[La columna deca(n)dente] En el actual escenario político, la expresión “viejo oeste” encuentra un paralelismo inquietante. En este entorno, las instituciones estatales han sido subordinadas a los intereses particulares de una coalición congresal, conocida también como la “coalición del mal”, que ha capturado el poder legislativo, moldeándolo a su conveniencia y destruyendo cualquier vestigio de equilibrio democrático.
El gobierno de la presidenta Dina Boluarte ilustra esta dinámica. Su administración, lejos de liderar con independencia y visión de Estado, opera como una extensión de una coalición parlamentaria cuyas prioridades no son las demandas ciudadanas, sino los beneficios particulares de sus integrantes. El Ejecutivo se encuentra atrapado en una relación de subordinación, actuando como un títere funcional a los intereses de un Congreso que legisla sin pudor para grupos de poder, incluidas organizaciones criminales que encuentran en este sistema político un refugio perfecto.
El Congreso se ha convertido en un cártel de poder. Sus integrantes no solo están desvinculados de los principios democráticos que deberían guiar sus acciones, sino que han llevado al extremo la instrumentalización de las leyes. Las reformas constitucionales, que deberían ser un acto soberano de diálogo y consenso, han sido secuestradas para adaptarse a las necesidades de esta “élite” política, consolidando su dominio y garantizando su impunidad.
En medio de este desolador panorama, a la manera de los viejos alguaciles o sheriffs, los que resisten los embates de la “coalición del mal” son la Fiscalía de la Nación y el Poder Judicial, que operan como el último bastión de defensa ante el desmantelamiento institucional. Sin embargo, su capacidad para frenar este avance autoritario está constantemente bajo amenaza, enfrentando presiones, intentos de captura y deslegitimación.
Este vaciamiento de la democracia ha generado un entorno de anarquía normativa. Las instituciones encargadas de fiscalizar, regular y sancionar están paralizadas o capturadas, lo que deja el campo libre para la arbitrariedad y la corrupción. El cártel que nos gobierna no se dejará quitar el poder democráticamente; resistirá incluso, como en el viejo oeste, “a balazos”, para garantizar que no se les arrebate su control del sistema.
La debilidad del sistema de contrapesos y la fragmentación de la sociedad civil agravan esta situación. La ciudadanía, carente de un liderazgo colectivo y enfrentando constantes intentos de deslegitimación de la protesta, así como una brutal represión estatal, observa cómo los actores políticos actúan con total impunidad, incluso jactándose de ello. La captura del Estado y la corrupción se han normalizado hasta el punto de convertirse en una parte estructural del sistema político.
El país transita un camino que no solo erosiona sus instituciones democráticas, sino que también profundiza su crisis de representación. En este “viejo oeste”, el interés colectivo ha sido desplazado por un sistema donde los actores políticos se sirven del poder público para garantizar su supervivencia. El resultado es un vacío de liderazgo y un Estado de derecho debilitado, que amenaza con desencadenar una crisis aún mayor.
Frente a este panorama, la ciudadanía y los partidos políticos democráticos, que no forman parte de la “coalición del mal”, se enfrentan a un desafío histórico: reconstruir un sistema donde las instituciones sean verdaderos guardianes del interés público y donde la democracia recupere su esencia como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.