[MIGRANTE DE PASO] Con la cabeza rapada, Gokú en la cabeza, vestido de karategui (uniforme de karate), pies descalzos y guantes. Arrodillado sobre el tatami, de espaldas al rival, sentí por primera vez el mal uso de la violencia. Era un campeonato, pero en las ligas infantiles los puntos se dan con golpes de contacto mínimo, esta vez había golpeado muy fuerte a mi rival. Como es costumbre, en nombre del honor, recurres al ritual de respeto. Sentía los ojos furibundos y llorosos en mi nuca y mis párpados cerrados no dejaban mostrar mi arrepentimiento. Tenía 9 años. Gané la competencia y la medalla de oro se balanceaba de mi cuello en la cima del podio. Por mi pánico escénico no solía disfrutar mucho el momento de premiación, pero aun así estaba orgulloso de mi desempeño. Durante las peleas aprendí a olvidarme del ambiente y enfocarme sólo en la batalla. Pero esa vez aún tenía la mirada rabiosa de mi contrincante en la mente.
—Mamá gané, pero le pegué muy fuerte a ese chico —le dije preocupado.
—Hiciste lo que tenías que hacer al mostrar el respeto que debías, por eso, ganaste bien —me respondió; ella era mi madre karateka, implacable dentro y fuera del arte marcial.
Mi hermano comenzó a los 6 años, yo a los 3 años y junto conmigo inició mi madre. De esta manera comenzó una familia que sabe pelear y dar la cara cuando sea necesario. El cinturón obi nos unió. La primera clase, en fila junto a otros pequeños, nos hicieron golpear una hoja de papel. Era la primera prueba. Todos golpeamos duramente la hoja y desaprobamos. La idea era ejecutar el puñete con fuerza, pero sólo rozar el papel. Tener el autocontrol suficiente como para detener el impacto antes. Esa primera lección sigue grabada en mi cabeza. Aún recuerdo a mi sensei Liz, de tan solo 1.50 metros, pero con la agilidad y fiereza de una cheetah. Pasaron las clases y era bastante hábil en el kumite, que es la pelea. El kata es la danza artística; presenciar uno bien ejecutado tiene una belleza inexplicable. Me llamaban parchís o gasparín por mi cabeza a coco y piel pálida.
Pasaron los años, varios campeonatos, medallas y trofeos acumulados, exámenes para ascender al siguiente cinturón, y antes de los 13 años ya éramos cinturón negro. Mi hermano mayor llegó a segundo dan, el siguiente nivel del último color. Se volvió mi guía y mano derecha en las competencias. Sus estrategias me ayudaron a ganar un sinfín de veces y él lideraba a todo el grupo de la academia. A temprana edad ya éramos senpais de gente mucho mayor y guiábamos los primeros minutos de las clases. El shihan, quien aprendió el arte marcial en Okinawa, era quien nos enseñaba ahora y nos apodó “los tigres”, por nuestro nivel de concentración al momento de pelear. Te olvidabas de todo, sin mente, sólo la contienda. Fuimos convocados al mundial interclubes que se dio en Brasil, pero yo era muy pequeño y no tuve la oportunidad de competir. Mi madre fue campeona mundial de kata y mi hermano tercer puesto. Éramos buenos por naturaleza y esfuerzo.
Gracias a mis prácticas marciales, durante el colegio fui alguien pacífico que evitaba las peleas, sólo eran un último recurso. Conocía mis habilidades y no había nada que demostrar. El karate es un estilo de lucha defensiva que consiste en deshabilitar al oponente en un movimiento. Te enseñan a defender a los que no pueden hacerlo. Aprendes a conocer tu propia violencia y de esa forma puedes canalizarla de buena manera. Negar el aspecto violento y conflictivo que está dentro de todos es un error garrafal. Unas cuantas veces fui suspendido por defender ferozmente a compañeros de bullys mayores, era algo que no podía permitir. Mi personalidad había sido moldeada para eso. La respuesta de mis padres siempre fue que en casa no recibiría castigo. Me sentía como un pequeño samurai. Cuando terminé secundaria, abandoné el karate y con eso olvidé gran parte del núcleo de mi ser.
Se originó en Okinawa en el siglo XVI, los soldados lo usaban luego de que prohibieran portar katanas. El karate imita el kenjutsu, que es el arte de la espada samurái. Está altamente influenciado por la filosofía de vida que seguían los legendarios guerreros japoneses. Luego se expandió a todo el país y, finalmente, al mundo. El nombre nipón se compone por “kara” (Vacío) y “te” (mano), mano vacía. La cortesía, rectitud, coraje, bondad, desprendimiento, sinceridad, honor, modestia, lealtad, autodominio, amistad, integridad, generosidad, imparcialidad, paciencia, serenidad y autoconfianza; estos son los principios enseñados por el código samurái (bushido) de donde florece el karate.
Mis años siguientes estuvieron plagados de depresión, desmotivación, desesperanza y conductas autodestructivas. Había perdido el camino. Noches embriagado de alcohol, sustancias y conductas violentas me llevaron a múltiples peleas en la calle, bares y discotecas; siempre con gente más grande. Tal vez en el fondo quería que me peguen. Lloraba en mi cama antes de dormir, había decepcionado las enseñanzas y sentía que no había vuelta atrás.
Mi cuerpo atrofiado y mi mente turbulenta y atormentada. Las lágrimas bañaron mis almohadas por años. No sabía qué hacer. Estaba perdido en incertidumbre y agobiado por falta de sentido. Pensamientos sucios, malos hábitos y furia incontenible eran factores cotidianos. El camino del guerrero ya no era lo mío, ya que uno verdadero no tiene enemigos y yo había hecho de mi propio ser el mayor de todos. Hubo una noche tan espeluznante como determinante. 21 años, alcoholizado e intoxicado de drogas me involucré en lo que fue mi pelea final. Me dieron una paliza entre 5 o 6 personas. El recuerdo es borroso. Me defendí, pero ya no sabía por qué luchaba. Me abrieron los labios, los ojos hinchados, sangre en la nariz y un nudillo completamente destruido. Me tuvieron que operar y poner clavos para reconstruirlo; aún quedan fragmentos óseos sueltos
¿Tenía que hacer algo con mi vida? Regresar a mi antiguo yo, pero con las malas experiencias acumuladas analizadas y convertidas en lecciones. En el olvido no se gana sabiduría. Con el tiempo me di cuenta que sólo fue un desvío y a largo plazo reforjaron mi ser. Aún más fuerte que antes. Regresaron los abrazos a mis padres, las conversaciones con mi hermano, el cariño a mi abuela y el amor propio. Con su ayuda retomé la voluntad de fuego y esta vez me prometí no apagarlo jamás. Luego de años tranquilo y con la mente clara me tatué una katana en el antebrazo derecho. Como recordatorio del autocuidado, bondad y valentía que no debo olvidar jamás. Una espada que sólo se desenvainará como último recurso. Ahora camino calmado, contemplo la vida y tengo como ley autoimpuesta ayudar a quienes están a mi alcance.