[MIGRANTE DE PASO] Alumno Tafur lo llaman de la dirección. Con pasos temblorosos me alejaba de la mirada prejuiciosa de mi profesora. ¿Qué hice ahora?, me preguntaba. Sin sospecha alguna bajaba las escaleras y a cada escalón las llamas rebeldes iban abrasando mi alma. Después de todo era un niño que luchaba con dragones en pensamientos. Sentía que podía enfrentarme al mundo entero y salir victorioso. Me llevaron a un salón desconocido para mí. Mis padres, el psicólogo del colegio y el director me esperaban. ¿Qué significa esto?, me preguntaron mientras me mostraban un ejercicio que hicimos en clase.
La semana anterior todos los estudiantes tuvieron una autoevaluación. Tenias que poner del 0 al 10 cuánto te habías esforzado en cada materia. Con toda sinceridad coloqué cero en todo. Parece que la honestidad no era algo que respetar en ese momento. Acaso esperaban que mienta. Nunca lo sabré. Ante la pregunta respondí, con gracia, que significa justamente lo que había puesto.
No me interesaba el colegio, salvo algunas materias como historia, filosofía y comunicación integral. Las demás me parecían inútiles y me costaba ponerles empeño a materias a las que no les encontraba sentido. Eso sumado a cinco avisos de bajo rendimiento me llevaron al castigo más fructífero que haya tenido. Sí, avisos de bajo rendimiento a un niño que no tenia ni un pelo en el cuerpo. Hasta el día de hoy me parece una aproximación poco inteligente, que de didáctica no tiene nada para un joven disidente. Notar la desesperación de los profesores los volvía poco creíbles.
Quitaron el televisor de mi cuarto, sólo tenía mi cama y miles de libros. Mis padres, siendo mucho mas inteligentes que cualquier docente, me conocían y les interesaba más mi bienestar que notas sin significado alguno. Ahí comenzó mi aventura como lector. Se lo debo a ellos y a nadie más.
Ya había leído El señor de los anillos que empapó mi mirada de la realidad con ficción y un plano mágico que se entrelazaba con cualquier decisión que tomara. Ahora tengo un tatuaje en su honor. La primera semana me desvelé con los diarios de Marco Polo, que enaltecieron mi naturaleza viajera. Conocí a uno de mis héroes principales: Sherlock Holmes. Me enseñó que en los detalles hay más indicios de verdad que en lo periférico. También, que puedo crear mi propio palacio mental para refugiarme cuando quiera y donde sea. Los últimos días de mi encierro me enamoré de las novelas de Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray y El fantasma de Canterville me dieron perspectiva de un amor aún desconocido. Luego de ese castigo, ya había encontrado algo de motivación, algo nuevo para mí, por lo menos había identificado que no vale la pena luchar por cosas que no llenan mi espíritu y dediqué el resto de mi vida a lo que sí lo hacía.
Los siguientes años escolares estaba preparado, no académicamente, sino nutrido de diversas lecturas que encendieron aún más mi rebeldía y mi énfasis en cuestionar todo lo que me ponían en frente. No iba a permitir atropellos de profesores abusivos. Profesores insatisfechos con sus propias vidas que aprovechaban su “autoridad” en clases para desquitarse con quien los retara intelectualmente. Vale la pena recalcar que las victimas de su despecho eran niños. Solo demostraban su cobardía. Aprendí que hay maestros que no merecen ese titulo y otros que toman ese rol con la responsabilidad que amerita. Aprovecho en agradecerle a Raúl Rueda, Sandra Gómez de la Barra, Ulla Holmquist y Marcela Castro por enseñarme más allá de sus materias. Verdaderos profesores. Por ellos, no iba a dejar que quemen mi corazón ante la humillación.
Me sumergí en los cuentos de Abraham Valdelomar y tomé a El Caballero Carmelo como ejemplo. Iba luchar ferozmente ante cualquier insulto. Las novelas de Albert Camus que me inspiraron a crear mi propio sentido ante lo absurdo de la vida. Escogí un camino basado en ideales utópicos y actuar con coherencia. Expulsé la disonancia cognitiva que abrumaba mis noches. El primer paso para cambiar una realidad que no te gusta es vivir acorde con las metas que te autoimpones. Soñaba con un libro que pueda cambiar el mundo.
Me tildaron de ingenuo por confiar ciegamente en las personas. Sabía perfectamente que estaba vulnerable a traiciones y decepciones. Había decidido abrirme a los demás hasta que ocurra lo contrario. Mi ser estaba marcado por muchos cuentos y leyendas japonesas como el relato de los 47 Ronin. Tenia la amabilidad y el honor que me enseñaron, pero siempre con una espada imaginaria dispuesta a ser desenvainada ante ataques hacia mí o hacia personas que aún no encontraban herramientas para defenderse.
Me suspendieron dos veces por irme a los golpes defendiendo a amigos indefensos de estudiantes mayores que intentaban compensar su falta de neuronas atacando a gente más débil y menor. Pobres diablos. Ante estas suspensiones, mi madre, campeona mundial de karate, respondía llamando al colegio: en casa no vamos a castigar a nuestros hijos por pelear contra bullys.
-Francisco te toca el ejercicio b de burro.
-Disculpe profesor, pensé que era la c de calvo- reía por la pelada del profesor.
– ¡A la dirección!
-Francisco, sabes que los que se sientan atrás y se dedican a jugar nunca llegan a ser nada en la vida.
-No me diga que usted era de esos alumnos- respondí
– ¡A la dirección!
En cuarto de secundaria, tenía más años, pero seguía siendo un niño, no tuve necesidad de afeitarme en toda mi vida escolar, mi desarrollo fue bastante lento. En clase de geografía, con una profesora que se creía modelo y parecía no tener noción de su edad, me puse a jugar con plumones y dibujé espirales en mis manos.
-Todos menos Francisco levanten las manos- dijo la profesora. Todos como marionetas levantaron sus impecables manos.
-Ahora tú Francisco-, levanté mis manos pintadas con orgullo.
-Ya no estás en edad de pintarte las manos, madura de una vez, no te das cuenta de lo que haces-, me reclamó creyéndose astuta.
-Disculpe profesora, pero a usted nadie le dice nada por ser profesora y vestirse como alumna.
– ¡A la dirección! – Fui sonriendo, me la dejó en bandeja. A este paso el director y directora, de las personas mas inteligentes que he conocido, ya eran como amigos.
Terminó el colegio y salí triunfante. Con el cariño de quienes respetaba y el odio de quienes aborrecía. No podía pedir más. Después de un año sabático y viajes de autoexploración arranqué la vida universitaria. Una etapa tormentosa y desafiante. Ingresé a la Universidad de Lima para estudiar administración de empresas sin saber qué quería. En ese momento me sumergí por primera vez en la saga de Harry Potter. En las tardes, después de clases, llegaba a mi casa y dormía bastante. Un día mi padre me pregunta, entre sueños, qué clases había tenido: Defensa contra las artes oscuras, le respondí somnoliento. Cuando me percaté de lo que había dicho me di cuenta de que los libros se habían apoderado por completo de mi vida diaria, hasta cuando dormía.
Me cambié de carrera a psicología, después me trasladé a la Universidad Católica. Ahí estuve primero en psicología. Luego en arqueología y, finalmente, en filosofía. Abandoné la universidad para trabajar redactando notas de prensa. Antes de la pandemia decidí retomar los estudios y entré a la Universidad de Buenos Aires para emprender otra aventura. Terminé siendo un estudiante de filosofía que no creía en la belleza, lo bueno y la verdad. Dentro de la oferta académica no encontraba un pilar que me sostuviera. Pero siempre con la cabeza en alto, porque tengo la seguridad de que nunca dejé de intentar y nunca dejaré de hacerlo con el camino que es mi vida. En ese torbellino de carreras e intentos mi única constante fue la lectura y escritura.
Durante esas búsquedas de ida y venida encontré un paraíso pacifico en las novelas de Hermann Hesse. Esta semana se conmemora el aniversario de su muerte, que fue el 9 de agosto de 1962. Uno de los máximos esplendores del existencialismo y premio Nobel de literatura. Ya había explorado un poco este género. Cuando todos en el colegio se confirmaban, yo leía el Anticristo de Friedrich Nietzsche.
El día que Demian llegó a mis manos cambió mi mundo por completo. Aún recuerdo ir al cuarto de mis padres convencido de que tenia el estigma de Caín. El dios Abraxas, que une la dualidad entre el bien y el mal, me obsesionó. Luego, Siddhartha me convenció que no necesito amarrarme a otras materias predeterminadas para mi desarrollo personal. Solo necesitaba mi propio ser y voluntad. Me fascinó el momento en el que el protagonista conversa con Buda y decide no seguirlo, ya que él mismo tenía que forjar su propio sendero. Los años siguientes, hasta la actualidad, dediqué mi tiempo a romper ataduras y cascarones de pensamiento. Una infinidad de ellos, siempre hay más que romper y aprender.
Yo aconsejo a todos los niños y jóvenes como yo, que se agobian por no encajar en lo que el mundo académico ofrece, que nunca se rindan. No le hagan caso a nadie y sigan su instinto. No es necesario vivir sabiamente ni obsesionarse con el camino correcto. No hay por qué sufrir cuando las oportunidades abundan. Lo único fundamental es creer en uno mismo. Cuando encuentren lo que quieran aférrense a eso y no dejen que nadie se meta con lo suyo. Lo demás son sombras de nada.