Jorge-Luis-Tineo

Música rusa: El alma de un país de eternos conflictos

Probablemente uno de los efectos más devastadores, en términos educativos o culturales, de la execrable violencia bélica que hoy ronda las principales ciudades de Ucrania -Kiev, Kharkiv- sea el comprobar que siempre, por encima de aquellas manifestaciones que dan testimonio del genio y sensibilidad humanas se imponen la barbarie, la ambición de poder, la corrupción y el doble rasero de la manipulación informativa capaz de generar «bandos» entre quienes no tienen la menor idea de qué hay detrás de la historia de cada población, alimentando prejuicios y promoviendo la medianía del querer pegarse al lado de los «ganadores», sean quienes sean. 

Mstislav Rostropovich (Baku, Azerbaiyán, 1927-2007), el virtuoso cellista, pianista, compositor y director de orquesta que enfrentó la ira del gobierno soviético e incluso fue privado de su nacionalidad y exiliado en 1978 por defender ideas democráticas, se deprimía cada vez que un funcionario inepto, contratado por ser amigo de tal o cual autoridad pero que ni siquiera podía escribir «Beethoven» correctamente, le decía a gestores culturales como David Oistrakh (Odessa, Ucrania, 1908-1974), el extraordinario violinista, que organizar conciertos con las nueve sinfonías «no era necesario». La mezquindad y la ignorancia pisoteando a la elevación y el talento. 

Rostropovich, quien incluso llegó a refugiar en su casa al escritor disidente Alexander Solzhenytsin (Stavropol, Rusia, 1918-2008), fue alumno y gran amigo de Dmitri Shostakovich (San Petersburgo, Rusia, 1906-1975), quizás el compositor más pro-soviético del siglo veinte. Así pasa cuando es el arte lo que prevalece. Si los nombres no les son familiares, vean aquí al cellista en acción o escuchen la obra más difundida de su maestro, El Vals No. 2 -también llamada El segundo vals- uno de los ocho movimientos de su Suite para orquesta variada, de 1956.

Lo que en estas latitudes conocemos bajo el término genérico “música rusa”, nos remite tanto a las románticas piezas sinfónicas de Piotr Ilych Tchaikovsky (Udmurtia, Rusia, 1840-1893) o las vertiginosas composiciones para piano de Sergei Rachmaninoff (Novgorod, Rusia, 1873-1943), como a las telúricas melodías folklóricas de las estepas y los cosacos, legendaria estirpe de mercenarios defensores de fronteras cuyas enérgicas danzas y roncos coros están instalados en el imaginario colectivo del mundo como sinónimo de lo soviético. En ese sentido, para nosotros es tan rusa la Danza del sable de Aram Khachaturian (Tiflis, Georgia, 1903-1978), acto final de su ballet Gayane (1942) como la tradicional Kalinka (1860), aquí interpretada por el coro del Ejército Rojo de Moscú. 

Para todo amante de la historia universal no es ningún secreto que los líos étnicos, religiosos y geopolíticos han marcado el desarrollo de las quince ex repúblicas socialistas soviéticas, desde mucho antes de su establecimiento, en el año 1922. Cuando la zona comenzó a poblarse, durante la Edad Media, no existía el pensamiento leninista, la guerra fría era un asunto del futuro lejano y no había una OTAN presionando a nadie para unirse a su club hegemónico con sede en Washington. Sin embargo, la noción totalizadora que llegó con la revolución bolchevique de 1917, que devino en la fundación de la URSS y la satrapía stalinista -Joseph Stalin tampoco era ruso, sino georgiano- y se mantuvo aparentemente firme hasta 1990-1991, hizo que todas las expresiones y nacionalidades se licuaran en un solo gentilicio y la música, en sus diversas variantes, se convirtió en el alma de estas vastas áreas euroasiáticas. 

¿Quién no ha pensado, al escuchar Nathalie, aquella inolvidable balada de 1982 del español Julio Iglesias (del LP Momentos) en una melodía rusa? Quizás los más jóvenes no -ni siquiera la de Julio Iglesias deben haber escuchado-, pero quienes venimos del pasado sabemos, perfectamente, que ese coro se basa en una conocida canción folklórica. Su nombre original, en grafía cirílica, es О́чи чёрные, castellanizado comúnmente como “Ochi chernia” que significa, literalmente Ojos oscuros, compuesta a mediados del siglo 19 por el poeta y músico Yevgeny Grebyonka. Y pensábamos, por supuesto, que provenía de Rusia o la URSS que, para nosotros, era lo mismo. Resulta que Grebyonka nació en Ucrania en 1812, en pleno apogeo de los zares, quienes gobernaban a su antojo desde Moscú y San Petersburgo, en tiempos en los que aún no se avizoraba la llegada de ninguna revuelta proletaria. Vladimir Ilych Ulianov, Lenin, nacería 58 años después.

Mientras recorríamos, en octubre del 2015, los estrechos pasillos y salones de la fantástica Catedral de San Basilio, en la Plaza Roja de Moscú, escuché a lo lejos un fantástico coro masculino que hacía retumbar una de las capillas del ancestral templo bizantino. Cuando llegamos al umbral, aparecieron frente a nosotros cuatro extraordinarios vocalistas elegantemente vestidos de negro. Se hacían llamar Doros y eran, desde luego, una atracción turística que recoge una de las tantas formas de música rusa pre-socialista: el canto coral. El mismo que inspiró aquella hilarante rutina de los entrañables Les Luthiers, titulada Oiga Doña Ya! (1977), en la que un conjunto de presuntos barqueros del Volga juega con palabras en español que simulan la característica fonética rusa. 

La música rusa ha estado más cerca de nosotros que su país de origen, con canciones populares como Moscú (1980) grabada en español por el francés Georgie Dann, fallecido el año pasado. Sin embargo, la versión original fue registrada primero en alemán y luego en inglés por el conjunto de pop electrónico germano Dschinghis Khan, en 1979. Moscú es una adaptación pop de Kozachok, una saltarina composición del siglo 16 que identifica a los cosacos y es la pieza musical más representativa del folklore tradicional de Ucrania, tocado con balalaikas, acordeones y panderetas.

En cuanto a la música clásica, sus obras maestras siguen vigentes. Por ejemplo, el ballet navideño Cascanueces (1876), El lago de los cisnes (1892), presente en largometrajes como Black swan (2010) o Billy Elliott (2000), o la atronadora Obertura 1812 (1880), popular entre los amantes del cómic por su uso en la versión fílmica de V for Vendetta (2005), todas de Tchaikovsky. El vuelo del abejorro (1899) de Rimsky-Korsakov, identificó a la serie de televisión setentera El avispón verde. Cuadros de una exhibición (1874) de Mussorgsky, fue transformada en una suite rockera por el trío británico Emerson, Lake & Palmer en 1972. La sinfonía infantil Pedro y el lobo (1936), de Prokofiev, y sus usos educativos. La lista podría continuar.

A los ecos de la grandilocuencia sinfónica del siglo 19 se sumó la desafiante creatividad de un colectivo de autores que, entre 1856 y 1870, se apartó del concepto tradicional de la música orquestal para crear sonidos más radicales, incorporando conceptos nacionalistas y orientalistas. Me refiero al famoso «grupo de los cinco»: Mily Balakirev (Novgorod, Rusia, 1837-1910), César Cui (Vilnius, Lituania, 1835-1918), Alexander Borodin (San Petersburgo, Rusia, 1833-1887), Modest Mussorgsky (Karevo, Rusia, 1839-1881) y Nikolai Rimsky-Korsakov (Tikhvin, Rusia, 1844-1908), quienes, con un promedio de edad que iba de los 18 a los 25 años, fueron sentando las bases para la música instrumental contemporánea de autores como Sergei Prokofiev (Donetsk, Ucrania, 1891-1953), Nicolas Slonimsky (San Petersburgo, Rusia, 1894-1995) y, especialmente, Igor Stravinsky (San Petersburgo, Rusia, 1882-1971), el más influyente autor de música sinfónica neoclásica y serialista. Aquí, un pasaje de La historia de un soldado (1918), una de sus más reconocidas óperas.

Las referencias a la música rusa están por todas partes: desde la balada Nathalie (1964) del divo francés Gilbert Bécaud hasta Caballos caprichosos (1971), poderosa canción acústica de Vladimir Vysotsky (Moscú, Rusia, 1938-1980), maestro del canto gutural, usada en White nights (1985), película protagonizada por los bailarines Mikhail Barishnikov (Riga, Letonia, 1948) y el norteamericano Gregory Hines. Asimismo, rockeros como The Beatles, Elton John o Scorpions han rendido homenaje a la historia y tradiciones rusas en canciones como Back in the U.S.S.R. (1968), Nikita (1985) o Wind of change, respectivamente. Por otra parte, las familias de los integrantes de System Of  A Down, banda de metal moderno formada en 1998 en California, provienen de Armenia, tan golpeada tras la Primera Guerra Mundial. Su vocalista Serj Tankian declaró en el 2013 que “Ucrania y Armenia, como todas las demás ex repúblicas soviéticas, merecen la verdadera independencia, no solo de la influencia rusa sino también de toda esa manipulación táctica y mercantil de Occidente”.  

Hoy, que el mundo asiste a un nuevo y lamentable capítulo de aquellos conflictos cuyas profundas raíces atraviesan la vida de los habitantes de los países involucrados, con consecuencias que sobrepasan las angurrias de políticos ocasionales, los sonidos rotundos de la música rusa acuden, en bloque, a nuestros oídos como soundtrack perfecto para la confusión, la tristeza, la emoción nacionalista y la desolación, una metáfora de lo que ha sido desde siempre la historia de Rusia, equivalente a las monumentales y desgarradoras narraciones realistas de Fedor Dostoievsky o León Tolstoi, ambos moscovitas (nacidos en Moscú). Como habrán podido notar, los personajes más importantes de la cultura que identificamos como “rusa” no tienen un solo origen, sino que hay rusos, ucranianos, lituanos, georgianos, etc., una diversidad que puede enriquecer la vida en sociedad pero, como es evidente, también puede ser una verdadera maldición cuando se interponen mezquinos intereses económicos y políticos.

 

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Música, Rusia, Ucrania

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