[Migrante al paso] Aún me sentía pequeño. Caminaba hacia un pequeño puerto en la ciudad de Hamburgo, estaba solo, con 22 o 23 años máximo. A esa edad la mayoría de gente ya se vuelve independiente, pero, para mi forma de ser, ese viaje fue una acción temerosa. Fue un modo de enfrentamiento, uno de características aniñadas y sabias a la vez. Ya eran los últimos días, después de casi un mes de viaje, y me sentía un poco solo e incluso con un poco de miedo. Extrañaba mi casa y los almuerzos en familia, en ese momento un mes parecía un año. La música fue mi refugio desde entonces y esa noche lo comprobé.
Llegué a donde estaban las pequeñas embarcaciones a una orilla del Río Elba. La luz se veía desde lejos mientras caminaba por las calles oscuras, sintiéndome un fantasma. Desde que te trepas al barco es como si ya comenzara el espectáculo, algunos personajes con vestimenta, todo adornado del Rey León, y un par de puestos circenses que tentaban. Entre lo surreal distinguía por la ventana el edificio que brillaba en la noche de la Filarmónica de Elba, mi padre me había insistido todo el día en que tenía que verla. Desembarcas en una isla llena de teatros, te reciben con champán en copas de cristal, yo no sabía ni dónde estaba parado. Todos vestidos elegantes y yo en buzo. Una vez sentado frente al escenario ya estás totalmente sumergido en el momento. La ansiedad que había estado sintiendo desapareció entre las máscaras, animales caminando a tu costado, colores y luces por todos lados. Recuerdo salir durante el intermedio, llamar a un amigo mientras sonreía y decirle que lo único que necesitaba era: HakunaMatata. Creyendo que lo había olvidado.
Desde chicos nos inculcaron el arte y la música. Desde la barriga incluso, cuando mi madre estaba embarazada de mi hermano veía todo el día la ópera La Bohème y, conmigo, Turandot. Así crecimos, nos llevaban a la ópera y si nos quedábamos dormidos, no importaba, igual nos culturizábamos. Los primeros walkmans. Limp Bizkit. Eminem. TheOffspring. Blink 182. Saltábamos de cama en cama con amigos mientras el rock noventero reventaba los parlantes. Era catártico y podíamos hacer lo mismo por horas. Ya en la adolescencia con los primeros iPod, el repertorio más amplio, y los pequeños auriculares blancos, pasaba la vida con banda sonora de por medio. Algunas épocas con Bob Marley, otras de Tupac y Biggie Smalls, y permanentemente Oasis. Terminé escuchando todo tipo de música. En casa siempre se desesperaban porque tenían que llamarme 15 veces debido al alto volumen de mis audífonos. Ahora que mi abuela no usa sus audífonos a propósito entiendo la desesperación. Ciudades enteras caminando con música y vuelos de más de 10 horas, solo escuchando las más de 3 mil canciones que he recopilado por años y viendo el mapa de las pantallas. Ya me aprendí hasta el nombre de las islas más pequeñas. Pobres de aquellos que no puedan apreciarla. Como dato curioso y sin pretender nada, el famoso Che Guevara sufría de amusia, la incapacidad de reconocer tonos o patrones rítmicos, y todos sabemos el nivel de violencia al que podía llegar este sujeto.
La primera vez que estuve en Nueva York, paseábamos en familia por Broadway, viendo los antiguos teatros y escuchando leyendas de antaño. Tenía apenas 12 años cuando escuché sobre sopranos y estrellas famosas del mundo del espectáculo. Ya conocíamos un poco debido a nuestras clases de piano en el colegio y previamente con la señora Marujita. La veía como una momia que olía a madera, le enseñó a mi madre, a mi tío y, creo que hasta a mi abuela. Una vez cometí la impertinencia de preguntarle si había conocido a los dinosaurios, recibí una mirada asesina. Actualmente ya me olvidé de todo, pero me ayudó a desarrollar oído y aún recuerdo el lenguaje de las partituras. En ese viaje descubrí las melodías y el personaje más conmovedor que he tenido la suerte de explorar: El Fantasma de la Ópera. Andrew Lloyd Webber es un genio compositor con todas sus letras. Sentados en las primeras filas, entre el bote que se deslizaba como si flotara en el escenario, las voces impresionantes y el candelabro gigante que caía sobre nosotros, tenía que aguantarme las lágrimas por la historia de este complejo personaje enmascarado para cubrir la deformación en su cara. El genio incomprendido y oscuro se implantó en mi cabeza casi arquetípicamente. Hace poco reviví la experiencia y era inevitable pensar en mi madre y en todas las conversaciones con mi hermano sobre el personaje y su monito musical que escondía entre las tétricas estructuras de su morada en el subterráneo de la ópera. Era su corazón que jamás conoció compasión ni consuelo.
Ahora cuando me levanto de buen humor me pongo a silbar las melodías de ese musical o Cielito Lindo, ya que mi madre nos la cantaba como canción de cuna. Ese es el poder del arte, la música alimenta tu alma y vitalidad. Así, mientras cruzo el anochecer, volando a través de los océanos, durmiendo en trenes, de mi propia sombra florecen susurros que con dulzura me llaman por el nombre que cuida de mí. Sujeto con fuerza esas voces que se acercan a mí cuando cierro los ojos para nunca olvidar que no debo sentirme solo y que una parte de donde vengo siempre está a mi lado.