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No es país para viejos

El día de ayer acaba de morir el mejor escritor norteamericano de los últimos años (Stephen King, dixit). Ha muerto, comentan, pero sus obras señalan que camina por la carretera eterna y solitaria.

[CASITA DE CARTÓN] Este columnista se levantó muy temprano con el despertador matutino en este invierno desolador que sopla -hasta 1 grado- por las calles de Buenos Aires. Y al agarrar su celular y revisar las redes sociales, se encuentra con la trágica noticia del perecimiento de, probablemente, el mejor escritor norteamericano de los últimos años, Cormac McCarthy, de muerte natural a los 89 años en su hogar en Nuevo México. Lugar donde se dedicaba al ejercicio de la escritura desde hacía años, alejado del bullicio y estrés de las grandes metrópolis. Pues el maestro siempre fue un escritor de perfil bajo, mezclado entre el anonimato, de esa estirpe silenciosa como Salinger, entre otros. Quien supo entender que la labor estricta del escritor, y quizá su única labor sana en la tierra, es la de escribir, escribir y escribir.

De ascendencia irlandesa (en sí su verdadero nombre era Charles, pero que decidió cambiarlo a Cormac por el mítico rey irlandés Cormac mac Airt). Otro eterno candidato a los premios Nobel, y que le fuera esquivo. Su prosa trasciende por los escenarios del gótico sureño, con muchos personajes y tramas críticos de la cancina e hipócrita romantización del sueño americano. De una extensa trayectoria literaria, el primer libro que leería de él sería por esas gratas casualidades que el destino muchas veces depara, y fue cuando una tía que trabajaba cuidando a adultos mayores de noche, se olvidaría una de sus más grandes “joyas” en casa. Yo por entonces recién había llegado a la “ciudad de la furia”, así que tiempo tenía de sobra. Y ni corto ni perezoso, al ver el título, “No es país para viejos”, ya levantaba con mucha curiosidad las arqueadas de mis pobladas cejas. Me recosté en mi cama y con un café caliente acompañando por aquel otoño, me propuse a “devorarlo” todo. Al volver ella me encontraría durmiendo, con el libro cubriendo mi rostro, pero en la última hoja. En esas 12 horas que demoraba en regresar, me había leído esas extensas y emocionantes páginas, con el miedo –y el sueño que tuve esa noche- de que un Anton Chigurh (apasionado de los sesos y sangres derramadas) apareciera y me vuele los sesos. Es que sí, dentro de las múltiples cosas mágicas que tiene la literatura, una de ellas es de adentrarte a su mundo y hacerte parte de él, como un personaje más, que ve y acontece los distintos episodios, pero eso sí, con la imposibilidad de alterar los sucesos que ya tiene un destino predeterminado. Con los años me enteraría que aquella obra fue llevada al cine por los hermanos Coen, y no dudaría en verla. Aunque al final no cumpliera con mis expectativas puestas por el libro, no fue para nada malo. Por el contrario, resultó ser interesante. Pero de lo que sí quedé impresionado, y que mi memoria no olvida hasta hoy, fue de la actuación memorable de Javier Bardem, esposo de Penélope López, al ponerse la piel del “carnicero” Anton Chigurh. Que más allá de haber ganado el óscar por personificarlo, ha sido considerado por los críticos y especialistas, como el psicópata más tenebroso en la historia del séptimo arte, superando, incluso, al conocido doctor Hannibal Lecter y el siniestro Alex de La Naranja Mecánica.

Pero también en otra novela crearía un protagonista así de intimidante y legendario. Y ese sería en “Meridiano de sangre”, una novela western, apocalíptica, cuyo personaje, el juez Holden, un ser maquiavélico, de dos metros y 50 kilos, albino y a su vez políglota e imponente por su sapiencia y sabiduría, le daría un sitial privilegiado en las letras norteamericanas, por el reconocido crítico literario, Harold Bloom, al considerarla como la figura más terrorífica de toda la literatura estadunidense. De la misma forma, Meridiano de sangre, le daría un espacio en el sagrado parnaso literario, al lado de otros otros grandes escritores que le influenciaron, como Melville, Hemingway o Faulkner. Del que entendió bien la lección que dejara para todo escritor comprometido con su arte: 99% de talento, 99% de disciplina y 99% de trabajo.

Pero su apetito literario no quedaría allí, tendría todavía guardado para sus miles de seguidores otro interesantísimo proyecto, y que sería publicado lustros después con el nombre de “La Carretera”. Texto de ciencia ficción, distópica, de prosa parca y minimalista, como en alusión de los restos que quedaba en ese mundo destruido, de paisajes devastados como la naturaleza alrededor. Todo es tan sombrío como hasta las conversaciones de sus personajes, que continúan por la inercia sin alma ni esperanzas. Estáticos. Inhóspitos. Fiel reflejo de lo que queda de ese mundo desgraciado y monótono. Esta obra, merecidamente, lo volvería conocido a nivel mundial y a su vez le daría el prestigioso Premio Pulitzer.

Al terminar de escribir esta columna, se me aparece un párrafo leído en Meridiano de sangre, que retrata el determinismo en varios de sus personajes, como la vida, nosotros, y el azar y su derrotero que muchas veces no tiene sentido común pero que existe y del que siempre estamos determinados: “Cuando los corderos se pierden en el monte se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo”. Se va una pluma que deja un legado importante. Justo un 13 de junio, fecha en qué se celebra el día del escritor, y sin duda, Cormac McCarthy encaja perfecto con esta celebración. Nos vemos en la carretera, maestro.

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Meridiano de sangre, Stephen King

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