Martin Scheuch

La cruzada de Putin

Ya hace varios años, el domingo 28 de julio de 2013, se realizó en Kiev una ceremonia donde participaron una quincena de jerarcas de las Iglesias ortodoxas, entre ellos nueve patriarcas, incluyendo al patriarca Kirill de Moscú, el patriarca de Constantinopla, el de Alejandría y África, y el de Jerusalén, además de tres jefes de Estado de países con comunidades ortodoxas mayoritarias: Vladimir Putin, presidente de Rusia, y los mandatarios de Moldavia y Serbia.

Se trataba de la culminación de reuniones y conversaciones de Putin con jerarcas eclesiásticos a fin de evitar que Ucrania firmara un tratado de asociación y libre comercio con la Unión Europea. Los argumentos de Putin, más que estratégicos y pragmáticos, fueron de orden religioso: «La unidad espiritual es tan sólida que no está sometida a la acción de ninguna autoridad, ni estatal ni, me permito decir, eclesiástica. Por eso, mande quien mande, no puede haber una autoridad más fuerte que Dios». Ucranianos y rusos son un mismo pueblo. Para el mandatario ruso, Ucrania se encontraba ante la disyuntiva de elegir entre los “valores ortodoxos y eslavos” y la decadencia de Occidente. Empero, con palabras que hoy nos suenan hipócritas, Putin se manifestó dispuesto a «respetar cualquier elección del pueblo ucraniano y del Estado ucraniano sobre el grado de participación en los procesos integradores en el espacio postsoviético».

Finalmente, el entonces presidente ucraniano Víktor Yanukóvich rechazó cualquier acuerdo con la Unión Europea y decidió estrechar relaciones con Rusia, lo cual gatilló las protestas multitudinarias conocidas como el Euromaidán, que llevarían a su destitución por parte del Parlamento ucraniano.

Recientemente, el domingo 6 de marzo de 2022, el patriarca Kirill de Moscú celebró la Divina Liturgia en la catedral de Cristo Salvador de Moscú, terminando con una homilía que nos retrotrae a épocas pretéritas, cuando las guerras —con toda sus secuelas de muertes y violaciones de derechos humanos— eran justificadas bajo el manto de la religión y se consideraban incluso “santas”:

«estamos inmersos en una lucha que no tiene un significado físico, sino metafísico. Yo sé que, por desgracia, los ortodoxos, los creyentes, al elegir en esta guerra el camino de la menor resistencia, no reflexionan sobre todo lo que estamos reflexionando hoy, sino que siguen obedientemente el camino que les indican los poderes en turno.

No estamos condenando a nadie, no estamos invitando a nadie a subir a la cruz, simplemente nos estamos diciendo a nosotros mismos: seremos fieles a la palabra de Dios, seremos fieles a su ley, seremos fieles a la ley del amor y de la justicia, y si vemos violaciones de esta ley, no apoyaremos a los que la destruyen, a los que borran la línea entre la santidad y el pecado, y mucho menos, a los que promueven el pecado como modelo o como patrón de comportamiento humano».

En su a veces críptico mensaje, donde bajo la fachada de un discurso piadoso aludió tácitamente a coyunturas actuales sin llamarlas por su nombre, el patriarca ruso consideraba lo que está sucediendo en Ucrania —aunque sin mencionarla explícitamente— como una confrontación, donde Rusia juega el papel de defensor de los valores cristianos frente a un Occidente decadente que se hunde en el pecado, una de cuyas manifestaciones notorias es la realización de desfiles del orgullo gay:

«Si la humanidad acepta que el pecado no es una violación de la ley de Dios, si la humanidad acepta que el pecado es una variación del comportamiento humano, entonces la civilización humana terminará ahí. Y se supone que los desfiles del orgullo gay demuestran que el pecado es una variante del comportamiento humano. Por eso, para entrar al club de esos países, hay que organizar un desfile del orgullo gay. No hay que hacer una declaración política de «estamos con ustedes», ni firmar acuerdos, sino organizar un desfile del orgullo gay. Sabemos cómo la gente se resiste a estas demandas y cómo esta resistencia es reprimida por la fuerza. Así que se trata de imponer por la fuerza el pecado que es condenado por la ley de Dios, es decir, imponer por la fuerza a la gente la negación de Dios y de su verdad».

Cuando invita a los feligreses presentes a elevar sus corazones a Dios mediante la oración, lo hace con una invocación que parece referirse solamente a los soldados rusos que están combatiendo en Ucrania:

«recemos para que todos los que luchan hoy, que derraman sangre, que sufren, entren también en esta alegría de la Resurrección en paz y tranquilidad. ¿Qué alegría hay si unos están en paz y otros en el poder del mal y en el dolor de las luchas internas?»

Queda claro que para el patriarca Kirill los ucranianos son los malos de la película, pues tres días más tarde, el 9 de marzo, en una homilía en la catedral moscovita de Cristo Salvador, volvería a referirse al tema manera más explícita:

«El tema de las relaciones ruso-ucranianas ahora se ha convertido en parte de la gran geopolítica o, como se diga ahora, y uno de los propósitos de esta geopolítica es debilitar a Rusia, que se ha convertido en un país fuerte, realmente poderoso. Pero, ¡qué feo y mezquino que es usar a gente fraterna para lograr estos fines geopolíticos, qué terrible es poner a esta gente en contra de sus hermanos, qué terrible es armarlos para que empiecen a pelear contra sus hermanos, con los cuales son una sola sangre y una fe!»

Por supuesto, no faltó una alusión al diablo como padre de la mentira:

«El enemigo de la raza humana está arrojando mentiras en las relaciones entre nuestros pueblos a través de personas específicas, a través de asociaciones específicas de personas. Donde está el diablo, siempre hay mentiras, y hoy en día se está difundiendo una cantidad enorme de mentiras, también está de moda esta nueva palabra fake, como sinónimo de mentira. Mentiras diabólicas habituales».

Lo que Kirill se niega a ver es que la mayor cantidad de mentiras provienen de los medios rusos —sometidos a una censura que hace recordar los tiempos de la Unión Soviética— y de su propio gobierno, que ha criminalizado el periodismo independiente.

 

Según Alena Alshanskaya, de nacionalidad bielorrusa, actualmente colaboradora científica en el Área de Historia de Europa del Este en la Universidad de Maguncia (Renania-Palatinado, Alemania), en una entrevista publicada el 14 de marzo en el diario regional “Die Rheinpfalz”, Kirill interpreta esta guerra como una lucha defensiva contra Occidente, el cual conduce a los hombres por el camino del pecado. Ve como señal de la depravación del mundo el Desfile del Orgullo Gay. Señala la especialista que, si bien no esperaba que Kirill se posicionara en contra de la guerra de Putin contra Ucrania, no contaba con que el patriarca tuviera una interpretación de la guerra tan cínica, tan falta de respeto por la dignidad humana, tan perversa.

La Iglesia ortodoxa rusa eleva desde hace tres décadas la pretensión de ser una fuerza social relevante, que quiere asumir el liderazgo moral de la sociedad rusa. Pero con frecuencia no le hace justicia a esta pretensión. La autoridad eclesiástica persigue intereses propios en los debates públicos, en vez de ocuparse de los verdaderos problemas de la sociedad rusa. En las décadas pasadas la Iglesia rusa nunca ha criticado seriamente la política de Rusia. Y tampoco se ha de esperar que lo haga en la actual coyuntura. Más bien, ha contribuido fuertemente a la normalización de la narrativa bélica.

Incluso ha contribuido a la narrativa de la defensa del Estado ruso y de la población rusoparlante en otros países con su concepto de la “seguridad espiritual”. Siempre subraya el carácter distinto del mundo ruso y sus valores en contraposición al “Occidente decadente”. De este modo, también pone en cuestión los derechos humanos universales. Las intervenciones militares, ya sea en el Donbás o en Siria, así como la anexión de Crimea, son justificadas con una explicación metafísica y elevadas a a categoría de “lucha sagrada”. Se defiende no sólo militarmente el país y a su población de supuestos peligros, sino también los propios valores, la propia espiritualidad y tradición, que son mucho más valiosas que la vida humana. Las guerras rusas en la historia son presentadas por la autoridad eclesiástica siempre como guerras defensivas y las acciones militares de los soldados son mitificadas insistentemente como hechos heroicos.

A esto se suma que el patriarca siempre ha dependido del Estado. Pero su nivel de sumisión y falta de libertad en la actual situación es particularmente chocante, pues muestra el enorme miedo que le tiene al gobernante y evidentemente su falta de fe en Dios. Por otra parte, el patriarca está cautivo de su propia propaganda. Padece, al igual que Putin, de una enorme pérdida del sentido de la realidad. Ambos se han recluido en los últimos años debido a la pandemia y viven palpablemente en su burbuja, manteniendo contacto sólo con un reducido círculo de personas. Ya no tienen la capacidad de estimar adecuadamente la situación en Ucrania, ni siquiera en el mundo entero.

Sea como sea, el poder religioso que establece alianzas con los poderes políticos, económicos y fácticos, además de perder su libertad de acción y traicionar el mensaje de Jesús consignado en los Evangelios, termina siendo el aval de las más perversas atrocidades y se convierte en una amenaza para la humanidad. La historia así lo demuestra.

 

 

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Iglesia, Rusia, sociedad

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