Roberto Lerner

La mortandad educativa del COVID

 

En todas las sociedades, más allá de diferencias culturales y matices políticos, mucho se hace en nombre de los niños. La pandemia cuyas presas se encuentran en el otro extremo del ciclo vital pareció cambiar las prioridades. Muchos se quejaron de que se estaba hipotecando la vida de los menores en nombre de evitar la muerte de los viejos. 

Una de las desgracias indiscutibles del COVID es que ha prácticamente desescolarizado a por lo menos un billón de alumnos en el mundo. La factura se anuncia monumental, tanto en salud mental como en déficit educativo y menoscabo de habilidades sociales. 

En los países de ingreso medio y bajo las cifras son espeluznantes: se calcula que alrededor de 70% de niños de 10 años no pueden comprender textos sencillos, muchos han adquirido la tercera parte de conocimientos matemáticos para su nivel de edad y, en general, se ha triplicado la probabilidad de salir del sistema educativo y no volver más a él. Aún en países desarrollados una cuarentena de dos meses equivale a la pérdida de un quinto del año escolar.   

Escuelas vacías no solo impactan en el conocimiento. Todos esos alumnos huérfanos de aulas, recreos y profesores de carne y hueso, significan, sin duda, menores ansiosos, tristes, desmotivados, con marcadas dificultades para sostener esfuerzos y una atención saltarina que prefiere las redes sociales y los videojuegos antes que cualquier actividad académica remota. 

Pero la escuela no es solo un espacio donde se aprende y se socializa. En muchos países es un canal que hace llegar alimentos y procedimientos médicos que gran cantidad de hogares no pueden ofrecer. Los programas asistenciales funcionan, tienen un impacto indudable tanto en lo físico como lo educativo. Por ejemplo, durante el primer año de la pandemia alrededor de 400 millones de niños dejaron de recibir una comida al día. 

Otro factor que muchas veces se deja de lado es que niños fuera de la escuela deben quedarse en casa donde se evidencia de manera grosera y dolorosa las desigualdades respecto de los recursos tecnológicos que hacen posible la educación remota. 

En muchos países antes de la pandemia ya casi toda su población estaba en línea. Las cuarentenas encontraron a alumnos y maestros conectados. Sus gobiernos socorrieron a los menos privilegiados potenciando sus infraestructuras caseras y apoyaron a los profesores menos duchos en los menesteres virtuales. 

Los peruanos tenemos muy presente las sesiones televisivas que eran pálidos sucedáneos de las clases escolares y los esforzados estudiantes que escalaban cerros armados de sus teléfonos celulares para encontrar el acceso a la señal educativa. Nunca fueron tan evidentes las distancias y diferencias entre quienes poseen las bondades de la modernidad y quienes recogen sus migajas. 

Pocos días nos separan de la vuelta a la educación presencial. En medio de un contexto político que enerva la concreción eficiente de políticas públicas, nos preguntamos si el regreso a clases será una vuelta a la experiencia educativa que la epidemia pasmó. ¿Que pasará si hay muchos contagios entre alumnos y profesores, cuántas familias habrán perdido fe en la escolaridad o esta se habrá hecho incompatible con la necesidad de trabajar, podrán niños cuyos músculos mentales han perdido fuerza y agilidad seguir las demandas de programas que no han cambiado demasiado?

Ojalá nuestros indudables éxitos vacunatorios pudieran replicarse en el campo de la escuela. Es poco probable. Nunca, señor ministro de educación, la educación ha sido tan mortal. 

 

 

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Covid-19, Cuarentena

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