Roberto Lerner

La venganza de la historia

¿Cuántas veces hemos creído que “¡nunca más!, que a partir de algunos eventos importantes, eventualmente devastadores, ciertamente inesperados, se abren horizontes libres de algunas de las peores ocurrencias del periodo que se cierra? Es que un partido de cuyo resultado dependía mucho, que todos espectábamos en directo o cuyos ecos llegaban en todo el tiempo real de que era capaz la época, terminó con un marcador inapelable. Me refiero, claro, a la caída del muro de Berlín y luego la generalización de las democracias representativas —o dictablandas cuidadosas de dejar espacio al disentimiento— con economías capitalistas pujantes interconectadas.

Todo se reformulaba y las canchas se rayaban en medio de un consenso con pocas grietas. Desaparecían las barreras, las fronteras, las regulaciones y los controles, que fueran de naturaleza económica o académica; que se tratara de desplazamientos humanos, de ideas, productos o servicios. De esa manera se multiplicarían las opciones, las oportunidades, los empleos, los emprendimientos, los accesos a lo moderno. Todo el resto sería una consecuencia inevitable de la iniciativa, la innovación, la creatividad liberadas, por fin, de la supervisión asfixiante del ogro filantrópico, el Estado, que casi siempre había tenido disfraces patrioteros e ideológicos.

La lista de lo que fue posible en el mundo cuyos pioneros fueron Tatcher y Regan, imagino que también Friedman, sus motores capitanes de empresas gigantescas y canalizadores de fondos enormes, con algunos héroes cabalgando unicornios, es larga. Mucho importante, novedoso, bienvenido, justo, interesante.

Sin embargo, el peor de los pecados humanos para los griegos, Hibris, esa desmesura arrogante y omnipotente que le saca la lengua al universo y sus avatares; ese narcisismo ideológico que no admite escenarios alternativos o los concibe como producto de la estupidez, se manifestó sin límite. El final de la historia fue decretado. El vehículo universal en el que viajaba la humanidad no tenía retroceso.

Ahora muchos observan desconcertados las invasiones bárbaras desde fortalezas territoriales y mentales que asumían tan inexpugnables como en su momento fueron vividas Tenochtitlan, Cuzco, Roma o Bizancio, entre miles de otras épocas de oro destinadas a durar hasta el fin de los tiempos. Una vez más, Apolo contempla a Ícaro cayendo horrorizado en picada.

Las señales, sin embargo, abundaban: la brutal destrucción de riqueza producida por maneras tramposas de ganarla en 2008; cada 5 años epidemias que se detenían en el borde la pandemia; identidades colectivas frustradas y sometidas, estados de ánimo llenos de rabia contra las élites científicas, económicas, políticas, los expertos y los funcionarios; evidencias inocultables de abusos y terribles desigualdades; decisiones electorales que condujeron hasta las más variadas instancias del poder político a autoritarios, iliberales y nacionalistas; campañas rabiosas, monotemáticas y obsesivas cuyo fin es cancelar personas e ideas que incomodan; y catástrofes con las que la naturaleza se encabrita. Todo lo anterior, y mucho más, sobre el fondo de una realidad social virtual que alienta la consolidación de las ideas más tóxicas y las creencias más alejadas de la objetividad, en detrimento de la moderación y la ciencia.

Más allá de las ambiciones desmedidas de individuos perturbados y del golpe brutal a nuestra autoestima que significó la crisis sanitaria, vamos a ver, para bien y para mal, mucho de lo que creíamos superado, mucho de aquello contra lo que se luchó, mucho de lo que nunca debimos querer eliminar, muchos de los dilemas morales que, estuvimos seguros, estaban resueltos.

Es hora de recuperar la humildad. Como titula la portada de un prestigioso semanario: ¡bienvenidos a la historia!

 

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Gobierno, Historia

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