[La columna deca(n)dente] En la tragicómica ópera del Congreso peruano, Eduardo Salhuana, presidente del Parlamento, se luce con una joya discursiva que reinventa el derecho en clave de absurdo: “Nicanor Boluarte tiene derecho a preservar su libertad”. Con una mezcla de ternura familiar y audacia legalista, Salhuana ha conseguido lo que parecía imposible: resignificar conceptos tan básicos como justicia, prófugo y libertad. Según su novedosa lógica, “preservar la libertad” no es más que desaparecer oportunamente cuando un juez dicta prisión preventiva. Así nace un principio digno de figurar en manuales alternativos de derecho: la fuga precautoria.
El caso de Nicanor Boluarte, hermano de la presidenta Dina Boluarte, ilustra esta filosofía con notable precisión. Ante los 36 meses de prisión preventiva dictados por el juez Richard Concepción Carhuancho, Boluarte escogió el camino más práctico: convertirse en “no habido”. En el Perú, esta condición no es un signo de deshonra, sino casi un reconocimiento simbólico, comparable a una medalla al mérito. En un país donde los prófugos pueden llegar a convertirse en referentes mediáticos, la desaparición estratégica es vista, en ciertos círculos, como una demostración de astucia más que de culpa. ¿Y qué mejor manera de preservar la libertad que ausentarse justo cuando intentan quitártela?
Para Salhuana, lejos de ser una anomalía, este acto es una brillante demostración de derechos democráticos. Si el Congreso protege a sus propios integrantes frente a la justicia, ¿cómo no extender esa inmunidad tácita al primer hermano de la nación? Negar este privilegio sería, en su lógica, una forma inaceptable de discriminación. Su razonamiento, por supuesto, abre un fascinante precedente. Si aplicáramos esta filosofía de manera universal, todos los ciudadanos que enfrentan prisión preventiva deberían inspirarse en Boluarte y “preservar su libertad” desde algún paraíso remoto. Pero, claro, no todos cuentan con un Congreso tan hábil en las piruetas verbales para justificar lo injustificable.
Mientras el Parlamento ejecuta su espectáculo, Dina Boluarte, presidenta de la República, no se queda atrás. En una declaración que parece destinada a las antologías del disparate político, afirmó: “Está ciega la justicia, le vamos a quitar la venda”. La frase, cargada de literalidad, propone una solución que, a primera vista, parece revolucionaria: despojar a la Justicia de su venda para que identifique sin ambigüedades a los corruptos. ¿Quién necesita la venda cuando los sospechosos están a la vista? A este ritmo, Boluarte bien podría sugerir eliminar otros símbolos arcaicos, como la balanza, y reemplazarla por una calculadora para presupuestos o un cuchillo de cocina, más útil para las licitaciones creativas y los ajustes morales que caracterizan su gobierno.
Sin embargo, esta metáfora presidencial no solo revela un desconocimiento simbólico preocupante, sino también una gestión que parece ciega ante las demandas sociales y éticas del país. Si quitar la venda a la estatua es la solución, ¿qué hacemos con el peso de la balanza o el filo de la espada? Boluarte parece ignorar que la venda no es un problema, sino un símbolo de imparcialidad; al sugerir retirarla, proyecta una gestión incapaz de abordar la corrupción sistémica que carcome al país.
Estos episodios, entre el absurdo y el cinismo, son elocuentes recordatorios de por qué Perú necesita líderes que sepan gobernar y no solo malabaristas del discurso. La ironía no puede pasar desapercibida: mientras la estatua de la Justicia, despeinada y resignada, espera que alguien le devuelva su dignidad, el país sigue atrapado en una tragicomedia política, donde preservar la libertad parece significar huir, y buscar justicia equivale a quitarle la venda al símbolo de la imparcialidad.