Mitología de un hogar

[Migrante al paso] Van un par de semanas donde mis padres están de viaje. La calle está rota. La cocina en remodelación. El primer piso barnizado. Por 3 días tuve que dormir en el mismo cuarto donde dormí cuando era pequeño, hasta los 10 años, aproximadamente. Cuando las noches eran misteriosas y tu imaginación era más potente que cualquier pensamiento lógico. Ahí, echado, con la misma imagen que veía antes de dormir cuando era chico. La puerta del cuarto y la del baño consecutivas y casi yuxtapuestas. Pude volver a sentir esas noches místicas de nuevo, hasta podía sentir a mi hermano al otro lado del cuarto durmiendo, donde estaba su cama durante nuestra infancia. Han sido noches en las que, entre sueños, cansancio y estímulos conocidos pero antiguos, todo eso junto es tierra fértil para los recuerdos.

Vi una película de terror, con una pizza y Coca-Cola, exactamente como lo hacía hace años. Comiendo en la cama. Era el mejor plan. Hasta ahora mi abuela se mata de risa de que la hice ver El Señor de los Anillos como 50 veces cuando mis papás salían y ella se quedaba cuidándome. Creo que hasta se había aprendido el diálogo de memoria. Hasta ahorita, veo por lo menos una vez al año la trilogía, la versión extendida. En fin, esa noche dormí ligeramente asustado. Me metí en el papel. Me pareció escuchar que me llamaban desde el primer piso, creí escuchar el piano y recordaba mis miedos de niño. A veces pensaba —no te miento, hasta lo veía— que un monstruo me perseguía; era una quimera de los villanos de ficción que había visto. También, en uno de los pequeños estantes de mi cuarto me imaginaba —también al punto de creer que la veía— a una bailarina de ballet diminuta dando vueltas en su pequeño cuadrilátero de madera.

Aparte de esas pequeñas leyendas personales, las casas tienen su propia mitología o algo similar. Sobre todo entre hermanos que no se llevan muchos años y crean un mundo mágico colectivo, y el miedo nunca escapa de estos terrenos. Como toda cultura, en este caso en micro, existen guardianes, y en nuestro caso eran nuestros perros. El más emblemático, Max, un pastor alemán gigantesco que visitaba cada cuarto de la casa antes de dormir para luego echarse a mis pies encima de mi cama.

Había 3 pilares estructurales de la casa para nuestro pequeño mito. Teníamos un cuarto de juego, donde aparentemente nuestros padres nos cedieron ese espacio y podíamos hacer lo que queríamos ahí. Jugábamos con infinitos muñecos, juegos de cartas, ya sean de Magic o de Yu-Gi-Oh!. En un momento fue cuarto de ping-pong. Luego estaba todo pintado y garabateado por nosotros mismos y amigos cuando era el spot de nuestras primeras fiestas o reuniones. También fue el taller de mi hermano y, mucho después, mi último cuarto que hasta ahora se mantiene ahí. Es algo importantísimo que los niños tengan su propio espacio, y en nuestro caso tuvimos la suerte de que fuera un cuarto completo. Era nuestro santuario y guarida.

En el segundo piso había un cuarto en el que no había nada. Una vez quisimos convertirlo en un laboratorio científico. A veces lo usábamos para entrenar karate. Pero nunca estuvimos mucho tiempo ahí, algo andaba mal con ese cuarto. Diría que, si existen las cargas negativas, en nuestra casa solo ese cuarto la tiene. Está al final del pasillo. Para cruzar de nuestro cuarto al baño, teníamos que cruzar sin ver a la derecha. Nunca a la derecha. Ahí estaba ese rectángulo totalmente oscuro. Mi hermano una vez me dijo que una bestia dormía ahí de noche y yo me lo imaginaba respirando, con ojos rojos enormes, cuando evitaba mirar aquel hueco. Era como una puerta a lo que sabíamos que existía pero no queríamos ver. Este lugar tomó el rol de ser nuestro almacén de miedos. Ahí los depositábamos todos. Ya un poco más grande, fue mi cuarto y, por alguna razón —puede ser que me sentía solo o que efectivamente hay algo raro— prefería dormir en el sillón del cuarto de mi hermano que en mi propio cuarto. Incluso cuando regresaba del colegio me dormía en la cama de mi hermano. Luego, cuando él regresaba de la universidad, me gritaba porque decía que la dejaba toda caliente.

El último lugar era la biblioteca. Miles de libros en rumas. Olía a polvo y estaba detrás del cuarto de mis padres. Ese lugar sí parecía otra dimensión. Parece demasiado grande; si ves la casa por fuera, es difícil imaginar que ese espacio está ahí. Por ahí también subíamos al techo y, también, hay una segunda puerta que da a la calle. Tiene una distribución surrealista. Ese lugar era el que nos permitía volar. El pilar del conocimiento. Tenía sueños recurrentes sobre un ascensor que estaba oculto entre los libros y te llevaba a un laberinto subterráneo. Se fue repitiendo mientras crecía y muchas veces. Habiéndoles contado todo esto, solo puedo dar gracias a haber tenido una infancia con espacios que nos permitían pensar y, sobre todo, imaginar. Es un privilegio en un país como este, donde la mayoría de niños crecen plagados de entornos tóxicos, violentos y de escasez. Nadie tiene por qué crecer ni vivir en esas circunstancias, por lo tanto, lo mínimo que puedo hacer es estar agradecido e intentar ayudar a que no sucedan esas cosas dentro de mi potencial poder de cambio.

Mas artículos del autor:

"En horas solitarias"
"En los zapatos de otros"
"No más poder al poder"
x