Alrededor de las once de la noche del sábado 3 de enero de 1998, dos familias terminaron de cenar en el mejor chifa de la ciudad, y, antes de subir a sus automóviles, tomaron una decisión que cambiaría en forma brutal la vida de una niña de diez años. Sucede que esa pequeña, estudiante del colegio más exclusivo de la capital, les pidió a sus padres ir a la casa de su compañera de estudios que ya estaba a bordo del Volvo de su madre para ver a los perritos nacidos esa mañana. Entonces, la niña subió al vehículo y junto a su amiguita, la madre de esta y el chofer guardaespaldas partieron rumbo a una cita con un destino impensado.
El automóvil recorrió rápidamente la avenida Javier Prado, llegó a la zona de Camacho, rodó un par de cuadras y tuvo que frenar de improviso porque un par de vehículos le cerraron el paso. Instantes después de la frenada, cuatro pistoleros dispararon sobre el chofer, matándolo en el acto, y descargaron sus ametralladoras contra la madre, la hija de esta y la amiguita. Una de las niñas murió sin saber qué había pasado, su mamá vivió unos minutos más y falleció en la fría camilla de una clínica cercana, y la niña que estuvo en el lugar equivocado en el momento también equivocado sobrevivió con una leve herida en uno de sus hombros. Nadie supo explicar nunca cómo la niña pudo percatarse del ataque criminal y, en el mismo instante, tirarse al piso y vivir para contarlo.
Veinticinco años después, le preguntamos a uno de los más reputados científicos del comportamiento de la capital qué huellas pudo dejar esa experiencia terrible en una niña de diez años, qué tipo de terapias creía que los especialistas recomendaron a sus padres en los días posteriores al ataque y si era posible arriesgar un análisis sobre su conducta actual. Dos de los especialistas consultados ante de hablar con nuestra fuente se negaron de plano a contestar estas preguntas cuando se enteraron del nombre de la protagonista de ese hecho traumático. El tercero, pidiéndonos mantener su anonimato bajo ‘secreto de confesión’, nos dijo que la conducta evitativa, repleta de contradicciones y aderezada de mentiras de fácil detección de la mencionada señorita respondía al modus vivendi que Rosselli Amuruz – tal es el nombre de la niña que vio morir a su mejor amiga en una noche calurosa de 1998- adoptó para sobrevivir a sus recuerdos imborrables y, probablemente, a decenas de noches de pesadillas recurrentes.
Nuestro entrevistado nos dijo que era imposible saber a qué terapias se sometió la congresista Amuruz sin tener acceso a su historia clínica. Es más, conociendo la posición económica de la familia Amuruz, era imposible descartar internamientos en instituciones extranjeras ni tratamientos con medicamentos recetados por especialistas.
Esta introducción no pretende, ni por asomo, exculpar a Amuruz, pero apunta a explicar los claroscuros de su conducta.
Cuando todo el país observaba los actos oficiales del velatorio y de la posterior despedida al primer vicepresidente del Congreso Hernán Guerra García, su colega Roselli Amuruz, la misma que veinticinco años atrás había sido protagonista de un hecho de sangre horrendo, tomaba una de las peores decisiones de su vida (como ha reconocido personalmente ante la prensa), al asistir a una fiesta donde acudieron personas que ansiaban gozar de un sábado de buena salsa cubana y el mejor ron, otras tantas con biografías non sanctas y unos cuantos zampones. La fiesta, como todos conocemos término con un muerto, un hombre que acudió a una comisaría para darle tiempo al presunto homicida que es su hermano y compañero de juerga para que viaje a Colombia, de donde será muy difícil traerlo dadas las pésimas relaciones del gobierno de Bogotá y el nuestro, y, como cereza del pastel, y la congresista Roselli Amuruz, quien dio tantas versiones sobre su asistencia a la fiesta y a la cercanía o a la lejanía a los protagonistas del hecho de sangre, que mejor no hubiera dicho nada. “Calladita te ves más bonita”, diría un periodista de espectáculos.
Y ya que hablamos de espectáculos, es sumamente curioso saber que recién a la semana de la muerte de Christian Enrique Tirado, el canal de televisión donde trabajó de ayudante de producción y de extra en la más exitosa telenovela de la era moderna lo reconociera como uno de los suyos en el programa periodístico de los domingos en la mañana.
No decir la verdad es igual a mentir
Casi como si se ciñera al milímetro al análisis dado por el terapeuta consultado para este informe, la congresista Amuruz, quien ha dado repetidas muestras de su espíritu jaranero y lúdico, negó, se corrigió, se disculpó y volvió a negar la realidad cuantas veces fue requerida por la prensa, terminando esa cadena de evasiones con un tuit donde dice, entre otras cosas, que asistió a una reunión social de la cual se retiró antes de la medianoche, que tomó conocimiento de lo sucedido a través de los medios y que solicita una investigación rápida para determinar a los culpables.
Roselli Amuruz, quien apenas ingresó al Congreso burló las restricciones gubernamentales para impedir el contagio del coronavirus, organizando un fiestón donde derrochó plata, imprudencia y total desprecio a las leyes, es una persona que parece no saber qué hace en el Congreso, cuáles son las urgencias del momento y cómo piensa enfrentar el resto de su vida política cuando todo su prestigio está más enterrado que los hechos de sangre acaecidos en una esquina de Camacho una noche de verano de 1998.
Solo una pregunta (quizá impertinente)
Para ser congresista durante un quinquenio sólo se requiere tener 25 años cumplidos, además de haber nacido en el territorio peruano o en el extranjero, siendo hijo de peruanos. Nada más.
Pero es inquietante que entre las 130 personas que ocuparán curules hasta el 26 de julio de 2026 haya un alto porcentaje de ladrones, de estafadores y de personas a las cuales nadie les pediría que cuide a sus hijos por unos minutos. Es imposible sacarlos una vez que están atornillados a sus curules, pero sería necesario que existiera una comisión de ética extraparlamentaria que los evalúe con rigor ante cualquier síntoma de desviación. No siempre es fácil caminar derecho, pero siempre se puede saber de qué pie cojeas.
Las relaciones (peligrosas) de Roselli Amuruz
Según sabemos todos o casi todos, porque no podemos dejar de considerar que hay mucha gente a la que le interesa más qué va a comer mañana que las cuitas de los congresistas, Roselli Amuruz es pareja del ex congresista Paul García, quien tuvo cierta figuración el año pasado cuando un modelo chileno lo acusó de mover influencias en Migraciones para impedir su entrada al Perú por estar celoso de su relación con una salsera de más fama que condiciones artísticas. Sabemos, también, que García es, a la vez, amigo del asesinado y de la familia del presunto asesino huido a Colombia. Y conocemos, más de oídas que de un trabajo exhaustivo de investigadores policiales y periodísticos, que los hermanos del presunto homicida están relacionados con políticos de dudosa reputación, con un fraude multimillonario a EsSalud y con algunos miembros del destituido Consejo Nacional de la Magistratura, sanctasanctórum de los Cuellos Blancos del Puerto. Sabemos todo eso, que debe ser una ínfima proporción de lo que conoce la tercera vicepresidenta del Congreso Roselli Amuruz, pero este no es el momento ni el lugar para hurgar en esos temas, pero sí el momento y el lugar para preguntarle a una señorita que probablemente vive una vida prestada si va continuar jugando a la política y bailar y pachangearse diariamente, o va a hacer un alto a sus hobbies y concentrarse en la tarea para la cual pidió el voto popular.
Ella y sus fantasmas tienen la última palabra.