[La columna deca(n)dente] La reciente movilización del 21 de marzo en Lima, que congregó entre 20 000 y 25 000 personas, se configura como un episodio paradigmático del «poder en movimiento» descrito por el politólogo Sidney Tarrow. Si bien su éxito inmediato se materializó en la inusual censura del Ministro del Interior, este resultado no puede simplificarse como una concesión autocrítica del Congreso. Más bien, la marcha actuó como un catalizador, visibilizando y amplificando la creciente indignación ciudadana ante la inacción gubernamental frente a la epidemia de extorsión y sicariato, una indignación que ya venía gestándose en la sociedad.
El hartazgo social, motor fundamental de la acción colectiva, ha escalado en paralelo al avance del crimen organizado, elevando la seguridad ciudadana a una prioridad nacional ineludible. Sin embargo, como Tarrow señala, los movimientos sociales no operan en un vacío. Esta crisis de seguridad no es meramente una falla en la implementación de estrategias, sino que se asienta sobre un marco normativo permisivo con las organizaciones criminales. En los últimos meses, hemos presenciado la aprobación de leyes que, lejos de fortalecer la institucionalidad, debilitan la lucha contra el crimen organizado: restricciones a la colaboración eficaz, limitaciones a la labor fiscal en allanamientos y eliminación de sanciones por la opacidad en el financiamiento de campañas, facilitando la infiltración de capitales ilícitos en la política, un fenómeno que mina la legitimidad democrática desde sus cimientos como bien se señala en un informe de Ojo Público.
La pasividad del gobierno, lejos de actuar como contrapeso, ha facilitado la imposición de estas normas, favoreciendo, parafraseando a la presidenta Boluarte, a «fuerzas oscuras» cuyos intereses se contraponen al bienestar ciudadano. En este contexto, la marcha del 21 de marzo se convierte en una «ruptura de la rutina», un evento disruptivo que sacude la complacencia del poder institucional y evidencia la desconexión entre los partidos políticos y las demandas ciudadanas.
Los partidos liderados por figuras como Keiko Fujimori, César Acuña, Vladimir Cerrón, José Luna y Rafael López Aliaga, aliados legislativos del gobierno, han intentado escenificar un «distanciamiento táctico», una maniobra calculada para proteger su imagen ante el creciente descontento. Su repentina crítica al Ministro del Interior, a quien previamente “blindaban”, no responde a una genuina preocupación por la gestión, sino a un cálculo político pragmático. Son conscientes de que mantener su apoyo incondicional a una figura desgastada y clave en la maquinaria gubernamental se ha vuelto insostenible. Este «repliegue estratégico» busca ocultar su complicidad previa y simular una independencia inexistente, intentando navegar la ola de indignación sin renunciar a los beneficios que les reporta su alianza con el régimen.
Sin embargo, esta maniobra, lejos de marcar un quiebre sustancial, se inscribe en una lógica de «oportunidad política». Buscan seguir siendo funcionales al gobierno, preservando sus privilegios, sin pagar el costo político de respaldar explícitamente a un ministro incompetente. Su lealtad a Boluarte y la defensa de sus propios intereses permanecen intactas.
La movilización ciudadana ha demostrado que la presión desde abajo puede alterar el tablero político. La lucha no termina con la remoción de una figura. El Congreso ha sentado las bases para un marco normativo que favorece a las organizaciones criminales, y el gobierno ha permitido su avance. Ante esta realidad, la ciudadanía debe mantenerse vigilante y organizada, exigiendo no solo la salida de figuras cuestionadas, sino también la derogación de las leyes que facilitan la impunidad y el crimen organizado. Solo a través de una presión sostenida y consciente, articulando un repertorio de acción colectiva diverso y estratégico, será posible enfrentar el deterioro institucional y revertir el avance de las mafias en el país.