[La columna deca(n)dente] El cuento La piel de un indio no cuesta cara de Julio Ramón Ribeyro nos ofrece una poderosa metáfora sobre las profundas desigualdades que marcan la estructura social en el Perú. A través de la figura de Pancho, un adolescente trabajador cusqueño que muere electrocutado en un club de campo de las élites limeñas, el autor revela cómo estas élites perciben a los más pobres como meras piezas intercambiables a su servicio. La tragedia de Pancho no solo refleja el desdén por la vida de los más vulnerables, sino que, como un espejo, muestra el rostro de un Perú profundamente dividido entre clases sociales.
Este tema del racismo y el clasismo resuena con fuerza en la actualidad política del país. Las recientes declaraciones del expresidente del Tribunal Constitucional, Ernesto Blume, pidiendo “más represión” contra los manifestantes de diciembre de 2022 a abril de 2023, son un claro reflejo de esa mentalidad que ha guiado a las “élites” durante décadas.
Blume, al exigir mayor represión, no solo actúa como portavoz de una mentalidad autoritaria, sino que también revive los ecos del pasado más sombrío del país. Su llamado a la violencia estatal recuerda a los gamonales, los “señores de horca y cuchillo” que, en tiempos pasados, utilizaban el poder del Estado para sofocar cualquier intento de disidencia de “sus” indios en sus haciendas, a la voz de “métanle bala a la indiada”.
En un Perú donde las tensiones sociales crecen, el pensamiento de Blume no solo es alarmante, sino también peligrosamente racista. En las protestas, las víctimas fueron, en su mayoría, ciudadanos de Ayacucho y Puno, quienes no solo fueron ejecutados extrajudicialmente, sino que además fueron deshumanizados en el discurso oficial como enemigos del orden democrático.
Este tipo de represión no es algo aislado, sino parte de un patrón estructural que busca silenciar a quienes históricamente han sido ignorados y marginados. Si Pancho fuera una persona real, probablemente habría sido uno de esos miles de manifestantes que se alzaron en defensa de sus derechos, solo para ser despojados de su dignidad y su vida en manos de un Estado que prioriza la estabilidad del poder por encima de la justicia social.
La tragedia de Pancho y las declaraciones de Blume convergen en una misma crítica: ambas evidencian un sistema que legitima la violencia contra los más débiles. Pancho muere en un accidente producto de la negligencia de los poderosos, mientras que los manifestantes caen bajo las balas del Estado, todo en nombre de una supuesta “seguridad” que nunca ha estado al servicio del pueblo, sino de los intereses de unos pocos. La indiferencia de las “élites” ante estas tragedias no solo es moralmente condenable, sino que socava los principios democráticos fundamentales.
En lugar de optar por más represión, el país necesita un cambio de rumbo hacia políticas inclusivas que no solo aborden las raíces del descontento social, sino que también busquen soluciones a la pobreza, la exclusión y la desigualdad. La solución no está en la violencia, sino en la justicia social y el diálogo. El futuro democrático del Perú depende también de rechazar estos discursos autoritarios y de construir una sociedad más equitativa. Mientras las “élites” sigan viendo a los demás como Pancho, la democracia seguirá siendo solo una ilusión para muchos.