Francisco Tafur

De cuando éramos niños

 "Mi familia tiene una característica peculiar, una muy bonita y sabia: enfrentamos los problemas, situaciones extrañas e incluso tragedias con risas. Disfrutamos del humor negro en esos momentos."

[Migrante al paso] Éramos niños: mi hermano, mi primo y yo; de viaje en Cusco con mis tíos. Contrataron a un chamán para que realizara una especie de ritual. Era como una lectura de hojas de coca, algo por el estilo. No soy un experto en el tema. Nos hicieron tomar mates y llenaron un mantel, color arcoíris, con flores, tierra y pequeñas cerámicas. Era una noche estrellada, y se sentía electricidad en la piel por el misticismo del momento. Mi familia tiene una característica peculiar, una muy bonita y sabia: enfrentamos los problemas, situaciones extrañas e incluso tragedias con risas. Disfrutamos del humor negro en esos momentos.

El chamán envolvió la tela mientras cantaba y rezaba a los apus. Armó como un paquete y luego se paró frente a cada uno de nosotros; seguía cantando y escupiendo. Yo ya estaba al borde de explotar de risa y vomitar del asco. Te hacía una profecía y luego te golpeaba dos veces en la cabeza con el mantón. A mí me dijo que iba a ser millonario, aunque lamentablemente no especificó cuándo, porque todavía no veo el dinero. Empezó con nosotros, los menores. Cuando llegó el turno de mi tío, le dio los golpes en la cabeza, y no pude aguantar. Salí corriendo, riéndome como loco. Mi hermano y mi primo me siguieron. Lo que no sabía era que mi tío también nos seguiría, dejando solo al otro tío frente al chamán. Más tarde nos regañó a todos por lo que consideró una falta de respeto.

¿Cómo terminamos en esta situación? La respuesta más acertada la encontré viendo El Rey León cuando era chico. Como dijo Timón: hay un loco en cada familia; en la mía, hay dos. Esto viene desde tiempos ancestrales, cuando mi abuela era joven. Una vez, a una tía le estaban pasando un cuy en un ritual, pero de pronto el pobre animal dio un chillido y murió. Según la curandera, no aguantó la locura del momento, y sugirió traer un lagarto pequeño.

A mi tía Marcela le decían que, cada mañana, al cruzar la casa de una vecina bruja, podían ver un elemental sobre sus hombros. Todo esto sucedía entre las pequeñas casas de colores de Cajamarca, en Barranco. Mi tía Elsi, por otro lado, sí estaba un poco loca de verdad; tenía preparada la ropa para su funeral desde los 50 años. De niños, siempre pasábamos por su panadería para comer enrollados de pizza. Mi abuela nos contaba estas historias con una sonrisa en el rostro. No hay nada mejor que ver a tu abuela en ataque de risa. De esta forma, nuestra infancia estuvo llena de ocurrencias locas y divertidas.

Mi abuela vive al lado de la casa de mis padres, donde crecimos y donde aún pasamos mucho tiempo. Es mi hogar permanente; aunque ya no duerma ahí, siempre será el lugar al que puedo regresar y descansar de cualquier cosa agobiante. Mi Mamamora, como le decimos, a veces nos recogía del colegio y nos consentía con lo que queríamos. Parábamos en El Rancho a comer pollo a la brasa, y nos compraba casi cualquier cosa que le pedíamos: renacuajos, tortugas, sapos, mariposas disecadas e incluso un murciélago gigante.

Nuestro pequeño conejo Bugs vivía al borde del infarto porque Max, un pastor alemán enorme, lo perseguía por toda la casa. Tuvimos que regalarlo a la pequeña granja del colegio. A mi hermano le regalaron una iguana que, el mismo día que llegó, se trepó a un árbol y nunca bajó. Son cosas que hoy no sucederían por el cuidado animal, y está bien que así sea. En ese momento no sabíamos todo lo que implicaba. Tal vez el peor regalo que pidió mi hermano fue un caimán disecado, que era más grande que yo. Le tenía pánico como el niño miedoso que era. Una mañana me desperté con el lagarto en mi cama. Nunca había gritado tanto; salí disparado al cuarto de mis padres. Así fue nuestra infancia: llena de aventuras. Jugábamos con arcos y flechas, tiro al blanco con hondas profesionales, y “mete gol gana” con el arco del jardín. Naturalmente, nuestra casa se convirtió en el punto de encuentro de todos nuestros amigos. Entre esas paredes se generaron lazos inquebrantables.

Éramos niños, con la cabeza rapada y Gokú en nuestras mentes. Nos enfrentábamos a lo que fuera, siempre juntos. A veces descalzos y con traje de karateka, otras con chimpunes y uniforme de fútbol. Ahora ya somos treintones, pero mantenemos a nuestros niños internos bien alimentados. Estos primeros días del año los he pasado en familia, y es asombroso lo que genera estar rodeado de quienes amas. Te sientes protegido e invencible, y tu vitalidad aumenta. Hacía tiempo que no me sentía así, calmado y feliz. Estoy igual de motivado que cuando era chico y los años nuevos eran una sorpresa.

Así seguimos viviendo entre risas: viendo a mi padre comer sin parar, a mi abuela decidir no usar sus audífonos para no escuchar nada, y a mi mamá renegando porque no le hacemos caso. Ver cómo pasa el tiempo no siempre llena de nostalgia o de ganas de volver a ser niño; también te llena de impulso por vivir cada vez más. Quiero vivir al límite para llenar a los nuevos integrantes de la familia de historias legendarias, tal como nosotros las recibimos de nuestra abuela y nuestros padres

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