No obstante las vacunas —logro extraordinario por donde se lo mire—, un mejor manejo médico en el marco de servicios de salud que ya llevaban un tiempo razonable operando de manera fluida, un conocimiento mucho más ilustrado del curso de la enfermedad y la promesa de antivirales efectivos para los días que siguen el contagio y, quizá, tratamientos con anticuerpos pluriclonales, en algunos días todo parece haber cambiado. El estado de ánimo colectivo, de todas maneras.
Porque eso es lo que caracteriza lo que estamos viviendo: no hay, hasta ahora, nada que nos ponga después de, de regreso a las rutinas de antaño o defina con claridad el rostro del enemigo. Íbamos camino a mayor fluidez en los desplazamientos —a través de fronteras y dentro de ellas—, menores restricciones horarias, protocolos de protección personal flexibles, y, quizá sobre todo, el regreso a actividades deportivas, sociales, festivas y artísticas. Y, súbitamente, una letra más del alfabeto griego descoloca a gobernantes, especialistas y ciudadanos, y nos vemos frente a una cascada de congelamientos, retrocesos, reformulaciones y cancelaciones.
Ómicron, una suerte de Avada Kedavra, la maldición asesina de la saga poteriana, amenaza colmar los hospitales y sus UCIs, esparcirse por doquier y ser el ladrón que se les escabulle a los celadores que las vacunas han puesto en nuestros organismos. ¿La pesadilla virológica se concretó?
Puede que sí, puede que no, depende. En realidad, una vez más —la única realidad inamovible durante esta inacabable pandemia— nuestra ignorancia es lo único seguro. ¿Podríamos acaso haber predicho que Minitel, un claro precursor de Internet, desaparecería, pero sería reemplazado por la red mundial; o haber tenido claro el futuro de Pac-Man o Space Invaders? O, si quieren los lectores, alguien hubiera afirmado que alguna vez no habría dinosaurios y que nosotros, los que estamos ahora tan asustados, seríamos los reyes del planeta?
Sí, es un asunto de evolución, mezcla de azar y necesidad, destrucción creativa, de esa que tanto promueven seminarios sobre las maneras de hacer emprendimientos exitosos. Porque si hay algo que se parece a la fascinante dinámica de los mercados, es la lógica de la naturaleza con sus espontáneas variaciones y variedades, sus inesperados éxitos e impensables fracasos, sus catástrofes y sus aparentemente inacabables supremacías (¡los dinosaurios fueron un negocio realmente exitoso 90 millones de años¡).
Y así estamos. Cuando nos preparábamos a declarar la Delta manejada o al menos manejable, aparece un startup cuyas acciones se disparan. ¿Será un unicornio? En realidad no hay manera de saberlo, es muy temprano. Puede desplomarse o llegar a ser un monopolio. Pero, al igual que con la economía, no va a ser la última novedad. Quizá esa es la lógica que debemos entender.
Mientras tanto, nuestros esfuerzos deberían ir más allá de lo médico y epidemiológico. Ni el sueño de cero virus a través de controles draconianos al movimiento de ideas y personas, la búsqueda de líderes mesiánicos que alzan la mano dura y juran por nosotros contra ellos; pero tampoco la ausencia de protocolos sanitarios y el ensalzamiento del cada uno a su suerte, que los débiles sucumban y los sobrevivientes sostengan el avance de la especie.
Al final el camino más razonable es el centro. Ni la obsesión por la protección a costa de la libertad, ni el rechazo a la responsabilidad colectiva que la recorta parcialmente. Hay para rato.