Una aventura de vida

Pienso que esa primera partida oficial no fue realmente mi primera vez jugando. Fue la confirmación de que ya había jugado antes. Que todo lo que hicimos de niños, sin saber cómo ni por qué, ya era Dungeons & Dragons. Solo que lo hacíamos a nuestra manera. Más libre, más caótica, pero igual de real. Ahora, me doy cuenta de que no necesito muchas cosas para sentir que estoy en una aventura. A veces, basta con cerrar los ojos.“

[Migrante al paso] Volví a interesarme por Dungeons & Dragons ya en la universidad. No llegó por un amigo nerd del colegio ni por una tienda de cómics escondida en algún barrio, que por cierto es algo que extraño de Buenos Aires ya que acá no se encuentran con facilidad. Llegó por Netflix. Específicamente, por Stranger Things. Ahí, entre la nostalgia de andar en bicicletas, luces navideñas y monstruos de otro plano, vi por primera vez a un grupo de chicos sentados alrededor de una mesa, tirando dados y hablando de demogorgones. No entendía muy bien cómo funcionaba el juego, pero algo en esa escena me atrapó. Era una mezcla de aventura, imaginación y amistad que despertaba nostalgia, por más que no lo haya jugado antes.

Eso era lo que yo había intentado hacer de niño. Sabía que existía algo llamado Dungeons & Dragons, mi hermano y yo ya jugábamos a crear mundos, a contar historias, a improvisar batallas entre héroes y monstruos con los pocos muñecos que teníamos. Teníamos uno que parecía un caballero, otro con pinta de mago, un par de orcos, pero no sabíamos cómo funcionaba. Recuerdo que yo tenía un libro, mis padres nos consentían y nos regalaban casi cualquier cosa que queríamos, era uno ilustrado, de esos que explican qué es un elfo, qué hace un dragón negro, qué significa un dado de veinte caras. No entendía nada. Pero lo miraba como quien ve un mapa de un país que sueña con visitar algún día. El libro no tenía instrucciones claras. Era como tener las piezas de un rompecabezas sin la imagen de referencia. Y aun así, algo me decía que ahí dentro había un mundo esperando. También, mi fanatismo por El Señor de los Anillos, me había tentado y convencido en adentrarme a cualquier mundo fantástico. De hecho, el juego esta inspirado en el complejo universo creado por Tolkien.

Mi hermano mayor era el creativo, está en su naturaleza de pintor. El que inventaba los conflictos, el que hacía voces para los villanos, el que decía “de repente, escuchas un rugido” con un tono que me erizaba la piel. No sabíamos que existía algo llamado Dungeon Master. Pero él ya lo era. Sin pantalla, sin dados, sin hojas de personaje. Solo su voz, su imaginación, y su hermano menor que lo seguía a todos lados como una cola. Jugábamos en el suelo. Usábamos sillas como castillos, mantas como bosques, almohadas como montañas. No sabíamos que había reglas, ni clases, ni puntos de vida. Y, sinceramente, no nos hacían falta. Así crecimos. Mejor dicho, así crecí yo, siempre con ese recuerdo en el fondo. Luego vinieron otras cosas: videojuegos, libros, responsabilidades. Como una leyenda infantil.

Fui con un amigo a una feria medieval más por acompañarlo que por otra cosa. Sabía lo que era un juego de rol, cómo cada jugador crea un personaje con su historia, su forma de ser, y elige una clase como mago, guerrero, pícaro, clérigo, druida o bárbaro. Sabía que el roleplayconsiste en actuar como ese personaje: hablar como él, decidir como él, y reaccionar según su personalidad, no la tuya. Lo que no esperaba era encontrarme con todo eso en carne y hueso. Había gente disfrazada. Túnicas, armaduras hechas a mano, hechiceros, bardos tocando instrumentos. Nos acercamos a un puesto donde un tipo con sombrero y capa nos saludó como si fuéramos parte de su historia. Se presentó como Dungeon Master y empezó a hablar con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que tienen los buenos narradores. Aunque yo ya sabía lo que hacía un DM —crear el mundo, inventar los desafíos, manejar a los enemigos y guiar la aventura—, escucharlo contarlo en medio de esa escenografía fue distinto. Nos dijo que ofrecía el servicio a domicilio para poder jugar. Luego de unos meses por que cumpleaños de este amigo, lo contrato y jugamos lo que fue mi primera partida.

Elegí ser un mago. Pensé en el viejo Gandalf de bata gris que me aconseja cada vez que debo tomar decisiones. Mil veces, desde pequeño, si encontraba una rama de madera simulaba que era el báculo sagrado del sabio anciano. Mi personaje tenía un pasado trágico y una misión secreta. Cuando la historia empezó, el DM habló con voz pausada, grave, como si estuviera abriendo una puerta invisible. Y yo entré. Es en definitiva el juego más inmersivo si permites que tu imaginación vuele. La partida fue increíble. Me perdí en ella. Me reí, me asusté, me emocioné. Pero lo más importante: mientras tiraba los dados y describía mis hechizos, recordaba cada momento de infancia. Recordaba a mi hermano distribuyendo los muñecos por la biblioteca de mi padre simulando que era una batalla en un calabozo. Era nuestra versión casera y absolutamente mágica de lo que ahora estaba viviendo con reglas.

Pienso que esa primera partida oficial no fue realmente mi primera vez jugando. Fue la confirmación de que ya había jugado antes. Que todo lo que hicimos de niños, sin saber cómo ni por qué, ya era Dungeons& Dragons. Solo que lo hacíamos a nuestra manera. Más libre, más caótica, pero igual de real. Ahora, me doy cuenta de que no necesito muchas cosas para sentir que estoy en una aventura. A veces, basta con cerrar los ojos.

Dungeons & Dragons no es solo un juego. Es una forma de conectar. Con otros, con uno mismo, y con esa parte de nosotros que todavía cree en héroes, magia, y posibilidades infinitas. Yo creo que incluso puede usarse como herramienta psicoanalítica.  Nunca olvidaré que mis mejores aventuras empezaron mucho antes. Con un libro que no entendía, un hermano que inventaba mundos, y una infancia que, sin saberlo, me entrenaba para imaginar.

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