¿Demócrata o progresista?

“La defensa de la democracia y de todos los derechos fundamentales es una batalla por librar y un espacio político por poblar para romper la nociva dicotomía de extremismos de izquierda y de derecha que se ha apoderado de la discusión pública”

Por mucho tiempo me definí progresista y por mucho tiempo lo fui. Cuando me interesé en la política, hace ya 4 décadas, ser progresista implicaba defender la justicia social. Creíamos que la riqueza debía distribuirse mejor e invertirse mejor. Los progresistas nos llamábamos así porque no éramos comunistas, no nos terminaba de cerrar eso de la dictadura del proletario o del partido único, éramos, si se quiere, más franceses. Es decir, creímos en la libertad, en la igualdad y en la fraternidad.

Entonces no pretendíamos la absoluta igualdad socioeconómica como planteaban los marxistas, creíamos, más bien que no debía haber pobres, o los menos posibles, que el Estado debía encargarse de eso, más que subvencionando, brindando servicios de calidad. Para nadie es un secreto que una buena educación y un buen servicio de salud, más que un gasto, es una inversión con enorme valor agregado y con mucho dinero que revertirá luego en el desarrollo humano y en la propia sociedad. Lo mismo la infraestructura, el transporte terrestre, vial y ferroviario, pero no solo el transporte, sino la base tecnológica para aventurarnos en el desarrollo a través de la industria, las comunicaciones y otros rubros.  

Creímos en los derechos de la mujer, defendíamos la igualdad, deplorábamos el machismo y acompañábamos las marchas feministas. El tema LGTBIQ era solo LGTB entonces, apenas aparecía, pero desde el progresismo también apoyábamos esta agenda cultural. Seguro manteníamos, sin darnos cuenta, muchos prejuicios heredados de las generaciones anteriores. Nos antecedían apenas los Hippies que fueron absolutamente liberales pero también las generaciones anteriores a ellos y más en el Perú. Nuestros padres y madres eran buenos, entrañables, pero seguro eran machistas sin darse cuenta, al menos para ojos contemporáneos. Entonces nos encontrábamos en una transición. Existía la familia patriarcal, con el padre trabajador y sustento económico del hogar y la madre ama de casa. Pero al mismo tiempo, el propio capitalismo y la ampliación de la educación superior, comenzaron a crear hogares igualitarios en donde padre y madre trabajaban, y luego, además, compartían las tareas del hogar. 

En el debate político, también la izquierda que participaba de la democracia mostraba vocación por el diálogo. A todos nos gustaba debatir, intercambiar ideas. En la universidad había debates antes de las elecciones gremiales, hablaba el uno, hablaba la otra. “Bajaban” los grupos políticos a las secciones, de diferentes tendencias, los estudiantes preguntaban, los activistas respondían, convocaban. Y se trataba de tiempos en donde lo que estaba en juego era nada menos el sistema político económico y social que debía regirnos, pues los marxistas querían socialismo y el socialismo -no la socialdemocracia- es la transición hacia el comunismo. El tema es que nadie te mandaba a callar, ni te “fusilaba” por pensar diferente, salvo Sendero, claro está.

Por todo lo dicho me cuesta aceptar las formas de hacer política que nos impone la realidad contemporánea. De pronto debo haberme convertido en un dinosaurio del Cretácico. Las razones sobran: defiendo el diálogo, la tolerancia, me opongo a la cultura de la cancelación, a la dictadura de lo políticamente correcto, a la rama radical del feminismo que usa las redes sociales como una hoguera sin verificar responsabilidades. Giambattista Vico lo señaló claramente y Friedrich Nietzsche lo ratificó: todo vuelve, nada es realmente original, corsi e ricorsi: la cacería de brujas nunca se fue del todo, siempre volvió cada cierto tiempo, como sucedió con las tropelías y los impunes ajusticiamientos de los nazis en la noche de los cristales rotos el 9 de noviembre de 1938. Hay una pulsión totalitaria en la especie, la refrenamos, pero vuelve a aparecer.

También soy Cretácico porque defiendo la democracia, así como la vigencia de la Constitución y de los derechos humanos universales que consagró la ONU en 1948. Pero defiendo todos los derechos contenidos en dicha carta y también los que se han conquistado después. No voy por ahí seleccionando y jerarquizando unos sobre otros, o pisoteando unos para consolidar otros, ni limitándolos, creyendo que su restricción y el incremento de la punición serán más efectivos que sus garantías. Hace cuarenta años no me gustaba el jacobinismo, de cualquier tinte o color político, tampoco me gusta ahora. 

Como ser humano contemporáneo deploro la esclavitud, la de los griegos, la africana y las terribles formas de esclavitud sexual que han proliferado a la vista y sapiencia de un Occidente que mantiene intacta su vocación por los holocaustos, antes que por combatir flagelos que afectan principalmente a niños y mujeres. Sin embargo, también soy historiador, fui formado en la comprensión del pasado en sus propios términos, a mí no me formaron como un juez del pasado que utiliza en sus sentencias los códices de justicia del tiempo presente. Por eso, me parece torpe cancelar a Thomas Jefferson por haber sido propietario de esclavos en el siglo XVIII. Junto con mi condena a cualquier forma de esclavitud,  sé que Jefferson no era un hombre de estos tiempos, como no lo fueron ni siquiera mis padres, ni mis desaparecidas abuelas, cuya forma de ver el mundo he descifrado, desgraciadamente, bastante después de que partieran. ¿Se trata de condenarlas por vivir conforme a los paradigmas de su tiempo? ¿acaso se escoge la época en la que se vive?

No he hablado de la derecha contemporánea en estas líneas, que peca de las mismas intolerancias que le he señalado al progresismo actual. Seguiré creyendo en la justicia social, en los derechos de todos y todas pero siempre en democracia, siempre en un ágora en la que se confrontan ideas y se adopta, como decisión, aquello que manda la mayoría. Soy un demócrata y no me dan los cambios paradigmáticos para renunciar a serlo. Desde esa mirada -que he actualizado a la luz de los derechos y conceptos que han ido poblando el espacio público las últimas décadas- seguiré el camino de la libertad, la tolerancia y la DEFENSA DE TODOS LOS DERECHOS FUNDAMENTALES. 

No sé si seré retro o vintage. Pero creo que la batalla por la defensa de todos los derechos fundamentales en democracia es una batalla por librar y un espacio político por poblar y ocupar para romper la nociva dicotomía de extremismos de derecha y de izquierda que se ha apoderado de la discusión pública hasta casi obligarnos a tomar partido. 

Por eso hoy no se habla con las palabras, o las palabras suenan a balazos pues su intención es desaparecer al otro, biológica o socialmente. Construyamos una tercera vía democrática contemporánea, derrotemos todo extremismo y, sobre todo, derrotemos el miedo: que nadie te prohíba la libertad de decir lo que piensas sin temer consecuencias por hacerlo, reivindiquemos la libertad de expresión, sin difamar ni violentar la dignidad humana, como un derecho fundamental consagrado en todas las constituciones de Occidente. Si acaso esto le importa a alguien todavía.

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