Roberto Lerner

La perversión de las tribus

"Lo que hay, o es mío y de los míos y me lo apropio hasta que me lo expropia otro grupo para usarlo de la misma manera; o lo trato como ajeno y lo malogro, lo ensucio, lo agoto."

¿Tiene suficientes méritos para desempeñar un determinado trabajo?, ¿le corresponde un reconocimiento de cualquier tipo?, ¿dado el error cometido es pertinente un castigo?, ¿la clara transgresión de una norma debe llevarlo a la autoridad para que se inicie el procedimiento legal de rigor?

Preguntas que enfrentamos con bastante frecuencia. Aunque nosotros no estemos en una posición que obligue a tomar decisiones, como espectadores de la vida social, tenemos respuestas y juicios. ¿La respuesta natural en los grupos humanos, la que fue estándar durante miles de años?: depende.

¿De qué?, ¿no es acaso un asunto evidente? Las habilidades, los logros que producen, las metidas de pata y las de mano en arcas abiertas o cerradas, son hechos incontrovertibles. Claro, hay lugar para la subjetividad, debemos tomar en cuenta el contexto, la historia, los atenuantes y la acción afirmativa de ciertas categorías de personas. Pero no debería haber tanto margen de maniobra. Manejaste borracho, pierdes tu licencia de conducir.

¿Entonces, de qué dependía?

Si se trata de tu primo hermano, compañero de colegio, correligionario, paisano, comparte contigo la barra brava, por ejemplo, la cosa cambia. El nivel de severidad disminuye, el deseo de componer un entuerto, dando un testimonio, digamos, se va al suelo. Silbar y mirar hacia otro lado, encontrar todo tipo de explicaciones exculpatorias, realzar esfuerzos e intenciones, se vuelve frecuente.

Al contrario de cuando el protagonista no comparte con nosotros códigos ni historias vividas conjuntamente, ni relatos escuchados de referentes comunes. No es de nuestra tribu, pues.

Aunque sociedad y cultura producen protocolos de premiación y castigo, parejos, incluso si la ley no ve a todos como iguales ante sí, en buena parte de las eras y latitudes, la pertenencia e identidad hacen una enorme diferencia a la hora de juzgar a nuestros semejantes.

No es casual que los términos que identifican vínculos de sangre o políticos —tío, cuñado, primo, ¡hermanito!— son maneras de acercar y, también, prometer un trato privilegiado en la repartición de recursos sociales, que se trate de dinero, trámites, contrataciones, licitaciones, sentencias, penas y penalidades. Ni que los grupos que tuercen —a punta de violencia y monopolio de la ilegalidad— de manera sistemática la lógica colectiva —las mafias— se reconocen como familias.

Costó trabajo que la pertenencia o no a la tribu fuera irrelevante o, por lo menos, no decisiva.

Es posible que la obsesión de la Iglesia con prohibir el matrimonio entre familiares cada vez más lejanos, la vigencia de órdenes religiosas meritocráticas independientes de lazos de sangre y herencia, el surgimiento de gremios especializados, la alfabetización derivada de la imprenta y discusión de ideas sin intermediarios producto de la Reforma, una mano de obra móvil desligada de la tierra —producto, en parte, de una pandemia, la Peste Negra— y la construcción de una objetividad científica, fueron todos factores en la construcción de un rasero homogéneo a la hora de tomar decisiones como las mencionadas en el primer párrafo.

El Perú es de una tribalidad extrema, pesada y sofocante. Las desgracias, las victorias, el ejercicio del poder, la captación y distribución de recursos, dependen casi exclusivamente de pertenencias e identidades, de lealtades construidas en experiencias locales que no pueden proyectarse en un espacio común. Lo que hay, o es mío y de los míos y me lo apropio hasta que me lo expropia otro grupo para usarlo de la misma manera; o lo trato como ajeno y lo malogro, lo ensucio, lo agoto.

La perversión de la pertenencia que —salvo en la gastronomía y, últimamente, en la vacunación contra el COVID— se ha venido acentuando en nuestro país, explica, mucho más que la ideología política, religiosa o económica —puro pretexto—polarizaciones, vacancias, disoluciones, nombramientos folclóricos, leyes esperpénticas, investigaciones judiciales y otros hechos de nuestra vida colectiva.

Un territorio plagado de tribus y mentes tribales no es un país. Independientemente de cuánta riqueza haya en sus entrañas, quienes lo habitan serán siempre pobres.

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