[La columna deca(n)dente] En un Estado democrático, el Ejecutivo y el Legislativo tienen la misión de representar a la ciudadanía y trabajar por el bienestar común. Sin embargo, en ciertos contextos, estas instituciones pueden ser capturadas por organizaciones criminales que operan en su interior, transformándolas en herramientas de saqueo, corrupción y protección de intereses particulares. Esta dinámica, conocida como captura del Estado, constituye una de las amenazas más graves para la democracia y el Estado de derecho.
Un Ejecutivo y un Legislativo infiltrados por redes criminales no solo distorsionan la función pública, sino que la pervierten por completo. Estas estructuras capturadas gobiernan para las “élites” que las controlan, adoptando decisiones que aseguran beneficios privados mientras despojan a las instituciones de su legitimidad. En este escenario, el interés público queda subordinado a una agenda oculta dominada por la corrupción, la impunidad y la acumulación ilícita de poder.
Las decisiones y leyes emanadas de estas instituciones, aunque presentadas como legales, son en realidad herramientas diseñadas para proteger intereses criminales. Ejemplo de ello son normativas que reducen sanciones por corrupción o leyes que bloquean investigaciones contra funcionarios. La corrupción deja de ser un fenómeno aislado para convertirse en el eje del funcionamiento del Estado, donde los recursos públicos son desviados hacia redes clientelistas o utilizados para el enriquecimiento ilícito de operadores del sistema.
Además, los sistemas judiciales y de control son cooptados para garantizar la impunidad, generando un círculo de protección que perpetúa el poder de estas redes. Las decisiones gubernamentales se alinean con los intereses de estas estructuras, priorizando normativas y programas que favorecen sus actividades ilícitas, como la flexibilización de regulaciones clave.
Cuando el crimen organizado se instala en las instituciones públicas, las bases de la democracia se erosionan rápidamente. La ciudadanía pierde confianza en sus representantes, alimentando discursos populistas y autoritarios que prometen un «borrón y cuenta nueva». Al mismo tiempo, la manipulación de las leyes restringe derechos fundamentales, como la libertad de expresión y la igualdad ante la ley, consolidando un abuso sistemático del poder.
En este contexto, los partidos políticos emergentes tienen una oportunidad histórica de marcar la diferencia. Para ello, deben cimentarse sobre principios éticos sólidos, mostrando un compromiso inquebrantable con la transparencia y la rendición de cuentas. Es fundamental evitar replicar prácticas corruptas y priorizar la construcción de estructuras internas democráticas y participativas que inspiren confianza en los ciudadanos y ciudadanas.
Estos nuevos partidos deben forjar alianzas amplias con actores democráticos y organizaciones de la sociedad civil para impulsar reformas que fortalezcan las instituciones y prevengan la infiltración de redes ilícitas. Asimismo, deben promover una narrativa política centrada en propuestas claras y viables que respondan a las demandas sociales. Prepararse con propuestas creíbles y éticas será clave para recuperar el poder político y revertir el daño institucional causado por las mafias en el poder.