[Migrante al paso] Estábamos en Lisboa, descansando con mi viejo después de un tramo de subidas y bajadas, mientras mi madre compraba en una tienda. Entre sorbos de Coca-Cola, empezamos a hablar sobre mi escritura.
—¿Cómo van tus cuentos y tu novela? —me preguntó, con su tono clásico de voz, entre agresivo y cariñoso.
Notamos algo peculiar, una de esas cosas que solo ciertas ciudades pueden ofrecer: un olivo al costado del mar. Pero lo sorprendente no era el árbol en sí, sino el hecho de que crecía sobre las cenizas de José Saramago, Premio Nobel de Literatura y autor de Ensayo sobre la ceguera. Me sentí pequeño y mediocre. Saramago escribió durante toda su vida, pero su obra maestra la creó a los 72 años. Pasó más de tres décadas sin publicar porque sentía que no tenía nada que decir. Mientras tanto, trabajó como mecánico, en la Seguridad Social, como periodista y traductor. No solo fue escritor. Era conocido por ser mil oficios.
Ese momento me hizo entender algo: antes de vivir de la escritura, hay que vivir. Para cumplir mi sueño de ser escritor, aún siendo joven, tengo que trabajar, conocer el mundo, experimentar. No basta con imaginar historias, hay que vivirlas. Ya tuve una buena dosis de viajes, pero hay varios tipos de viaje. Lo seguiré haciendo cada vez más a menudo.
Cuando estaba en el colegio, como castigo, trabajé en un negocio de mis tíos. Había jalado unos cursos y era una manera de pagar mi vacacional. No me disgustó del todo. Me hice amigo de mis compañeros de trabajo. Era el sobrino del dueño, pero creo que el cariño era genuino. Cuando iba a comer con mi familia, todos me saludaban y me llamaban Pancho, como todos mis amigos.
Básicamente, limpiaba sábanas y lo que se usaba en cuartos, además de llevar un registro del stock de productos. Siempre había uno que otro chocolate que podía agarrar. La mente glotona no tiene límite. Fue todo un enfrentamiento para mí, porque era extremadamente asquiento y veía de todo. A veces veía cosas que en aquel momento no entendía, hasta me asustaba. Aprendí bastante de mi primera experiencia laboral. No fue nada formal, pero entendí un poco más cómo funcionan las cosas. La realidad social está plagada de intervenciones humanas en lo más profundo. Eso nos sumerge en este sistema de leyes no naturales. Yo siempre luchando para no entrar en ella, pero es inevitable al final.
FOTO 1
Antes de la pandemia, después de muchas carreras y estudios no culminados, incluso antes de vivir en Buenos Aires, donde comencé a trabajar como cronista, fui periodista, específicamente redactor. Había escuchado que ese mundo era arduo, hecho para quienes son resilientes. Un ambiente muy duro y de presión.
—Si no te gusta el calor, no trabajes en la cocina —me decía mi padre.
Mi experiencia fue muy distinta, pero así era en la vieja escuela. En ese lugar amigable, descubrí tipos de personas que no había tenido el lujo de conocer. Redescubrí mi pasión por la escritura viendo a los demás redactores haciendo ruido mientras tecleaban. No es que me encantara escribir sobre la nueva canción de la Tigresa del Oriente, como a veces ocurría, pero aprendí que de cualquier tema se puede crear algo interesante. Toda noticia tiene una manera de ser agradable de escribir. Tal vez escribir es lo contrario, un proceso que necesita que uno se desvíe, que pase por trabajos, viajes y encuentros inesperados.
Mi otro sueño es recorrer el mundo, no solo por conocer lugares, sino porque sé que hay algo en cada espacio que cambia la forma en la que uno mira. Ahora he empezado un nuevo empleo y, lejos de alejarme de la escritura, siento que la nutre, que me hace verla desde otro ángulo. Está en mi naturaleza explorar y si mis circunstancias no me lo permiten puedo seguir siendo un pirata que navega en su oficina.
Esta vez tengo horario de oficina. Para mí, levantarme a las 8 a.m. es una locura. Antes me refería a esa hora como madrugada. Me acostumbré y hasta me gustó. Y eso que no es presencial. No sé si es el hábito o simplemente que he encontrado cierta estabilidad, pero ya no me pesa tanto como al principio. Son demasiadas cosas nuevas, la planilla, el bono, la gratificación. No tenía idea qué eran.
Desde que hacía karate o jugaba fútbol no sentía la motivación que siento ahora. Es diferente, claro, pero hay algo en esta rutina que me mantiene despierto. He pasado malos humores y momentos de flojera, pero de alguna manera me siento animado y curioso, como un aprendiz de un nuevo mundo. Y en realidad, lo es. A veces me detengo a pensar en cómo he cambiado, en cómo hace un tiempo no me habría imaginado disfrutando algo así.
Aprendí que llevarme bien y ser amigable es mejor, no solo en lo personal, sino también en lo laboral. En un trabajo cooperativo como éste, todo fluye mejor cuando hay buen ambiente. Ser una pieza dentro de algo más grande tiene su propio sentido de orden. Antes me habría parecido impensable decir algo así, pero aquí estoy. Es una lástima ya no poder levantarme de mal humor, pero qué se puede hacer. Lo peor, es dormir temprano, casi una tragedia para mí.
Ahora que veo temas políticos, legales y empresariales, me doy cuenta de que existe una especie de cortina virtual que separa el día a día de muchas personas de otro mundo que siempre ha estado ahí, pero que no todos perciben. Es como si fuera un sistema que opera en segundo plano, una estructura construida y mantenida por personas, aunque la mayoría sólo ve la superficie. No me siento atrapado, al contrario. Sigo adelante, aprendiendo y adaptándome, sin perder al escritor errante que siempre llevo dentro.