La lucha por el poder es intensa y sin cuartel. Todos se acusan de hacer trampa con el fin de ir más allá de la cuota que les corresponde, de no dejarle nada al resto. Quienes se encuentran en las distintas instancias desde las que se decide, se proyecta, se realiza, se canaliza, se propone y se impone, maniobran para acusar o defenderse de acusaciones. Todos exigen lealtad o señalan con el dedo a los desleales, pero nadie tiene confianza, en medio de un juego de abalorios, fuegos artificiales, amagos que no definen, declaraciones de intención, negaciones rotundas, desmentidos payasos, tan contundentes como la cola de un pavo real.
¿Es casual que los huacos eróticos mochicas se hayan puesto tan de moda? Como si su proliferación fuera a ocultar la monumental —que de eso tienen harto— impotencia que caracteriza actualmente a todos los actores oficiales en todos los niveles.
Es que, en realidad, ninguno de esos tiene poder. Por pretender ejercerlo de manera absoluta —la incapacidad de entender que todo poder es parcial y temporal es la madre de todas las dolencias peruanas—, lo diluyen en ejercicios de arbitrariedad en porciones que no van más allá de los pasillos de un ministerio, los corredores del Congreso, las oficinas de Palacio, las reuniones partidarias, los cónclaves académicos, las salas de espera municipales, las redacciones periodísticas y las juntas directivas de gremios sindicales, profesionales y empresariales.
¿Se mueven en alguna dirección, nos conducen hacia algún lugar? No, para nada, solo se agitan.
Cada uno en su chacrita es incapaz de sacar adelante nada. Todos sobre estiman de manera grosera su capacidad de lograr sus inflados objetivos, se agotan en una inacabable e insoportable ronda de acusetería: nadie es responsable de nada, la culpa es siempre de los otros y buena parte de los esfuerzos se invierten no en que a la chacra propia le vaya mejor, sino en que a la chacra ajena le vaya peor.
Mientras tanto, los ciudadanos, es un decir, de este país, nos rompemos los lomos, algunos hasta pagamos impuestos, emprendemos —como formales o informales—, buscamos, crecemos, invertimos, cocinamos, en medio de un ruido de fondo que desgasta, desespera e irrita. Vacancia, disolución, pueblo, comunismo, neoliberalismo, censura, interpelación, allanamiento, comisión investigadora, proyectos de ley, acusación constitucional…
Se burlan de nosotros y nos convierten en meros pretextos, comparsas, peones, muñecos en una coreografía que tiene todo que ver con los intereses más particulares e inmediatos y nada que ver con el bien común ni el destino colectivo. O en un público obligado a presenciar las estúpidas solemnidades y los forzados corsos que son sus conferencias de prensa, sus comunicados institucionales, sus primicias en portadas diarias o destapes domingueros, sus manifestaciones gremiales, sus monólogos cuando entrevistan y cuando son entrevistados, las zancadillas y celadas a través de las cuales, en nombre de la justicia y la verdad, resuelven rencillas narcisistas y ególatras.
¡Qué difícil es llevar así adelante una vida laboriosa y responsable, razonablemente honesta, articulada alrededor de algunos principios orientadores que sabemos nunca aplicaremos en olor de santidad, con preferencias y simpatías legítimas pero que no se pueden sustentar de manera absoluta, más o menos exitosa y gratificante!
Nunca he escuchado a tantas personas tan distintas en casi todo expresar con tanta fuerza desánimo, cinismo, descreimiento, aburrimiento, irascibilidad y descalificación de todo y todos aquellos que supuestamente representan a alguien. Es pasividad agresiva que combina desprecio por el espectáculo y sus actores con algo de placer vicariante por sus pequeños éxitos y desgracias. Es poco e impredecible aquello que va hacer reventar el hartazgo y mostrar a los que dirigen lo impotentes que son. Ya no tienen confianza. Se van a quedar sin ninguna lealtad.
