[La columna deca(n)dente] El escenario político nacional hace tiempo que dejó de ser solo caótico: ahora es profundamente ilegítimo. La crisis de representación ya no es un diagnóstico técnico, sino una experiencia cotidiana para millones de peruanos y peruanas que no se sienten reflejados en ninguna de las organizaciones políticas que dicen hablar en su nombre. En teoría, los partidos deberían canalizar demandas sociales, construir agendas públicas y disputar el poder en función de proyectos ideológicos. En la práctica, nuestros partidos se han convertido en otra cosa: cascarones vacíos, personalistas, desarticulados del tejido social y enfocados casi exclusivamente en capturar cuotas de poder. Hoy, el Congreso parece más un mercado persa que una arena democrática. 

Su fragmentación no expresa pluralismo, sino el efecto de una proliferación de agrupaciones diseñadas para las elecciones, como las famosas “combis electorales” que todos conocemos: sirven para llegar al poder, pero no tienen ni dirección, ni pasajeros, ni destino común. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre y otros como Acción Popular o Somos Perú actúan más como cárteles o consorcios de intereses privados que como organizaciones al servicio del bien público.

Lo que estamos viviendo es más que una crisis política: es una degradación institucional sostenida. El Congreso no solo legisla, sino que ha capturado al Ejecutivo, vaciando la separación de poderes y anulando cualquier posibilidad de contrapeso. La presidenta Dina Boluarte, sin legitimidad ni respaldo político real, ha sido funcional a este nuevo régimen de facto. Un pacto informal entre facciones parlamentarias —unidas por el miedo a la justicia, el afán de impunidad y el deseo de controlar el aparato estatal— ha instaurado una forma perversa de gobernabilidad: autoritaria y antidemocrática.

El resultado es un vaciamiento democrático en toda regla. Tenemos elecciones, parlamento, leyes y discursos de legalidad. Pero lo que se esconde detrás es otra cosa: redes de protección mutua, legislación a medida de las organizaciones criminales y debilitamiento sistemático de los organismos de control.

Mientras tanto, los ciudadanos y ciudadanas observan con desconfianza, desafección y resignación. La política ha dejado de ser un canal de transformación para convertirse en un espectáculo ajeno. Y, sin embargo, ahí donde la indignación se vuelve generalizada, también surge la posibilidad de cambio. No se trata de una ilusión. Se trata de una urgencia. Hoy más que nunca, la participación ciudadana honesta, informada y activa no es un lujo, sino una necesidad vital. En este pantano político, quienes aún creen en la democracia tienen el deber de organizarse, fiscalizar, disputar espacios, construir nuevas formas de representación y afiliarse a partidos políticos que no están en el poder hoy. No para repetir las fórmulas fallidas, sino para sentar las bases de una regeneración que devuelva sentido a la política.

Porque si algo ha quedado claro es que lo viejo ya no sirve. Y lo nuevo, si no lo construimos nosotros, lo construirán otros… y no necesariamente para bien.

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[La columna deca(n)dente] En la provincia de Pataz, región La Libertad, la muerte se ha vuelto rutina. Mineros son asesinados uno tras otro: 39 trabajadores ejecutados, según reporta la minera La Poderosa, sin justicia, sin paz y, sobre todo, sin respuestas. La declaración del estado de emergencia, vigente por más de un año, se ha reducido a un ritual burocrático sin efecto real. Las fuerzas armadas y policiales, desplegadas en la zona, no han logrado frenar la expansión de las organizaciones criminales.

El epicentro de esta violencia no es un conflicto político ni una insurrección armada: es el oro. Oro extraído con sangre. La minería ilegal —a menudo encubierta por concesiones irregulares y empresas fachada— ha instaurado un orden criminal paralelo. En las galerías subterráneas no rige la ley de la República, sino la ley de las mafias. Amenazas, extorsión y asesinatos marcan el día a día de quienes trabajan allí.

La respuesta estatal ha oscilado entre la torpeza y la negligencia. La militarización, sin inteligencia estratégica ni coordinación multisectorial, ha demostrado ser ineficaz. Peor aún: la impunidad que impera en Pataz no solo es consecuencia de la inacción, sino también de decisiones políticas y leyes que favorecen al crimen. Un ejemplo fue la aprobación de la ley que amplió el plazo del proceso de formalización minera para la pequeña minería y la minería artesanal, conocida como Ley Reinfo. Esta norma fue aprobada con un inusual consenso: 87 votos a favor de todas las bancadas parlamentarias, sin excepción. Fuerza Popular, Podemos, Renovación Popular, Somos Perú y Avanza País votaron a favor de manera unánime, mientras que bancadas como Perú Libre y Alianza para el Progreso, entre otras, también la respaldaron, aunque con algunos votos en contra. La ley fue promulgada de manera expeditiva por la presidenta Dina Boluarte.

El problema de fondo excede las fronteras de Pataz. El oro ilegal no solo financia mafias locales, sino que se inserta en circuitos globales de comercio y en redes de poder político. La minería ilegal, que habría generado alrededor de 10 mil millones de dólares el año pasado, se ha convertido en una fuente de riqueza incontrolada, protegida por intereses de alto nivel. En este contexto, el Estado no solo pierde soberanía: la entrega.

Lo que ocurre en Pataz no es una excepción, sino el reflejo de un país fragmentado, donde los territorios ricos en recursos naturales son también los más desprotegidos en derechos. En lugar de más policías y más militares, lo que se necesita es estatizar Pataz. No en el sentido económico de expropiar empresas, sino en el sentido político más urgente: recuperar el control efectivo del territorio.

Estatizar Pataz significa restituir el monopolio legítimo del uso de la fuerza, hoy disputado o perdido frente a organizaciones criminales. Implica reconstruir la institucionalidad: garantizar servicios de salud y educación de calidad, justicia oportuna, y fiscalización ambiental y laboral efectiva. En suma, desmantelar el Estado paralelo del crimen e instaurar un Estado democrático que funcione.

O se recupera el territorio para el Estado de derecho, o se normaliza su abandono. Porque cada asesinato en Pataz lanza un mensaje brutal: el oro vale más que la vida. Mientras ese mensaje no reciba una respuesta firme, con decisiones públicas y resultados visibles, la barbarie seguirá brillando más que la justicia.

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Congreso, crimen organizado, Dina Boluarte, Pataz

[La columna deca(n)dente] En el glorioso arte peruanísimo de reinventar la política, nuestros partidos han logrado una hazaña digna de estudio: simular la existencia de militantes a punta de firmas falsas. Antes, en épocas menos creativas, bastaba con reunir firmas de adherentes —simpatizantes ocasionales, amigos de los amigos y familiares—. Pero los tiempos cambian, y ahora la ley exige algo más serio: afiliados, es decir, verdaderos militantes comprometidos. Un detalle menor que, como era de esperarse, ha sido resuelto de la manera más pragmática: falsificando las firmas.

Esta evolución nos demuestra que el ingenio político no tiene límites. Falsificar, falsificar: esa es la consigna general de aquellos que pretenden renovar la política nacional. Así nacen partidos enteros sin necesidad de lidiar con la molestia de tener militantes de carne y hueso.

Este fenómeno es un ejemplo fascinante de institucionalización fraudulenta: partidos que, en lugar de representar intereses sociales reales, representan el talento para el simulacro. No son organizaciones políticas; son productoras de ficción. Y lo más asombroso es que, una vez obtenida la inscripción, estos mismos partidos, expertos en falsificar su propia existencia, pretenden gestionar la cosa pública.

Toda esta farsa no sería posible sin la complacencia o la ceguera de los órganos electorales. Uno podría pensar que un sistema diseñado para filtrar a los impostores haría su trabajo. Pero la realidad es más entretenida: se convierte en una gran ceremonia de aprobación tácita, donde las irregularidades se apilan sin consecuencias. Lo importante parece ser que el formulario esté completo. ¡Salvo el formulario completo, todo es ilusión!

Mientras tanto, los ciudadanos y las ciudadanas asisten, cada vez más desencantados, a la degradación del sistema. Descubren que los partidos ya no son cauces de participación ni escuelas de ciudadanía, sino coartadas legales para la captura del poder. Y frente a tanto cinismo organizado, no es de extrañar que muchos prefieran la abstención, la indiferencia o el rechazo abierto.

Quizá el próximo paso evolutivo sea aún más audaz: partidos compuestos enteramente por inteligencias artificiales, sin necesidad de molestos afiliados humanos que puedan pensar o reclamar. Así, la simulación será perfecta, el trámite impecable y la política, definitivamente, un espectáculo de hologramas y avatares.

Por ahora, celebremos a nuestros partidos de papel, nuestros militantes fantasmas y nuestra democracia de utilería. Son, después de todo, la más fiel expresión de nuestra creatividad política: una creatividad que, cuando no encuentra ciudadanía real, la inventa… falsificando la firma.

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Democracia, falsificación, Fraude, Partidos políticos

[La columna deca(n)dente] En La Ternura, la obra teatral de Alfredo Sanzol, muy bien dirigida por Alfonso Santisteban y estupendamente interpretada por Magali Bolívar, Amaranta Kun, Dánitza Montero, Renato Rueda, Roberto Ruíz y Gabriel González, una reina decide huir del imperio para salvar a sus hijas del destino impuesto por los hombres del poder. No confía en la diplomacia ni en la obediencia: confía en su propia magia, en su conocimiento secreto, en su capacidad de desobedecer. Con ese poder, hunde la Armada Invencible. Es un gesto de amor materno, pero también de rebelión.

La obra, situada en el siglo XVI, nos habla, en realidad, del presente: de mujeres que escapan del patriarcado, de ser “monedas de cambio”, de hombres que huyen del miedo al afecto, de estereotipos que nos separan y de emociones que nos pueden reunir. La ternura que da título a la obra no es pasividad ni sumisión; es una forma de inteligencia emocional que desarma y transforma. Es el lugar desde donde cada uno de los personajes comienza a ver al otro no como amenaza, sino como posibilidad.

En el Perú de hoy no necesitamos magia. Necesitamos coraje afectivo, política comunitaria, liderazgo que abrace y acompañe. Necesitamos una ternura que hable fuerte, que interpele al poder, que organice el cuidado como forma de resistencia. Porque vivimos en un país donde cuidar —la vida y los vínculos— se ha vuelto un acto extraordinario; donde las organizaciones criminales han infiltrado las instituciones; y donde los ciudadanos y ciudadanas parecen atrapados entre el hartazgo y el miedo.

Frente a ello, la ternura como política no es ingenuidad: es lucidez, como nos recuerda bell hooks (con minúsculas, como prefería escribir su nombre). Para ella, el amor —y con él, la ternura— es una fuerza ética y política capaz de desmantelar las estructuras de dominación. En un mundo que normaliza la violencia, hooks afirma que amar conscientemente es un acto subversivo. Enseñar, liderar, criar, resistir desde el afecto no es un retroceso: es una forma de lucha transformadora.

Así como la Reina Esmeralda protege a sus hijas con su hechizo, hoy debemos proteger a nuestras hijas, a nuestros hijos, a nuestras comunidades, con decisiones políticas que pongan la vida de cada uno, de cada una, en el centro. No basta con indignarse. No basta con resistir. No basta. Hay que sostener. Hay que imaginar otras formas de estar juntos, otras formas de vivir con dignidad y otras formas de hacer política.

Hoy, en tiempos de extorsión y asesinatos, de cinismo y frivolidad gubernamental, de la complicidad del Congreso con el crimen organizado, cuidar la vida es el acto político más radical que nos queda. Y la ternura —esa fuerza invisible que todo lo transforma sin hacer ruido— puede ser el primer paso hacia otra historia.

Al cierre de esta columna, me entero de la muerte del Papa Francisco. Se va un hombre bueno, uno de los imprescindibles —como diría Bertolt Brecht—, que hizo de la ternura una forma de liderazgo y del cuidado una forma de justicia.

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crimen organizado, Ejecutivo, legislativo, teatro

[La columna deca(n)dente] Por momentos, el Congreso parece un programa de humor. Hace unos días, el congresista José Cueto, exmilitante de Renovación Popular, nos dejó una perla difícil de superar:

“Y a los amigos transportistas, que los están matando, pónganse láminas antibalas”.

Así, sin rubor ni pausa. El mensaje es claro: el Estado no puede (o no quiere) protegerte, así que hazte cargo tú. La violencia no se combate, se blinda. Y si las balas aumentan, no hay problema: a más balas, más láminas antibalas.

No estamos ante una propuesta de política pública, sino ante una política del sálvese quien pueda. ¿Qué sigue? ¿Cursos de defensa personal en la currícula escolar? ¿Subsidios para chalecos antibalas? ¿Talleres de instalación exprés de láminas antibalas en las combis? ¿Una app del Ministerio de Transportes para ubicar el taller de blindaje más cercano?

Pero Cueto no está solo en esta nueva escuela de la autodefensa ciudadana con responsabilidad compartida. Desde palacio de gobierno, Dina Boluarte se sumó al festival de exoneraciones con otra frase de grueso calibre:

“En dos años y meses del gobierno de la presidenta Boluarte no vamos a poder solucionar lo que no se ha solucionado en más de 20, 30, 40 años. No es responsabilidad de la presidenta Boluarte. No es la responsabilidad solamente de este Ejecutivo”.

Por cierto, hablar en tercera persona debe ser su nueva forma de meditación: “la presidenta Boluarte” por aquí, “la presidenta Boluarte” por allá, como si al repetir su nombre lograra convencernos de que es otra persona, una especie de holograma institucional que flota por encima del país, ajena a las decisiones de su propio gobierno.

Y claro, las culpas, esas sí que tienen pasaporte diplomático. Viajan tranquilamente hacia el pasado: 20, 30, 40 años atrás, donde habita ese ente difuso y siempre útil llamado “los de antes”. Es el culpable universal, anónimo, inatrapable… y muy conveniente.

Traduzcamos libremente su declaración: “El país está mal, pero no es mi culpa. Yo acabo de llegar (hace más de dos años) y vine a mirar, no a resolver”. O sea, no se pongan exigentes: si nadie pudo en décadas, ¿por qué esperar algo de este gobierno? A lo mucho —muy a lo mucho— puede prometer que no lo empeorará. Pero, para desgracia de todos, en los hechos lo ha empeorado… y de forma mortal.

Así se cierra el círculo: el Congreso te sugiere láminas antibalas; el Ejecutivo te dice que no puede hacer milagros; y tú, ciudadano, que apenas intentas ganarte la vida, tienes que invertir en acero, rezar o huir. Porque en este país, si te matan, es problema tuyo. Y si sobrevives, es gracias a tu emprendimiento blindado.

Mientras tanto, los extorsionadores y los sicarios innovan, los ministros declaran y los congresistas “filosofan”. El crimen evoluciona, pero la respuesta oficial es la misma de siempre: el problema viene de atrás. Es decir, ellos están para la foto y las declaraciones sin sentido, no para la solución.

Todo esto no sería tan grave si no fuera tan habitual. Se ha vuelto costumbre escuchar a las autoridades deslindar responsabilidades mientras el crimen organizado se institucionaliza, la impunidad se normaliza y la política se reduce a frases de evasión y cinismo colosal.

Pero no perdamos la esperanza. Algún día, algún día, algún día, otra política de seguridad ciudadana será posible. Por ahora, solo tenemos un consejo: Ponte láminas antibalas. Y, por si acaso, doble capa.

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Congreso, crimen organizado, Dina Boluarte, inseguridad

[La columna deca(n)dente] El artículo “Sobrevivir en Perú”, de Clara Elvira Ospina, es un retrato lúcido y descarnado de la profunda crisis que sacude al país. A través de una serie de escenas reales y estremecedoras —desde asesinatos y accidentes insólitos hasta intoxicaciones letales y negligencias farmacológicas—, la autora revela una nación marcada por el abandono gubernamental, la corrupción arraigada, la impunidad persistente y una informalidad que permea todos los ámbitos de la vida diaria. Su mensaje es contundente: el Estado ha fallado en sus responsabilidades más básicas, y en ese vacío de autoridad, la supervivencia ha sustituido a la ciudadanía.

Como se sabe, un Estado se define por su capacidad para imponer el orden jurídico y ejercer el monopolio de la violencia legítima. En el Perú, sin embargo, la violencia está fragmentada y cooptada por organizaciones criminales, mientras que el orden jurídico se diluye entre la impunidad y el soborno.

Los hechos que narra Ospina no son excepciones ni accidentes del destino: son parte de un patrón sistémico. La negligencia, la inseguridad y la injusticia ya no escandalizan; se han vuelto rutina. Desde una perspectiva de política comparada, el país presenta rasgos propios de Estados colapsados o en vías de colapso, donde las instituciones son incapaces de contener al crimen organizado ni de garantizar derechos fundamentales.

El sociólogo argentino Guillermo O’Donnell habló de zonas marrones, donde el Estado carece de presencia efectiva y la legalidad es una ficción. En América Latina, advertía, coexisten territorios con presencia estatal funcional y otros donde la ley es apenas una sugerencia. En el Perú, esa realidad adopta la forma de un “Estado dual”: uno que existe formalmente, pero que resulta irrelevante en la vida diaria de millones de peruanos y peruanas atrapados entre la informalidad, el abandono y el desgobierno.

En este contexto, la captura del Estado se manifiesta de manera clara y alarmante en el Congreso, que ha dejado de ser una institución encargada de legislar para el bienestar común y se ha transformado en una maquinaria de autoprotección y beneficio privado. A través de Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Perú Libre, Renovación Popular y otras bancadas, los legisladores diseñan leyes que los blindan a sí mismos y a las organizaciones criminales que operan impunemente. Mientras tanto, el Ejecutivo se limita a repetir discursos sobre el orden y la autoridad desde un “cuarto de guerra” sin capacidad ni voluntad para hacerlos realidad.

En palabras del escritor Nicolás Yerovi, en el país “no hay ciudadanos, sino sobrevivientes”. Y no le falta razón. En un sistema donde la corrupción se ha institucionalizado, el ciudadano ha dejado de ser sujeto de derechos para convertirse en un náufrago cotidiano.

La pregunta clave es: ¿cómo salir de este laberinto? No hay respuestas simples, pero está claro que el punto de partida debe ser una reforma profunda del Estado, un proceso que desmonte las redes de corrupción, recupere la legitimidad de las instituciones y restablezca el vínculo entre ciudadanía y Estado. La indignación es necesaria, pero no suficiente; debe traducirse en acción política. Y esa acción no vendrá del actual Congreso. El cambio deberá ser impulsado por partidos políticos que hoy están fuera del poder. 

Sobrevivir en el Perú se ha vuelto una hazaña diaria. Pero no debería serlo. Volver a ser ciudadanos, con derechos plenos y garantizados, es el desafío político más urgente de nuestro tiempo.

[La columna deca(n)dente] Por fin, alguien se atrevió a decir la verdad. El congresista Ernesto Bustamante, conspicuo representante de Fuerza Popular y seguidor incomparable de Keiko Fujimori, además de una autoridad indiscutible en ciencia y biología femenina (porque, evidentemente, su cromosoma Y le otorga una ventaja intelectual innata en el tema), ha revelado la razón por la que no hay más mujeres en la ciencia: carecen de un incentivo biológico para interesarse en ella.

Según su brillante razonamiento, si en el mundo el porcentaje de mujeres científicas no es del 33%, sino menor, entonces ese número debería preocuparnos. La lógica es inapelable: si la tendencia global es que las mujeres son excluidas de la ciencia, ¿por qué Perú se empeña en ser una anomalía? ¿Acaso queremos desafiar la «naturaleza» y promover algo tan anticientífico como la igualdad de oportunidades?

Desde ya, las universidades, públicas y privadas, deberían revisar sus currículos. ¿De qué sirve incentivar a las mujeres a estudiar física, matemáticas puras, astrofísica, si su propia biología no las motiva? Tal vez haya que redirigirlas a actividades más acordes con su predisposición natural, como la costura o la repostería, donde la química se usa solo para hacer pasteles y no para entender el universo.

Además, las grandes científicas de la historia deberían ser revaluadas. ¿Marie Curie? Seguramente era una anomalía genética. ¿Vera Rubin? Un caso de desviación biológica. ¿Hedy Lamarr? Tal vez una mutación. Está claro que sus logros no se debieron al talento, la inteligencia o la dedicación, sino a alguna alteración extraña que las hizo interesarse en la ciencia pese a su naturaleza femenina.

Ahora bien, hay quienes insisten en la absurda idea de que el acceso desigual a la educación, los prejuicios y los estereotipos de género han sido los verdaderos responsables de la baja representación femenina en la ciencia. Pero todos sabemos que la historia la escriben los genes, no las sociedades. Decir que a las mujeres se les ha desincentivado desde niñas a desarrollar habilidades científicas es solo una teoría conspirativa de esas feministas que insisten en la existencia del machismo y son entusiastas propagandistas de la llamada “ideología de género”. 

Dicho esto, tal vez sea hora de replantear algunos premios Nobel. Si las mujeres no tienen un incentivo biológico para la ciencia, entonces los logros de aquellas que han sido galardonadas deben ser un error del sistema. Es más, ¿qué tal si revisamos los laboratorios actuales? No vaya a ser que la biología haya empezado a fallar y ahora haya mujeres haciendo ciencia como si fueran seres humanos con plena capacidad intelectual.

Gracias, congresista Bustamante, por recordarnos que la desigualdad no es un problema social, sino un simple asunto de ADN. Mientras tanto, las mujeres seguirán avanzando en la ciencia, no porque su biología lo determine, sino porque su inteligencia, esfuerzo y capacidad lo demuestran. Y eso, por más que le pese a algún fujimorista, es un hecho científicamente comprobado.

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Ernesto Bustamante, Fujimorismo, misógino, mujeres

[La columna deca(n)dente] La reciente movilización del 21 de marzo en Lima, que congregó entre 20 000 y 25 000 personas, se configura como un episodio paradigmático del «poder en movimiento» descrito por el politólogo Sidney Tarrow. Si bien su éxito inmediato se materializó en la inusual censura del Ministro del Interior, este resultado no puede simplificarse como una concesión autocrítica del Congreso. Más bien, la marcha actuó como un catalizador, visibilizando y amplificando la creciente indignación ciudadana ante la inacción gubernamental frente a la epidemia de extorsión y sicariato, una indignación que ya venía gestándose en la sociedad.

El hartazgo social, motor fundamental de la acción colectiva, ha escalado en paralelo al avance del crimen organizado, elevando la seguridad ciudadana a una prioridad nacional ineludible. Sin embargo, como Tarrow señala, los movimientos sociales no operan en un vacío. Esta crisis de seguridad no es meramente una falla en la implementación de estrategias, sino que se asienta sobre un marco normativo permisivo con las organizaciones criminales. En los últimos meses, hemos presenciado la aprobación de leyes que, lejos de fortalecer la institucionalidad, debilitan la lucha contra el crimen organizado: restricciones a la colaboración eficaz, limitaciones a la labor fiscal en allanamientos y eliminación de sanciones por la opacidad en el financiamiento de campañas, facilitando la infiltración de capitales ilícitos en la política, un fenómeno que mina la legitimidad democrática desde sus cimientos como bien se señala en un informe de Ojo Público. 

La pasividad del gobierno, lejos de actuar como contrapeso, ha facilitado la imposición de estas normas, favoreciendo, parafraseando a la presidenta Boluarte, a «fuerzas oscuras» cuyos intereses se contraponen al bienestar ciudadano. En este contexto, la marcha del 21 de marzo se convierte en una «ruptura de la rutina», un evento disruptivo que sacude la complacencia del poder institucional y evidencia la desconexión entre los partidos políticos y las demandas ciudadanas.

Los partidos liderados por figuras como Keiko Fujimori, César Acuña, Vladimir Cerrón, José Luna y Rafael López Aliaga, aliados legislativos del gobierno, han intentado escenificar un «distanciamiento táctico», una maniobra calculada para proteger su imagen ante el creciente descontento. Su repentina crítica al Ministro del Interior, a quien previamente “blindaban”, no responde a una genuina preocupación por la gestión, sino a un cálculo político pragmático. Son conscientes de que mantener su apoyo incondicional a una figura desgastada y clave en la maquinaria gubernamental se ha vuelto insostenible. Este «repliegue estratégico» busca ocultar su complicidad previa y simular una independencia inexistente, intentando navegar la ola de indignación sin renunciar a los beneficios que les reporta su alianza con el régimen.

Sin embargo, esta maniobra, lejos de marcar un quiebre sustancial, se inscribe en una lógica de «oportunidad política». Buscan seguir siendo funcionales al gobierno, preservando sus privilegios, sin pagar el costo político de respaldar explícitamente a un ministro incompetente. Su lealtad a Boluarte y la defensa de sus propios intereses permanecen intactas.

La movilización ciudadana ha demostrado que la presión desde abajo puede alterar el tablero político. La lucha no termina con la remoción de una figura. El Congreso ha sentado las bases para un marco normativo que favorece a las organizaciones criminales, y el gobierno ha permitido su avance. Ante esta realidad, la ciudadanía debe mantenerse vigilante y organizada, exigiendo no solo la salida de figuras cuestionadas, sino también la derogación de las leyes que facilitan la impunidad y el crimen organizado. Solo a través de una presión sostenida y consciente, articulando un repertorio de acción colectiva diverso y estratégico, será posible enfrentar el deterioro institucional y revertir el avance de las mafias en el país.

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Congreso, crimen organizado, Dina Boluarte, ministro del Interior

[La columna deca(n)dente] La presidenta Dina Boluarte ha vuelto a sorprender con una declaración que roza lo inverosímil. Durante la inauguración del año escolar, afirmó que está «pensando seriamente en la pena de muerte” frente a niños, niñas y adolescentes. La frase, que parece un error de expresión, refleja mucho más que una simple equivocación: evidencia una preocupante inclinación autoritaria en su discurso y un grave problema de comunicación política.

El debate sobre la pena de muerte en el país suele resurgir en contextos de crisis y es frecuentemente utilizado por figuras políticas con el afán de aparentar dureza ante el crimen. La propuesta de Boluarte, aunque torpemente enunciada, se inscribe en esta lógica. El endurecimiento de penas y la apelación al castigo extremo han sido estrategias recurrentes de regímenes con inclinaciones autoritarias que buscan encubrir su incapacidad para ofrecer soluciones reales a la inseguridad.

Sin embargo, la pena de muerte no solo es inviable en el actual marco legal (ya que el país es signatario de tratados internacionales que la prohíben), sino que también ha demostrado ser ineficaz como medida disuasoria del crimen. Pero su mención permite a Boluarte conectar con ciertos sectores que demandan «mano dura», en ausencia de propuestas estructurales para abordar la crisis de seguridad ciudadana.

Más allá de la controversia ideológica, la declaración también pone en evidencia las serias deficiencias en la comunicación presidencial. Un desliz de tal magnitud en un evento público demuestra falta de preparación, precariedad discursiva y ausencia de filtros en el aparato comunicacional del gobierno. No es la primera vez que Boluarte incurre en errores de esta naturaleza, lo que contribuye a su desgaste político y a la percepción de improvisación en su gestión.

El lenguaje en política es fundamental. En un contexto de desconfianza hacia las instituciones, en particular hacia el Congreso, al que la ciudadanía percibe como servil a los intereses de organizaciones criminales debido a las leyes que las favorecen, un lapsus puede marcar la diferencia entre mantener apoyo o erosionarlo por completo. Si la presidenta realmente pretende gobernar con algún grado de estabilidad, debe reformar con urgencia su estrategia comunicacional y abandonar la tentación de discursos efectistas que, lejos de fortalecer su posición, la debilitan aún más ante la opinión pública.

En definitiva, el desliz de Boluarte no es solo una anécdota más en la política nacional, sino también un síntoma del desorden discursivo y la deriva autoritaria que caracterizan su gobierno. Si su intención era proyectar liderazgo, ha logrado lo contrario: ha dejado en evidencia una vez más su falta de rumbo y el ocaso de su gestión.

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Dina Boluarte, Pena de muerte, Populismo, seguridad ciudadana
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