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La movilización del 19 de julio sigue despertando discusiones respecto de su magnitud y resulta difícil ser aguafiestas respecto de su convocatoria, cuando a la par, hay que considerar saludable para la democracia peruana que la sociedad se movilice, en un país donde no hay tradición de que la calle se manifieste, a diferencia de lo que sucede en otros países de la región, donde la ciudadanía sale a expresar su descontento masivamente e incide en las políticas públicas.

Pero le haría mucho bien a los propios organizadores de esta movilización reconocer su fracaso. No hubo más de cinco mil personas en las calles de Lima y con ello no alcanza para mover la aguja del reloj político ni un milímetro. La dupla Boluarte-Otárola, o el pacto tácito Ejecutivo-Congreso respiran aliviados luego de la escuálida marcha del jueves pasado.

Hay razones sociológicas que explican esta inactividad del ciudadano peruano, siendo la principal la mayoritaria informalidad reinante, que genera un pasivo inactivismo, por su naturaleza precaria y absorbente de horas-hombre. A ello se suma que Lima es la región que más apoya a Boluarte y no parece dispuesta a convertir los segmentos de desaprobación en movilización activa.

Pero lo que más atentó contra la marcha fue el intento de expropiación política de la misma por parte de la izquierda, sector ideológico que carece de autoridad ética para convocar nada, luego de su complicidad abierta con los desmanes políticos, económicos y, sobre todo, morales del nefasto régimen castillista. Encima, con su particular gusto por la ideologización, en lugar de concentrar la agenda de la marcha en uno o dos puntos (salida de Boluarte y elecciones adelantadas), le agregó de su propia cosecha, temas que a la ciudadanía independiente le importan poco o nada o, inclusive, desaprueba.

Como van las cosas, el deseado adelanto de elecciones no se va a producir. Se requerirá una movilización inmensa, un escándalo mayúsculo de corrupción que involucre a la primera mandataria o la ruptura impensada del pacto tácito entre la plaza de Armas y la plaza Bolívar, y nada de ello parece, por el momento, inminente. Lo más probable es que este gobierno, mediocre y sin brillo reformista, dure hasta el 2026, en medio de la estabilidad de la medianía que ha alcanzado.

 

 

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En la última versión del Latinobarómetro, medición regional de indicadores democráticos, el Perú no queda mal parado, a pesar de la crisis política por la que transitamos desde hace un lustro. Citemos textualmente lo que dice el informe: “Perú es otro país que tiene una categoría propia. El apoyo a la democracia alcanza el 50% en 2023 habiendo aumentado de 46% en 2020, tiene un aumento de dos puntos porcentuales de 25% a 27% en la indiferencia al tipo de régimen en el mismo período y se mantiene en 17% en su preferencia por un régimen autoritario, habiendo aumentado un punto porcentual que no es significativo en el mismo período”.

“En otras palabras, se puede decir que Perú a pesar de la debacle de sus presidentes no está tan mal con la mitad de su población prefiriendo la democracia. Sin embargo, Perú tiene el 91% de su población insatisfecha con su democracia, como veremos más adelante, es decir casi toda la población que es indiferente o prefiere el autoritarismo está insatisfecha lo que constituye un capital político negativo en contra del régimen que sea que está de turno. La deja vulnerable”.

La insatisfacción con la democracia es el problema a resolver porque puede ser una larva de eventuales proyectos autoritarios o populistas en el futuro (hoy, un 17% apoyaría un régimen autoritario). Pero ello no pasa, propiamente dicho, tan solo por un fortalecimiento político de nuestras instituciones sino por una mejora económica de la ciudadanía. No es un descontento con las elecciones, la separación de poderes o el Estado de derecho lo que explica el resultado mencionado, sino el mal funcionamiento de los servicios básicos y, sobre todo, la sensación de no progreso económico (de otro modo, no se explicaría que aumente el apoyo a la democracia).

Se necesita que volvamos al círculo virtuoso de crecimiento que se empezó a desmoronar con el gobierno de Ollanta Humala, que se agudizó con la crisis tremenda del gobierno de Kuczynski y ya explosionó con el régimen de Castillo, y cuyos efectos aún perduran en el mandato de Boluarte, el que no logra hasta el momento consolidar un ánimo confiado de los inversores.

Con un país creciendo, clase media expandiéndose y pobreza reduciéndose, se establece la atmósfera adecuada para que la satisfacción con el establishment se incremente y se reduzcan de alguna manera, los riesgos autoritarios.

La del estribo: notable el libro de Rafael Dumett, El camarada Jorge y el Dragón, el primero de una saga que versa sobre las viscisitudes vitales de un personaje fabuloso, como fue Eudocio Ravines. Confirma la talla literaria del autor, ya exhibida en la gran novela El espía del Inca. Publica Alfaguara. A propósito, este martes 25 a las 8 pm., en el teatro Ricardo Blume, Dumett hará una performance teatral (The Reading show) de su libro. Entradas en Teleticket.

 

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apoyo a la democracia, Boluarte, Crisis política, insatisfacción, Latinobarómetro, Ollanta Humala

En la búsqueda de alcanzar la mayoría suficiente para hacerse de la Mesa Directiva del Congreso, la centroderecha no se está parando en mientes para conseguirlo.

Hace cosa de un mes iniciaron verbales coqueteos con Perú Libre, pero luego vino el úkase de Keiko Fujimori a través de Miki Torres y las tratativas quedaron convertidas en letra muerta. Ya no había nada que hacer entre Fuerza Popular y el partido de Vladimir Cerrón, con lo cual abortaba la posibilidad de que el hermano el del exgobernador de Junín ocupara un sitio protagónico en la mesa directiva a conformar.

A renglón seguido varios representantes parlamentarios del llamado Bloque Democrático han empezado a tirarle flores a la bancada del Bloque Magisterial, señalando que son más sensatos y dialogantes que sus pares de Perú Libre y que con ellos sí se podrían sentar y acordar un pacto.

La dificultad está en el pedido del Bloque Magisterial de que le otorguen la presidencia de la Comisión de Educación, lugar que, a su vez, Renovación Popular se niega a perder y, como veremos, con singulares buenas razones.

No sería admisible, ni ética ni políticamente, que parte del toma y daca con el Bloque Magisterial, pase por entregarle a éste la potestad de volver a poner sobre el tapete temas ya zanjados, como el intento de intervenir la Derrama Magisterial o el de brindarle reconocimiento sindical al Fenate, agrupación claramente vinculada al Movadef.

Nadie se puede cortar las venas porque se incluya a una agrupación de izquierda en una Mesa Directiva presidida por la derecha, sobre todo si pragmáticamente se necesitan sus votos para alcanzar la mayoría. Al final, lo que importa, políticamente hablando, es la Presidencia del Congreso, no las vicepresidencias, que son cargos más bien protocolares.

Lo que preocupa es que al son de las negociaciones, la derecha trance en temas inaceptables, sobre los que debe mostrar intransigencia. La agenda del Movadef no puede ser avalada por ninguna agrupación democrática, y si el Bloque Magisterial la pone sobre la mesa debe ser descartada de plano. Los tiempos infaustos del castillismo no pueden volver por la puerta falsa de una negociación política, por más perentoria que ésta sea.

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La única manera de que las movilizaciones contra el gobierno de Dina Boluarte tengan éxito (no lo es convocar a 21 mil personas a nivel nacional; generosa cifra soltada por un incauto ministro del Interior), es que logren consolidar una amalgama similar a la de las fuerzas antifujimoristas. Es decir, que se reconstituya una suerte de frente anti Keiko y haga carne en las calles.

Ello es, sin embargo, difícil que ocurra, más aún después del duro pronunciamiento de la lideresa de Fuerza Popular en contra del gobierno, y que parece ser la clarinada de un paulatino distanciamiento del régimen. Dicho sea de otra manera, quien se oponga a Boluarte no se opondrá, por default, a Keiko Fujimori.

Una agenda tan dispersa como la que convocó a la marcha de anteayer (solo faltaba que pidieran la salida de Agustín Lozano de la Federación Peruana de Fútbol) y la ausencia de un liderazgo político unificado, atentaron contra la posibilidad de que se produjera una movilización de la magnitud que hemos visto en otros países de la región (Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, etc.), donde millones de ciudadanos protestando vehementemente sí fueron capaces de mover la aguja del reloj político.

El gobierno ha ganado una batalla, casi sin costos colaterales (a diferencia de lo sucedido en diciembre y enero, donde se mantuvo en el poder, pero a costa de perder legitimidad y herir su naturaleza democrática), pero deberá saber que la oposición no va a cejar en tratar de sacarlo del poder (ya se anuncian nuevas movilizaciones) y si no escucha a la calle, expresada no solo en las protestas sino también en las encuestas, y no enmienda rumbos, va camino a escenarios políticos cada vez más precarios y riesgosos para su estabilidad.

El hartazgo ciudadano no cuaja en marchas masivas por sinfín de circunstancias (sobrepresencia de la izquierda, informalidad, crisis económica, pasividad juvenil, etc.), pero si el Ejecutivo no empieza a gobernar con eficacia y el Congreso no le pone punto final al desmadre corrupto e indolente al que le da generosa cabida, puede llegar a elevar la temperatura de la irritación ciudadana y en el momento menos esperado, favorecer que estalle una situación social de mayor magnitud e impacto real.

 

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La izquierda es la gran derrotada de la jornada de ayer, bautizada como “La tercera toma de Lima”. No logró movilizar masas suficientes como para hacer tambalear al gobierno y mucho menos para imponer la agenda ideologizada que se le había endosado a la protesta.

En todo el Perú ocurrió lo mismo. Ni por asomo nos acercamos a las protestas de diciembre y enero en cuanto a participación ciudadana. Pocos hechos de violencia y una impecable actuación policial -salvo por algunos aislados excesos- redondearon una faena que redundará en beneficio del gobierno.

Al final, la marcha ha fortalecido al régimen. Ahora puede enarbolar la permisión de protestas con una respuesta democrática, con respeto a las libertades civiles y con resguardo de los derechos humanos. No limpia los sucesos de fines de año, pero le da un barniz diferente a la coloratura autoritaria del régimen.

La dispersión de grupos convocantes, la puesta en escena de una agenda politizada al máximo, la actuación preventiva del régimen (inclusive, se habla de negociaciones fructíferas con la minería informal para que ya no financie la protesta), contribuyeron a que se diluya la convocatoria. Y a ello se suma la ausencia de masas juveniles, desencantadas del régimen, pero que no ven opciones que los activen más allá del grito de que se vaya Dina Boluarte.

El gobierno cometería un gravísimo error, sin embargo, si este relativo triunfo político lo lleva a reafirmarse en más de lo mismo, en esta estabilidad mediocre que nos rige, y no asume la urgencia de modificar radicalmente los términos de su gobierno en materia política, social y económica.

Y, por supuesto, se esperaría que el Congreso ponga las barbas a humedecer y entienda que la impunidad política con la que vienen actuando es el principal causante de la irritación ciudadana y del desgaste del establishment político.

La protesta de por sí, más aún por el tenor democrático y pacífico exhibido esta vez, alza una voz que debe ser escuchada en las alturas del poder. Se esperaría que el 28 de julio Dina Boluarte se dirija al 80% del país que la desaprueba y no al que la aprueba. La jornada del 19 de julio habría logrado algún efecto si ello se produce, y se esperaría que así sea. Hay que respetar al pueblo movilizado, más allá de las agendas politizadas de una izquierda que se quiere reciclar de su descrédito por haber sido comparsa cómplice del nefasto gobierno de Castillo.

 

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Si el gobierno comete este 19 de julio la bestialidad de reeditar la represión asesina de diciembre y enero, habrá puesto el primer peldaño para su inminente caída. Hasta ahora esperamos una disculpa auténtica, sanción política a los responsables y su respectivo procesamiento penal, y esa ausencia explica, entre otras varias razones, la alta desaprobación del régimen, sobre todo en las regiones donde la represión se desató inmisericorde.

Lo que corresponde en una democracia y en un Estado de Derecho es que las protestas y las marchas se respeten y cautelen. Y si se produjera algún desborde violento, pues proceder a la inmediata captura y detención del vándalo, su pase a la fiscalía y su procesamiento penal respectivo.

No hay pena de muerte por protestar, ni siquiera por bloquear una carretera, cerrar un puente o intentar tomar un aeropuerto. La policía o la fuerza armada solo puede hacer uso de sus armas letales en caso peligre su integridad vital o la de otros ciudadanos.

El problema de fondo es que si el terruqueo ya es moralmente deleznable en la sociedad civil o la clase política, resulta altamente riesgoso si lo asumen los hombres de uniforme, que creen, en muchos casos, que en este tipo de protestas están enfrentando a terroristas encubiertos (lo vimos en declaraciones grabadas a policías durante la incursión en la San Marcos).

Con esta actitud, el gobierno, en lugar de despertar temor en la ciudadanía, la alienta a salir a protestar, porque hay evidente molestia en el país por una gestión mediocre y por un Congreso corrupto y deleznable. La gente está harta y por más que haya una agenda izquierdista que quiera reciclarse con esta marcha, se entiende que a ella se sumen porciones ciudadanas independientes y sin agenda ideologizada.

El Ejecutivo tiene que saber leer la realidad. Y ésta le exige un cambio radical de gestión, no solo política sino también económica e institucional. El país no llega indemne al 2026 si las cosas siguen como están. Fuera de la agenda politizada de los convocantes oficiales de la marcha, la demanda ciudadana de fondo no puede ser soslayada y muchos menos reprimida abusivamente.

 

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Las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) fueron parte esencial de las iniciativas de reforma planteadas por la comisión Tuesta, pero se suspendieron en las últimas elecciones por la pandemia. Hoy deben ser asumidas como filtro obligatorio ante la avalancha de partidos que se está inscribiendo.

Los propios partidos del statu quo no las quieren, claro, prefieren seguir manteniendo el esquema de que los candidatos presidenciales y las listas parlamentarias se decidan prácticamente a dedo, por los “dueños” de los partidos. Así, se diluye la posibilidad de generar una situación que les convendría a ellos mismos, ya que las PASO no tienen otro propósito que reforzar a los partidos políticos, piedra angular de una democracia más funcional que la que tenemos.

Si este mecanismo, que se aplica con éxito en varias democracias del mundo y de la región, se aplicase en el Perú, influiría en gran medida para que un poder integrado por partidos, como es el Congreso, recupere algo de la legitimidad y representatividad que en nuestro país ha venido perdiendo paulatinamente (cada Parlamento es más desacreditado que el anterior), hasta llegar a los límites actuales, con un poder del Estado con aprobación que apenas llega al 6%, según algunas encuestas.

Los partidos políticos son una parte fundamental de la democracia. Son las organizaciones que canalizan las demandas de los ciudadanos y las llevan a las instituciones gubernamentales. Sin partidos políticos, la democracia sería una mera formalidad, sin capacidad de representar los intereses de la mayoría.

Los partidos políticos no son perfectos, y a menudo se ven envueltos en luchas de poder y corrupción. Sin embargo, son una parte esencial de la democracia, y su función es básica para el funcionamiento de las instituciones gubernamentales.

Los partidos políticos son los pulmones de la democracia. Sin ellos, la democracia sería una máquina sin combustible, incapaz de funcionar. Ellos son los encargados de llevar el oxígeno de la participación ciudadana a las instituciones gubernamentales, y de asegurar que éstas funcionen en beneficio de la mayoría.

Hay que recuperar la legitimidad del establishment democrático en el país. Lo que hoy sucede no es solo culpa del gobierno de Boluarte. Es parte de un proceso histórico de paulatino deterioro, que, si no hacemos algo para remediarlo, irá de mal en peor, alentando la posibilidad de aventuras autoritarias y radicales.

La del estribo: agenda obligada de la cartelera teatral acudir al Teatro de Lucía a espectar Hasta que la muerte nos separe, con la dirección del gran Alberto Isola y las actuaciones de Sandra Bernasconi, Javier Valdés, Roberto Ruiz, Airam Galliani, Antonella Gallart y Sol Nacarino. Va hasta el 21 de agosto y las entradas se venden en Joinnus.

 

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Este gobierno no va a salir de su zona de mediocridad. Carece de visión y de capacidad para convocar cuadros capacitados para las circunstancias que le toca manejar (aun cuando esté a años luz del desastre administrativo que supuso la gestión nefasta de Pedro Castillo) y lo vemos en designaciones como el de la nueva presidenta de EsSalud, un cargo de suma importancia para millones de peruanos.

En esa medida, a pesar de resultar conveniente, en términos políticos, darle cierta estabilidad al país, luego de haber tenido cinco presidentes en cinco años (Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti y Dina Boluarte), lo más sano es proceder a un adelanto ordenado de las elecciones, tanto presidenciales como congresales, y que se reinicie el proceso desde fojas cero.

Los niveles de descontento de la inmensa mayoría de la población son de tal envergadura que dejarlos crecer o mantenerse, nos va a poner al borde de un polvorín en las elecciones del 2026 (si Boluarte insiste en completar su mandato, como ya ha dejado saber). Igual, unas elecciones adelantadas no aseguran que no vaya a surgir con posibilidades un disruptivo radical como lo fuera Castillo, pero más probable es que si algo así ocurre, sea el 2026 y no antes.

No obstante ello, la marcha de protesta convocada para el 19 de julio, ampulosamente denominada Tercera Toma de Lima (como si hubiera habido dos precedentes), no responde a esas consideraciones, sino a una agenda ideológica de la izquierda que hoy quiere, con la oposición a Boluarte, lavarse la cara de su desprestigio radical por haber sido comparsa cómplice del gobierno ineficiente, corrupto y golpista de Castillo.

La izquierda merece castigo político y electoral por no haber sido capaz, seducida por las migajas del poder, de tomar la distancia que debieron tomar del desastre castillista, el mismo que de haber continuado hubiera puesto al Perú al borde de ser un Estado fallido. Pero al respecto, ya no una marcha, ni siquiera una performance crítica en algún espacio público (en el colmo de la impostura, algunos líderes de la izquierda creen que por haber publicado tres o cuatro artículos en algún periódico, ya cumplieron con su cuota de responsabilidad y de alejamiento del fiasco castillista).

La izquierda no merece, por un buen tiempo, la oportunidad de reciclarse y regenerarse, por más argumentos que le regale un gobierno mediocre y torpe como el que tenemos. Y el objetivo político de esta marcha es ése: que esa izquierda silente se recoloque en el establishment político-electoral del país. A ello no hay que sumarse.

 

 

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Primero fue la bendita reunión del viceministro de Interculturalidad con el grupo protofascista La Resistencia, que terminó ocasionando su salida del gobierno, y ahora es la designación como presidenta de EsSalud de la cuestionadísima exministra de Salud, Rosa Gutiérrez, quien salió del gabinete por su pésimo manejo de la epidemia del dengue.

A pocos días de la mentada Tercera Toma de Lima, el gobierno hace méritos propios para que un sector de la población, más moderado, que de repente iba a espectar desde sus domicilios la protesta, empiece a evaluar sumarse a la misma, indignado por la indolencia gubernativa para manejar los asuntos públicos.

Lo más probable, dada la conflictividad al interior de los grupos convocantes, el exagerado pliego de demandas acordado en la convocatoria y la ausencia de los jóvenes de la misma, es que la marcha no sea lo multitudinaria que algunos esperan y que, si el régimen no comete la barbaridad de reaccionar represivamente como en diciembre y enero, la misma no genere el impacto político buscado.

Pero no deja de llamar la atención la torpeza del gobierno. Ya sabemos que es un gobierno mediocre, carente de equipos tecnocráticos y políticos (la mejor muestra de ello es que las pugnas y fricciones gubernativas se reducen a los malentendidos entre el hermanísimo de la presidenta y el premier Otárola), pero se podría haber esperado que en circunstancias críticas, se manejase con mayor solvencia.

Julio es un mes complicado en términos políticos. Se viene la llamada Toma de Lima, la elección de la Mesa Directiva del Congreso y el mensaje presidencial de Fiestas Patrias. Dentro del equilibrio que supone la estabilidad mediocre del régimen, al menos se esperaría que no haya sobresaltos mayores, pero eso tiene como condición previa que en el Ejecutivo prime la cordura y la sensatez, cosa que no se aprecia con los dos hechos mencionados al inicio de esta columna.

El Perú político ha salido de cuidados intensivos con la caída del nefasto gobierno de Castillo, pero aún se halla en cuidados intermedios y requiere seguimiento y desvelo. Lo mínimo que se esperaría, en tales circunstancias, es que el paciente -léase, el gobierno- contribuya a su mejoría y no atente contra ella.

 

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