinson, The Drifters, Stevie Wonder o Aretha Franklin, ingresados entre 1986 y 1989, son todos extraordinarios iconos del soul, pero difícilmente podrían ser considerados como artistas de rock.

Y, en segundo lugar, el comité encargado de seleccionar a los nominados ha venido añadiendo a artistas que, a pesar de la importancia de sus contribuciones, no se dedican necesariamente al rock ni a ninguna de sus variantes -The Supremes en 1988, Bob Marley en 1994, The Jackson 5 en 1997, Public Enemy en el 2013-, dejando fuera a otros que deberían haber ingresado mucho antes. Como si en un Salón de la Fama de la Salsa estuvieran Daddy Yankee, Don Omar y Romeo Santos pero no Manny Oquendo Los Hermanos Lebrón ni Ismael Rivera. ¿Se imaginan algo así?

Cada año ingresan entre seis y ocho nuevos artistas al Rock and Roll Hall of Fame. Según su reglamento, un grupo o solista se hace elegible al cumplirse 25 años del lanzamiento de su primera producción discográfica. La relación de nominados es definida por un comité que, aparentemente, decide quién va y quién no sobre la base de sus gustos personales y/o las tendencias de moda. Los postulantes, generalmente entre 15 y 20 nombres, ingresan a un proceso que, en estos tiempos de redes sociales, permite que el público también emita sus votos para, finalmente, anunciar a los nuevos miembros del club, en eventos que incluyen premios, video semblanzas, discursos y presentaciones en vivo. La mala elección de nominados y los desencaminados votos del público han generado varias contradicciones entre los resultados y la naturaleza misma del museo. Porque el rap no es rock and roll, como tampoco lo son el R&B, la new wave o la experimentación electrónica.

Este 2022, por ejemplo, hay 17 nominados. Y, como mencioné al principio, solo 3 de ellos -MC5, New York Dolls y Pat Benatar- podrían ser asociados al rock desde un punto de vista estrictamente musical. Después tenemos a dos leyendas del soul y el R&B -Dionne Warwick y Lionel Richie-, tres de la new wave -Devo, Eurythmics y Duran Duran-, un pionero del heavy metal -Judas Priest-, dos innovadores de la experimentación de diferentes épocas -la británica Kate Bush y el norteamericano Beck-, dos ídolos femeninos del country y el soft-rock -Dolly Parton y Carly Simon-, un extraordinario músico africano -Fela Kuti-, un furioso cuarteto de rap metal -Rage Against The Machine- y dos raperos -A Tribe Called Quest y Eminem. Un salón de la fama que los contenga a todos no está mal, pero no debería ser «del rock and roll» sino del «arte musical contemporáneo» o algo así. Es como si el MoMA, el Museo de Arte Moderno de New York, se llamara «del cubismo», «del arte pop» o del «arte abstracto».

Pero la cosa se pone peor. En las votaciones online de este año, encabeza las encuestas Eminem, que tiene tanto de rock como Calle 13 tiene de salsa. No basta con que el talentoso rapero blanco incorpore un monótono riff de guitarra en Lose yourself (banda sonora de la película 8 Mile, 2002), tema que viene cantando, literalmente, desde hace 20 años y que repitió, por enésima vez, en el caótico y sobredimensionado show de medio tiempo del último Super Bowl, la final de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés), vista por millones de televidentes en todo el mundo el pasado fin de semana. Es imposible asociar al lenguaraz Marshall Mathers con algo que tenga que ver con el rock, aun pensando en sus fusiones más modernas e híbridas. Por más que intentemos estirar el paraguas, para efectos de entender su inminente inducción, no alcanza para cubrirlo.

Y no solo es eso, sino que en el camino siguen quedándose verdaderos iconos de ese rock que, sin ser el original de Carl Perkins o Roy Orbison, tiene más nexos con guitarras, bajos y baterías que con cadenas doradas y jumpers con capuchas. Según los parámetros del salón, Eminem es elegible desde el 2021. Es decir, están a punto de aceptarlo apenas un año después de su primera opción. Sin embargo, bandas como King Crimson, Emerson Lake & Palmer, Thin Lizzy o Toto, elegibles desde 1994, 1995, 1996 y 2003, respectivamente, no han sido inducidos todavía.

Y solo he mencionado cuatro casos. La lista de rockeros no ingresados es inmensa. Tampoco están, entre muchos otros, Jethro Tull (elegible desde 1993), Sammy Hagar (2001), Suzi Quatro (1998), Iron Maiden (2005). Sin embargo, son reconocidos como «inductees» Michael Jackson (pop, 2001), Depeche Mode (electrónica, 2020), Nina Simone (jazz, 2018), Tupac Shakur (rap, 2017). Todos muy respetables y, en algunos casos hasta verdaderos genios como Miles Davis (ingresado el 2006) o los alemanes Kraftwerk (2021) pero con menos credenciales rocanroleras que los artistas mencionados, inexplicablemente ausentes.

Eddie Trunk, presentador de radio y televisión, ex conductor del programa de entrevistas That Metal Show y experto en hard-rock, es uno de los críticos más furibundos del Rock and Roll Hall of Fame. En más de una ocasión, Trunk se ha referido a su directorio como «una bola de irrespetuosos e ignorantes» a pesar de que, desde el 2016, el reconocido disc-jockey fue convocado para integrar el comité de votantes. Debido a sus constantes y agresivas campañas contra sus métodos de selección y decisión, el Salón de la Fama ha venido corrigiendo algunos errores imperdonables como la inclusión tardía de bandas emblemáticas de rock. Por ejemplo, Kiss recién ingresó el 2014 (15 años después de su primera opción). O la increíble demora de 23 años para Deep Purple y Yes, recién ingresados en 2016 y 2017. Si Judas Priest fuera aceptado este año, también será después de más de dos décadas desde que se abrió su posibilidad, en 1999. Pero quien se lleva el premio mayor en esto de las demoras son los Doobie Brothers, elegibles desde 1996 y aceptados 24 años después.

Otros casos insólitos son Phil Collins y Sting, elegibles como solistas desde 2006 y 2010, respectivamente. Y si revisamos la relación de «hall-of-famers» de esos años en adelante, notaremos con sorpresa que lograron ser inducidos raperos como Run DMC, The Notorious B.I.G., Public Enemy, Jay-Z (en su primer año de elegibilidad), o divas del pop y el disco como Whitney Houston, Madonna, Donna Summer o Janet Jackson por encima de los ex líderes de Genesis y The Police, bandas que sí figuran desde el 2010 y el 2003, respectivamente.

 

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