Siempre estuvimos de cabeza

"Nací en 1993, un año después del autogolpe de Estado de Alberto Fujimori y de la captura de Abimael Guzmán. Tres años después fue la toma de la Embajada de Japón. No sé si estoy inventando recuerdos, pero tengo la sensación de haber estado jugando en el suelo de la cocina mientras se escuchaban las noticias de ese atentado. Puede ser que sí me acuerde de ciertas cosas, porque duró más de cuatro meses"

[MIGRANTE DE PASO] Todavía estaba dormido. Hay que aprovechar los domingos. Me desperté de golpe. Todo temblaba. Me di cuenta de que todavía soy rápido: salí disparado. Antes de que terminara el temblor, ya estaba afuera, y eso que fue corto. Pensé que ya no les tenía tanto miedo, pero estaba equivocado. Sigo siendo igual de miedoso que siempre.

Me acordé del 2007, cuando fue el terremoto en Pisco, que en Lima también se sintió bastante fuerte. Recuerdo que fue larguísimo, no terminaba nunca. Aun así, el de hoy lo sentí incluso más fuerte, solo que no duró tanto. Tenía 13 o 14 años como máximo. Justo iba a mis clases de karate cuando empezó. Salimos todos a la calle; los vecinos también estaban afuera. Las caras de la gente, los niños gritando. Mi padre tenía la mano puesta sobre mi hombro para calmarme. Cuando me asustaba de chico no era de los que entraban en pánico o gritaban. Me quedaba callado y miraba a todos lados. Era bastante instintivo, pero probablemente, si mis padres se hubieran asustado, yo me habría quedado paralizado. Ya de grande aprendí a manejar el miedo, porque toda mi infancia me la pasé teniéndole miedo a casi todo.

No sé si es porque ahora la información llega rapidísimo a todos lados —y eso solo ha ido en aumento desde que nací—, pero en los 31 años que he vivido siento que han pasado demasiadas cosas en el mundo y también en el país. Mucha gente de mi generación piensa lo mismo. De hecho, existen hasta memes sobre esta situación con los millennials.

Nací en 1993, un año después del autogolpe de Estado de Alberto Fujimori y de la captura de Abimael Guzmán. Tres años después fue la toma de la Embajada de Japón. No sé si estoy inventando recuerdos, pero tengo la sensación de haber estado jugando en el suelo de la cocina mientras se escuchaban las noticias de ese atentado. Puede ser que sí me acuerde de ciertas cosas, porque duró más de cuatro meses.

Unos años después, en 2001, también estaba en el suelo, esta vez en un aula del colegio. Una profesora estalló de rabia porque unos compañeros habían armado dos torres de jenga y simulaban lo que había ocurrido el día anterior con las Torres Gemelas. Los niños pueden ser más crueles de lo que pensamos. Estaba en segundo o tercer grado de primaria.

Ahora que lo pienso en retrospectiva, ese atentado fue una locura. Recuerdo que en las noticias mostraban los registros de llamadas telefónicas hechas por personas atrapadas en las torres durante el ataque. Al escucharlas, se me helaba el cuerpo: voces quebradas por el pánico, algunas llamadas interrumpidas por el derrumbe del edificio. Padres llamando a sus familias, jóvenes que llamaban a sus madres; algunos se limitaban a despedirse. El mundo cambió. Las personas en todo el planeta recibieron un mensaje: este mundo no funciona como creíamos, y lo que no conocemos apenas refleja una pequeña parte de lo que realmente ocurre. Yo tenía menos de 10 años, y a esa edad comencé a entender el trasfondo de muchas cosas que antes solo oía de los adultos sin comprender.

Podría mencionar muchas cosas: desde la crisis económica del 2008, que tampoco entendía del todo, hasta el trágico incendio de la discoteca Utopía. Hasta hoy, cada vez que entro a un lugar, lo primero que hago es buscar las salidas de emergencia. Un sinfín de hechos desastrosos. De un día para otro, el mundo entero enfrentó una pandemia global. Todavía se siente surrealista. Yo estaba en Argentina, me iba a mudar allí para estudiar. Recuerdo que mi padre me fue a ver. Comenzaron a aparecer noticias sueltas sobre casos en distintos países. No me asusté hasta que aparecieron algunos en Argentina y luego en Perú. Tuvimos que tomar un vuelo apresurado porque ya estaban cerrando las fronteras. Regresamos en uno de los últimos. Clases virtuales, cifras de muertes que no paraban de aumentar, corrupción con los balones de oxígeno, y sin una vacuna a la vista. Incertidumbre tras incertidumbre.

Un poco más de un año después, me fui a otro país. Unos meses después comenzó la escalada del conflicto palestino-israelí, que terminó en una masacre espantosa sobre la que seguimos recibiendo noticias. En esos meses también empezó la guerra entre Ucrania y Rusia. Hace unos días, comenzó el intercambio de ataques entre Israel e Irán. El panorama solo deja espacio para pensar que se viene una guerra mucho peor, de gran escala. Espero que estemos equivocados, porque lo que menos se necesita ahora es algo de esa magnitud. Mejor dicho, nunca es buen momento para una guerra, sea del tamaño que sea.

Sin embargo, pedirles un poco de conciencia a los líderes mundiales parece imposible. No son personas normales; cada uno está más loco que el otro. Analizar o predecir desde la cordura pierde sentido cuando hablamos de las decisiones que tomarán. El mundo está dividido, y todos corren como niños a favor de un bando, cuando está clarísimo que ambos están mal. Siempre ha sido así. Pedirle a la gente que sea valiente ahora también parece una locura. Durante mucho tiempo pensé que creer en la paz era ridículo por ser inalcanzable. Me dejé arrastrar por discursos de odio y caí en el pesimismo. Hoy prefiero abrazar el cliché de la paz. Prefiero vivir creyendo en utopías antes que obligarme a pertenecer a estos bandos de mentes cuadradas y derrotistas. Tenemos que darnos cuenta de que nadie merece ser herido.

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