Francisco Tafur

De a pocos

"Toda mi vida he podido avanzar a paso lento gracias a estos empujones de mi familia. De lo contrario, probablemente nunca hubiera hecho nada. Solo en ese viaje familiar, pude superar mi mayor miedo y ver a una criatura colosal desaparecer en la oscuridad del fondo marino"

[Migrante al paso] Subíamos una torre de madera. Piso a piso mis piernas se debilitaban. Los niños subían corriendo y yo me agarraba fuerte de la baranda porque temblaba. Mi miedo a las alturas sigue siendo el mismo. En ese momento era 10 años menor, por lo menos. Llegamos al último piso y comenzamos la fila para hacer rappel. Hasta ahora no entiendo cómo les hice caso y terminé en esa situación. Me iba a morir de miedo. Primero lo hizo mi hermano mayor, con un poco de temor, pero rápido. Le tocaba a mi padre que hasta el momento había ocultado perfecto que en realidad estaba en la misma situación que yo. Se demoró como 10 minutos solo en dar el primer paso, el más difícil, de espaldas hacia el vacío, agarrado de una cuerda. Comenzó a bajar y a la mitad se quedó prendido de la cuerda con todas sus fuerzas. Hasta ahora me acuerdo, entre las risas de mi madre como uno de los instructores de abajo gritó: —Señor, respire—. Yo me reí después. En ese momento solo estaba pensando en cómo sobrevivir a lo que me esperaba.

Ahora quedábamos mi madre y yo.

—Tírate tú, yo bajo por las escaleras—le decía asustado.

—Anda, te toca, no seas miedoso—me decía mientras la fila avanzaba—mira los niños se están tirando—se reía.

—Se pueden tirar 500 niños, yo bajo por las escaleras.

Al final ella fue primero con la condición de que yo baje después. Parecía una profesional, lo hizo sin dudar y en un segundo ya estaba abajo. Así es, todo lo que hace lo va a hacer bien y es motivador. Ahora estaba a un paso de la caída, ya amarrado. Me puse de espaldas con las manos en la posición que te pedían, una atrás a la altura de la cintura para regular la velocidad de bajada y otra adelante, sosteniendo la cuerda. No sé cuánto tiempo pasó antes de hacerlo. Me rendí una vez, ya iba a retirarme mientras veía a mi familia abajo, todos sonriendo. Mi papá gritó desde abajo: —Dale un intento más—. Lo hice, lo más difícil fue darle la espalda al vacío, después de eso, cuando ya estaba sostenido en el aire, solo había una salida: bajar. Lo hice más rápido de lo que pensé. Apenas pisé la tierra, solté todo a modo de risas. En ese viaje, mi padre me empujó 3 veces, esta fue la primera. Luego, cuando por miedo no quería saltar del bote en altamar para nadar con tiburones ballena. La última fue más por bromear, cuando me tiró al agua helada de un cenote.

Toda mi vida he podido avanzar a paso lento gracias a estos empujones de mi familia. De lo contrario, probablemente nunca hubiera hecho nada. Solo en ese viaje familiar, pude superar mi mayor miedo y ver a una criatura colosal desaparecer en la oscuridad del fondo marino. Lo que sentí en esos momentos está atesorado adentro mío.

Francisco Tafur. Crónica de Sudaca

Ahora que tengo 31 años, ya aprendí que muchas veces para salir de alguna situación concreta, por más que varias manos soporten mi peso mientras se hunde, el único que puede generar un cambio verdadero soy yo. Para hacerlo, solo puedo usar esos recuerdos como combustible. Los rostros sonrientes de mis padres en viajes, el matrimonio de mi hermano, mi abuela regalándome plata a escondidas, mis tíos regalándonos videojuegos de chicos, en esas figuras se basan mis ganas de querer sentirme bien y cada vez fortalecerme. Así es la única manera en que seguiré avanzando. Con la cabeza en alto, orgulloso de quien soy y agradecido de cómo crecí. Puedo perder muchas veces, pero eso no me lo va a quitar nadie.

El año pasado, caminaba por las calles de Osaka. Después de dos meses viajando por todo Japón, me comencé a sentir diminuto. Estaba lejísimos de todo. No había interactuado de manera elaborada en mucho tiempo. Era como si hubiera olvidado el sonido de mi propia voz. Miraba a mi alrededor y todo era desconocido. Seguí cabizbajo. Me metí por unos callejones con la intención de alejarme de la gente, ya que me estaba superando la ansiedad. Llegué sin querer a una escultura de Buda toda cubierta de moho. El verde era intenso y lo cubría en su totalidad. Había un par de ancianos meditando con las palmas juntas frente a él. Me quedé mirando atento.

Se fueron, y me acerqué a la figura misteriosa que parecía insertada en medio de la modernidad de la ciudad. Agarré el agua de las pequeñas fuentes que suelen acompañar a estos monumentos. Chorreé un poco en la figura para aportar a ese verde intenso y luego me mojé la cabeza hasta estar empapado. Cerré los ojos y junté las manos. No lo hacía desde que mi abuela nos hacía rezar, cuando éramos niños y aún creíamos en Dios. Lo único que pude pensar fue un gracias. Desde la oscuridad de mi mente sentía aquellas voces familiares llamándome con ternura por mi nombre, ese nombre que cuida de mí. Abrí los ojos, y algo había cambiado. Dentro de mí estaba ardiendo una luz extraña, incluso estando triste puedes ser genial, me repetía. De esa manera podré vivir tranquilo. Ha pasado poco tiempo desde que puedo levantarme y no pensar en expectativas ni sentidos, solo que puedo volver a ser el campeón que fui de niño, mirar sin temblar y sonreír todo lo que pueda. 

Mas artículos del autor:

"Siempre estuvimos de cabeza"
"Entre sueños y realidad"
"Mitología de un hogar"
x