Jorge Luis Tineo

Conciertos en Lima: Hay público para todo

“Por cierto, la pareja tiene dos hijas menores, una de 16 y la otra de 12, que ya se compraron, desde hace meses, sus pelucas azules, sombreros y trajecitos de plástico rosado, porque no hay forma de que se pierdan a Karol G, su reggaetonera favorita. Para colmo, como todos son de Chiclayo, no pueden dejar de ver a sus paisanos del Grupo 5 para bailar Motor y motivo y ver, en pantalla gigante de alta resolución, las lágrimas y los lentes caros de Christian Yaipén mientras escucha la voz desafinada de su hijo, “el heredero” del imperio monsefuano, un día después de haber saltado y pogueado con Wake up dead y Holy wars…”

Entre el 6 y el 17 de abril -es decir, en el breve lapso de once días-, cuatro artistas de géneros musicales diferentes ofrecieron en Lima un total de siete conciertos, de concurrencia masiva. Me refiero a la banda norteamericana de thrash metal Megadeth, la orquesta chiclayana de cumbia Grupo 5, la reggaetonera colombiana Karol G y el cuarteto mexicano de pop-rock Maná. Este tema, en apariencia poco importante si lo ponemos frente a la coyuntura local -corrupción política, recesión económica-, nos dice algunas cosas interesantes sobre perfiles, gustos, hábitos de consumo y prioridades de una muestra considerable de profesionales con ingresos fijos y diversos niveles socioeconómicos que son, además, votantes que anteponen sus ansias de entretenerse a la construcción de ciudadanía.

Más de ciento cincuenta mil personas movilizadas, algunas de las cuales llegaron desde el interior y hasta de otros países, para asistir a los espacios acondicionados especialmente para estos eventos -estadios de fútbol, universidades, coliseos cerrados- y corear sus canciones favoritas. Si añadimos las dos fechas que realizó el cantante portorriqueño-mexicano Luis Miguel, baladista/bolerista y astro del pop en español, en febrero, estamos hablando de prácticamente un cuarto de millón de individuos que dejan sus rutinas, se endeudan y trasnochan solo por ver/escuchar a sus ídolos durante una o dos horas.

Lo más notorio es, desde el punto de vista estrictamente musical, la diversidad de gustos y preferencias que encuentran sus propios públicos masivos en nuestra capital, caracterizada a su vez por una variopinta mezcla de procedencias, poderes adquisitivos, formaciones académicas de distintos niveles -privadas, públicas, escolares, superiores, técnicas- en muchos casos deficientes o inconclusas y una fuerte predisposición a consumir únicamente lo que les ofrecen los medios de comunicación masiva. 

Sin adentrarnos del todo en los ámbitos de la sociología, es necesario advertir que aludo a “las masas” desde un punto de vista híbrido. Por un lado, como aglomeración desordenada, caótica, que responde de forma pasiva, irreflexiva y homogénea a estímulos determinados -para distraerse, para diferenciarse- y, por el otro, como concentración de individuos con fines e intereses comunes que posee la potencial capacidad, si así lo deseara, de producir cambios y transformaciones sociales, por encima de lo que imponen las autoridades, los medios y el establishment.

Megadeth es un grupo de culto, subterráneo. Ninguna persona que esté actualmente bordeando los 50 años podría decir que escuchó, en su adolescencia, a Megadeth en las radios o canales de televisión, durante sus épocas doradas (1985-1995). En esos años, lo más “duro” que podía uno encontrarse en emisoras como Panamericana, 1160 o Studio 92 era Guns ‘N Roses, Twisted Sister, Poison o Bon Jovi. En cuanto a la generación grunge de la primera mitad de los 90 -Nirvana, Alice In Chains, Soundgarden y afines-, estuvo a nuestro alcance gracias a Radio Doble Nueve, la cadena MTV -la casa matriz norteamericana y su filial latina- y el circuito pirata de mercados populares, las Galerías Brasil en Jesús María y los alrededores del Centro de Lima (Av. Colmena, Jr. Quilca, etc). Las hordas de desaliñados metaleros vestidos de negro, entre hombres y mujeres -más de 12 mil según estimaciones conservadoras- que se dieron cita en el Arena I Costa Verde de San Miguel, el pasado 6 de abril, para disfrutar de la fuerza y vigencia del cuarteto liderado por Dave Mustaine, son resultado de décadas de incubación a oscuras y, muchas veces, a solas, en contra de lo convencional, resistiendo críticas y miradas de soslayo de familiares y amigos. Y eso que Megadeth, siendo exponente de una variante poco accesible del rock duro, no califica como una banda de metal extremo.

El caso de Luis Miguel nos ubica en la esquina contraria. Inmensamente popular desde niño en toda Hispanoamérica, sus baladas y canciones de limpio y socialmente correcto pop comercial son reducto de nostalgia para un público mayoritariamente femenino y urbano, que soñaba con el príncipe azul adolescente y las novelas de Televisa. Sus esfuerzos por convertirse en crooner de terno y corbatín, cantando boleros, le aseguraron vigencia en la radio, la televisión y las antiguas tiendas de discos compactos, además de ampliar su público por interpretar clásicos del cancionero romántico del pasado. Su posterior decadencia, expresada principalmente en una forma de ser desagradable y un aspecto físico destruido, opuesto a su paradigma de “galán”, no fue suficiente para desaparecerlo del recuerdo de sus fans. Una serie de Netflix, centrada en sus paradójicos inicios como cantante infantil, entre el éxito público y la tragedia privada, ocasionada por la sobreexposición mediática y la explotación laboral, sumada a varias terapias de reencauchado estético apuntalaron el retorno del cantante, que llevó aproximadamente 90 mil almas al Estadio Nacional en dos noches seguidas, el 24 y 25 de febrero.

El caso del Grupo 5, representante local en este breve recuento de conciertos certificados como “sold out” a pesar de la crisis económica y el descalabro político, nos permite aterrizar aun más en la idiosincrasia del público peruano moderno. Después de casi tres décadas de presencia en coliseos del norte, la orquesta originaria de Monsefú (Chiclayo, Lambayeque) llegó a Lima a fines de los noventa y encabezó la ola de masiva popularidad que alcanzó la cumbia tras la dictadura fujimorista, con todas las características escapistas, aspiracionales y reivindicativas de un género que, en la década anterior, se había concentrado en su vertiente andina, con los migrantes y el movimiento de la chicha. Con un repertorio que combinó composiciones del piurano Estanis Mogollón con canciones de conjuntos mexicanos -los famosos “gruperos”-, el Grupo 5 se convirtió en un fenómeno de multitudes que ni las peleas internas de la familia Yaipén, origen de otros combos de sonido homogéneo, calcado (Los Hermanos Yaipén, Orquesta Candela); ni la competencia con otras agrupaciones con las que compartían raíces norteñas y largas trayectorias -Armonía 10, Agua Marina, Caribeños de Guadalupe- han logrado abatir. Una celebración atípica -¿51 años?- fue pretexto para organizar tres conciertos, también en el “coloso de José Díaz”, los días 5, 6 y 7 de abril, con altísimos niveles de derroche técnico e invitados especiales. Los tres fueron llenos totales, entre 36 y 40 mil personas por noche y millones de soles recaudados en comida, merchandising y, por supuesto, cervezas.

La reggaetonera Karol G colmó la capacidad del estadio de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con dos conciertos llevados a cabo los días 12 y 13 de abril, ocasionando hasta problemas de tráfico en distintos puntos de la ciudad. A diferencia de Megadeth, Grupo 5 y Luis Miguel, aquí estamos frente a un personaje de la música comercial de consumo masivo de absoluta actualidad. Procaz y sobreestimada, disforzada y vacía, la actual y transitoria reina de lo que los medios distraídos y paporreteros del mundo latino y su sucursal de Miami insisten en llamar “música urbana” atrajo a decenas de miles de espectadores, desde niñas que se disfrazan como ella y cantan a voz en cuello sus majaderías hasta personajes de la farándula y congresistas, dejando claras cuáles son sus prioridades.

Maná, la banda mexicana más vendedora de los noventa, ofreció un concierto el pasado miércoles 17 de abril. Siempre anclados en el estribo más comercial del pop-rock latino, la propuesta del cuarteto conformado por Fher Olvera (voz, guitarra), Sergio Vallín (guitarra), Juan Calleros (bajo) y Álex González (batería, voz), comenzó a hacerse aburrida y repetitiva y, para finales de esa década, era una presencia intragable para los conocedores, aunque su popularidad se mantuvo intacta entre los consumidores de radios convencionales. Para su regreso al Perú después de siete años, otra vez el escenario fue el estadio de San Marcos. Y, otra vez, fue un concierto multitudinario.

Esto de los espectáculos abarrotados en Lima es una dinámica sorprendente y desprovista de respuestas únicas, pero rica en interpretaciones y subtextos. Pensemos, por ejemplo, en los altos presupuestos que se destinan a estas actividades recreativas, en la capital de un país como el Perú, con gravísimos índices de pobreza extrema, casos preocupantes de anemia infantil, fracasos educativos de toda clase y servicios públicos pésimos a causa de la corrupción, el amiguismo y la incompetencia. Mientras que las entradas más caras para Karol G, Maná y Luis Miguel costaron entre 750 y 850 soles; los tickets de mayor precio para cada noche del Grupo 5 y Megadeth no superaron los 360 soles. Y, si hablamos de reventas, en el caso de la colombiana que tanto emociona a niñas y adolescentes con sus malcriadeces, hubo padres capaces de desembolsar hasta más de 1,500 soles para que sus retoñas no se traumen ni sean víctimas de bullying por no haber podido asistir al “concierto del año”. 

Por supuesto que cada quien tiene la potestad de gastar su dinero en lo que le dé la gana, pero no deja de causar pena e indignación que eventos como el de Karol G -por lo menos en los otros casos algo de música puede apreciarse, en distintos niveles-, que no aportan nada a la vida de los más jóvenes y solo sirven para consolidar modelos de conducta encanallados que promueven las interrelaciones ligeras y agresivas, la ambición por lujos y el materialismo hueco, sean costeados por padres y madres para complacer a sus hijos. Por supuesto que esas mismas personas no darían ni veinte soles si se tratara de alguna convocatoria para apoyar un proyecto educativo ciudadano, una mejora vecinal común o la conformación de un movimiento político ajeno a los tóxicos círculos de poder.

Otro aspecto interesante tiene que ver con un fenómeno mundial: la transformación de lo que conocemos como sociedad de masas, debido a la sobrepoblación y la nueva escala de valores compartida por individuos de espectros socioeconómicos que, teóricamente, podrían considerarse diametralmente opuestos. 

Si en el pasado Gustav Le Bon (Francia, 1841-1931), José Ortega y Gasset (España, 1883-1955) o Ayn Rand (Rusia, 1905-1982) estudiaron a las masas casi como si se tratara de una única muchedumbre, un monstruo que las élites debían combatir, hoy tenemos que prácticamente todas las actividades humanas -políticas, comerciales, deportivas, artísticas, socioeconómicas, culturales- pueden generar sus propias masas, las mismas que conviven y se entrelazan de manera permanente. A un tiempo, estas masas pueden, por acción de medios de comunicación, publicidades e intereses individuales repartidos entre miembros de un mismo colectivo familiar, compartir a sus integrantes, piezas anónimas que van estructurando multitudes. En otras palabras, hay público para todo y, aunque son bastante diferentes unos de otros, por momentos confluyen y se cruzan sin perder su propia individualidad.

Ensayemos un ejercicio de especulación, como ejemplo de todo esto: el padre, un hombre de 50 años que vive en Lima, metalero desde el colegio, compra su entrada para ver a Megadeth y desempolva el polo negro con la carátula del LP Rust in peace (o decide comprarse, en el evento mismo, un T-Shirt oficial de la gira 2024) para ir con su hijo mayor, que acaba de cumplir 20 y tiene los mismos gustos del papá. Al mismo tiempo, su esposa, un poco menor que él, muere por Maná y no puede perderse su presentación, en primerísima primera fila de la zona VIP -además, tampoco se perdió el de Luis Miguel, dos meses atrás, también con entradas caras-. Y, por supuesto, estuvieron juntos, uniendo sus cabezas durante La incondicional y bailando Suave. 

Por cierto, la pareja tiene dos hijas menores, una de 16 y la otra de 12, que ya se compraron, desde hace meses, sus pelucas azules, sombreros y trajecitos de plástico rosado, porque no hay forma de que se pierdan a Karol G, su reggaetonera favorita. Para colmo, como la familia entera es de Chiclayo, no pueden dejar de ver a sus paisanos del Grupo 5 para bailar Motor y motivo y ver, en pantalla gigante de alta resolución, las lágrimas de Christian Yaipén mientras escucha la voz desafinada de su hijo, “el heredero” del imperio monsefuano, un día después de haber saltado y pogueado con Wake up dead y Holy wars. No es tan improbable como parece, ¿verdad?

POST-DATA: Al cierre de este texto me enteré de fallecimiento, a los 80 años, de Dickey Betts, uno de los guitarristas de country-rock y blues más importantes de la década de los años setenta, integrante original de The Allman Brothers Band. De fondo, suena la brillante Jessica (LP Brothers and sisters, 1973).

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