Jorge-Luis-Tineo

Martina Portocarrero (1949-2022): La música del silencio

Uno de los momentos más bochornosos del periodismo televisivo peruano durante la última campaña presidencial, la que terminó con Pedro Castillo como Presidente de la República, lo protagonizó la conductora de Willax TV Milagros Leyva cuando, en frenesí terruquero, dijo que Flor de retama, huayno ayacuchano que homenajea a mártires de la lucha por la educación gratuita en tiempos del general Juan Velasco Alvarado, era -cito de memoria- un «himno de Sendero Luminoso». 

El ataque a mansalva contra una canción y un género musical del Perú profundo, provocado por mezquinos intereses políticos que deberían permanecer subalternos a las manifestaciones de la cultura popular, generó respuestas indignadas tanto del público como de las autoridades de Ayacucho, donde se había producido aquella lamentable revuelta estudiantil, en el año 1969. Esa reacción ciudadana puso en su sitio, al menos por un par de días, a la furiosa entrevistadora quien, no obstante, defendió con uñas y dientes su ditirambo, enfrentándose a la solidaridad que, en ese entonces -hace poco más de diez meses- generaba la inexistente izquierda nacional en medio país, en un panorama electoral que, por muy malo que se viera, no bastaba para predecir el descalabro que hoy vivimos en nuestra fallida república. 

Martina Portocarrero Ramos (Nasca, 1949), la cantante vernacular que hizo suya esta entrañable composición del profesor huantino Ricardo Dolorier Urbano (1935), falleció el sábado pasado, a los 72 años, víctima de un fulminante cáncer al pulmón que le fue detectado poco después de que el Jurado Nacional de Elecciones retirara su candidatura al Congreso, la tercera vez que postulaba a un cargo público. Poco después del diagnóstico, la intérprete y compositora se estableció en Suiza, país en el que había estudiado para ser docente, a recibir tratamiento, pero la enfermedad fue más fuerte. Como dice el periodista Pedro Escribano en la semblanza publicada por el Diario La República, a propósito de su muerte: “Martina Portocarrero era una mujer valiente, guerrera, y luchaba con un cáncer pulmonar. El mal, como son los enemigos, traicioneros, se le presentó de improviso”.

En la escena de la música folklórica peruana su deceso ha ocasionado comprensible pesar. Personajes como el guitarrista Manuelcha Prado o las cantantes Amanda Portales y Margot Palomino -quienes compartieron escenario con ella en diversas presentaciones en teatros y auditorios de Lima y provincias- expresaron sus sinceras condolencias en redes sociales, mencionando su trabajo como generadora de “profundas emociones en el pueblo”. La prensa concentrada hizo notas breves y recuentos protocolares, pasando por alto los múltiples ataques e insinuaciones terruqueadoras que, en campaña, lanzaron a bocajarro, a veces de manera sutil y otras, de forma más directa. Ese trabajo sucio se lo dejaron a portales como «La Abeja.pe» que, de inmediato, publicó en titular de alto puntaje: «Murió la aliada del terrorismo». 

El público peruano convencional, no el especialista ni el que está conectado al folklore por razones familiares y/o de procedencia, está acostumbrado a apropiarse de ciertas manifestaciones folklóricas siempre y cuando les den diversión, relajo o emoción compatible con sus sueños de turista/inmigrante internacional. Canciones como El pío pío, Ojos azules, Linda flor, son buenos ejemplos de ello, pues rotan en discotecas, horas locas y listas de reproducción de personas que, generalmente, no tienen al huayno o la rondalla como sus principales referencias musicales. Terruqueadores y terruqueadoras de Lima Metropolitana o de sectores socioeconómicamente acomodados de ciudades grandes de la costa lloran cuando escuchan, en Miami, El cóndor pasa, Valicha, Amor amor o Adiós pueblo de Ayacucho. Pero cuando el canto andino tiene carga social y se vuelve contestatario, le ponen la cruz (de Borgoña), lo ignoran y desprecian sin ningún pudor. 

En el Perú no estamos acostumbrados a reconocer a los artistas comprometidos con causas sociales. A diferencia de otros países latinoamericanos que conocen, difunden y protegen la obra musical de aquellos músicos que retrataron las hipocresías de sus sistemas políticos y sociales -Atahualpa Yupanqui o Mercedes Sosa en Argentina, Inti Illimani o Violeta Parra en Chile, Alfredo Zitarrosa o Daniel Viglietti en Uruguay, Silvio Rodríguez en Cuba-, incluso entre sus nuevas generaciones -hace poco salió, en Argentina, un álbum de figuritas, tipo Panini, con más de 1,200 caricaturas de exponentes de once estilos musicales, desde chacarera hasta rock, para distribuirse gratuitamente en las escuelas de todo el país-, en el Perú, basta con que las élites detecten un ligero atisbo de protesta en un artista para lanzarle, de inmediato, una batería pesada de epítetos, dudas, estigmas. Independientemente de las diferencias ideológicas e incluso de los desfases de calidad -no podríamos comparar la trascendencia de Martina Portocarrero con la de, por ejemplo, Leda Valladares o Mercedes Sosa- esta actitud silenciadora tiene también mucho que ver con la poca presencia del folklore nacional en el imaginario colectivo de los públicos capitalinos, más allá de los usos superficiales que PromPerú suele dar a determinadas melodías o artistas, dependiendo de la campaña.

Las canciones que interpretaba Martina Portocarrero tenían ese trasfondo y su voz, enérgica y rugiente, que jugaba a ser soprano pero de pueblo, plaza pública y coliseo, se orientaba a las penas y esperanzas del pueblo provinciano, de ese manoseado e invisible pueblo sin nexos con los políticos de ayer, de hoy y de siempre, que ha vuelto a ser traicionado, por enésima vez, pero con el agravante de que esa traición proviene, en esta ocasión, de sus propias entrañas. Cuestionada por sus posturas políticas, su nombre generaba más conexiones a las épocas oscuras del terrorismo que al cultivo de la música popular andina, incluso antes de sus fallidos intentos por llegar a cargos públicos -quiso ser congresista, alcaldesa y hasta presidenta-, debido a que las clases populares del interior, las de siempre, han tenido en sus géneros musicales (que también son nuestros) una tabla de salvación ante el horror, el abandono y la muerte. Por eso, cada vez que cantaba Flor de retama, su nombre era inevitablemente asociado a la insania la sanguinaria pezuña senderista.

Martina Portocarrero nació en Ica, pero dedicó su vida al canto andino y específicamente ayacuchano, no solo interpretándolo sino también investigando sus raíces, significados y relevancias para la sensibilidad de las poblaciones apartadas del teje y maneje político. Como suele ocurrir con esta clase de artistas nacionales, no contamos con un registro formal y detallado de sus producciones musicales. Sus inicios se produjeron en la legendaria agrupación de música latinoamericana Tiempo Nuevo, en una de sus tantas e indeterminadas alineaciones, para luego comenzar su camino en solitario. 

Dicen que en total grabó cinco álbumes: Canto a la vida (1982), Martina en vivo (1987), Maíz (1993), El canto de las palomas (2001) y Carita de manzana (2012), todos con su propio emprendimiento discográfico, Discos Retama. En mis tiempos de vendedor de discos compactos, circulaban dos o tres CD en ediciones muy magras de sus recitales en el Teatro Municipal de Lima o recopilaciones salpicadas de aquellas canciones con las que se hizo conocida en el submundo del folklore: Maíz, Llanto por llanto, El hombre (del poeta ayacuchano Ranulfo Fuentes), Mamacha de las Mercedes (composición suya dedicada a José Valdivia Domínguez “Jovaldo”, el poeta presuntamente afiliado a Sendero Luminoso que falleció a los 31 años en la masacre de El Frontón, de 1986) y, por supuesto, Flor de retama, títulos por los cuales fue siempre asociada al pensamiento radical y violentista de aquel maldito movimiento terrorista, lo cual no le restó popularidad entre los conocedores y amantes del folklore andino peruano.

Portocarrero grabó por primera vez Flor de retama para un LP llamado Huaynos bien pegaditos (Discos Cosmos, 1971), como integrante del grupo Los Heraldos del Perú, dirigido por el músico e investigador huaracino Luis Espinoza Mejía, muchos años antes de que las asesinas huestes de Abimael Guzmán trataran de adueñarse de la dolorida canción. Algún agente desinformador repitió lo que Leyva dijo en su programa y, desde entonces, los ignorantes que pugnaban por hacer llegar a Keiko Fujimori al poder se lo creyeron y amplificaron la cantaleta cada vez que pudieron. Así, cantante y canción se convirtieron en “emblemas senderistas” y su sola mención volvió a encender las alarmas, las sospechas, las acusaciones, los memes.

Martina Portocarrero, como cantante, representa la continuidad del huayno tradicional cantado por mujeres, siguiendo el camino de sus antecesoras Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, Flor Pucarina, Bertha Barbarán, entre otras; y como parte de la siguiente generación de cultoras de la música popular andina como sus coetáneas Amanda Portales, Nelly Munguía, Doly Príncipe; pero siempre desde un punto de vista más político y social: “Los temas de la música andina se reducen al amor: que si me fui o te fuiste, que te amo, que se me fue la palomita. Esos textos son más de una balada que de un huayno…” solía decir. Así, la cantautora se apartó de las nuevas tendencias del huayno “moderno” representado por fenómenos masivos como Dina Páucar o Sonia Morales y, por ende, desapareció completamente del radar de las modas para unirse a esa larga lista de intérpretes que el poder prefiere mantener en silencio para que nada cambie, para que nada se cuestione, para que la fiesta no pare.

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Cultura, Martina Portocarrero, Música

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