[Migrante al paso] La bulla de las máquinas de construcción no dejaba caminar tranquilo. Decenas de policías expulsaban a migrantes que vendían carteras, polos, entre otras cosas. La gente caminaba tranquila, como si fuera normal. Algo no estaba bien con esa ciudad. Varios amigos viven en Barcelona y hablan maravillas de ella; yo no entendía por qué. De todas las ciudades españolas en las que estuve, esta fue la más hostil. Mientras caminaba con maletas, notaba cómo me miraban con desprecio; yo les devolvía la mirada. Caminé unas cuadras más por La Rambla, una de las avenidas principales, que va desde el puerto hasta la plaza de Cataluña. Era fácil notar la decadencia. En algún momento debió haber sido hermosa; ahora está todo sucio y descuidado. No se aleja mucho del centro de Lima. Mi instinto latino me llevó a ponerme la mochila hacia adelante, y tuve razón. En los cinco días que estuve allí, vi robos y peleas. Tal vez lo único que me gustó a mi llegada fue ver los puestos de periódicos, que ya no suelen verse en ningún lado, pero ahí aún estaban, aunque nadie los compraba.
Hace unos días, viendo noticias, apareció un video de cómo espantaban turistas tirándoles agua y gritándoles que regresaran de donde venían. Le echan la culpa a los turistas de que los alquileres estén muy altos y, en general, todo suba con el turismo masivo, desde restaurantes hasta la Coca-Cola que compras en la tienda. En la última década, el precio de la vivienda ha aumentado un 68%. Cuando estuve allí, hubo dos protestas por el mismo motivo, con todo lleno de carteles que decían: “Menos visitantes, más turistas”. Todo estaba detenido; tenías que caminar mínimo media hora para llegar a tu destino. Si bien pueden tener razón, no es culpa directamente de quienes viajan. Nadie tiene por qué ser tratado mal por ser turista. En todo caso, deberían mantenerse en el margen de su reclamo, que exige un nuevo modelo económico para que sea sostenible el turismo y el bienestar de los habitantes. De lo contrario, se ganarán el odio de quienes viajan, y tampoco les conviene porque es una de sus principales fuentes de ingreso.
Uno de esos días de protesta crucé todo el barrio gótico y sus calles estrechas, la zona más antigua de la ciudad, hasta poder encontrar un taxi. Desde varias cuadras atrás se ve La Sagrada Familia de Gaudí. Es enorme. No es de mi gusto, demasiado huachafa, pero sí es genial. Lleva más de 140 años en construcción y siguen al pie de la letra las indicaciones del arquitecto. Han corroborado los datos con la tecnología actual y no tiene ningún error. Una de las cosas que he aprendido en mi corta vida es que el hecho de que algo no te guste no quiere decir que no tenga mérito, y este fue uno de esos casos. Para entrar pasas un puesto de seguridad como el del aeropuerto para evitar atentados. Cuando ya estás muy cerca, no llega a verse la cima, como un rascacielos de Nueva York. Por dentro sí me encantó. Hay vitrales de colores distintos y, al entrar, la luz crea un ambiente digno de una iglesia de esa magnitud.
Algo similar me pasó en el Museo Teatro de Dalí. Saliendo de la ciudad de Barcelona, después de una hora en carro, llegas al pueblo de Figueras. En 1954, el artista Salvador Dalí, que ya era reconocido mundialmente por su talento y excentricidad, presentó un proyecto para remodelar el antiguo teatro de su ciudad natal, que había sido destruido por bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Por fuera parece una especie de palacio rojizo adornado con esculturas de huevos que coronan todo el borde del techo. Desde un inicio, te das cuenta de lo extravagante que era este tipo. Al entrar, se ha mantenido la estructura con escenario, pero está todo repleto de obras que nunca antes había visto. No son sus cuadros más conocidos, más bien son intervenciones que, para la época, fueron innovadoras. Desde cuadros que solo pueden apreciarse a través de fotografías hasta un carro que va inundándose desde adentro en lo que sería la platea del teatro. En este caso, la genialidad de Dalí es innegable, pero lo que hizo con su elevada técnica y sus amistades políticas, en mi opinión, fue un poco degradante para lo que podía hacer. También, por sus declaraciones;es notorio un resentimiento hacia Picasso por vivir en su sombra.
A pesar de las miradas de desprecio que recibes, logras darte cuenta de que no es una ciudad perdida, solo necesita poner en orden ciertos aspectos y podría regresar al esplendor que una vez tuvo. Me quejaba de la comida, pero luego, pensando en retrospectiva, me di cuenta de que no era porque fuera mala, solo que después de estar en Andalucía, Portugal y el País Vasco, es difícil encontrar algo de ese nivel gastronómico. También, por no poder evitar sentirme amargado de recibir cierta discriminación por ser “sudaca”, en sus palabras, tener una comida amena no era fácil de lograr.
De todo se aprende. Lamentablemente, por ser blanco y heterosexual, nunca he sido objeto de discriminación en mi país, pero tengo un montón de amigos que sí. La mayoría de nuestra población ha sufrido el peso de esto. El racismo en nuestro país es algo serio, y quien no lo crea es porque vive en una burbuja. Las pocas veces que he sido excluido, he sentido rabia y hasta ganas de golpear. Imagínense lo que se debe sentir recibir ese trato toda una vida y también por generaciones. Así ha sido por más de seis siglos en nuestro territorio. La discriminación, el machismo y la homofobia en la que estamos sumergidos son la principal fuente de la situación caótica en la que nos encontramos. Existe demasiado odio hacia las diferencias y, lo peor, es que es la élite la que está más identificada con estas características repugnantes.