Iba en un taxi, el martes pasado, pensando sobre qué escribir para mi columna de hoy, cuando recibí la noticia. Primero fue un mensaje por messenger, luego en el Facebook y grupos de WhatsApp. Por un par de minutos, la posibilidad de que fuera uno de esos «fakes» -como el que anunció, hace una semana, la muerte del charro mexicano Vicente Fernández- me entretuvo revisando fuentes. Infobae, The Guardian, Ultimate Classic Rock, TMZ, The New York Times, CNN, BBC. Ya no hay dudas. Charlie Watts, el inamovible baterista de los Rolling Stones, falleció esa tarde en un hospital de Londres, dos meses después de haber cumplido 80 años.

Su salud ya estaba quebrada, al punto que se había anunciado su no participación en No filter, la gira que traerá de vuelta a esta pandilla de viejos zorros, la primera vez que no subiría al escenario, en casi sesenta años, como integrante de la banda de rock más longeva de la historia -la noticia fue difundida en Twitter por Andrew Loog Oldham (77), amigo y productor del quinteto en sus años más rebeldes. La explicación no ahondaba en detalles, solo mencionaba que el legendario baterista iba a ser sometido a un procedimiento quirúrgico. De hecho, los resultados de aquella operación habían sido positivos, según pudo conocerse. El comunicado oficial de los Stones, en el que informan sobre esta lamentable pérdida, es también escueto y no ofrece pormenores de las causas del deceso. En cambio, muestra profundo cariño y admiración por el compañero caído y pide respeto a la privacidad de sus familiares y amigos.

«Es un día triste para el rock and roll» dijo el músico, productor y personaje de redes sociales Rick Beato, conocido entre músicos y melómanos por sus videos de YouTube en los que decodifica el lenguaje musical. Entre los acordes de Brown sugar (1971), Angie (1973) y Can’t you hear me knocking (1971), el norteamericano rindió homenaje, a su estilo, al motor de este grupo británico que lideró, junto a los Beatles, la escena rockera en sus primeros años. El ritmo sólido y contenido, los redobles colocados con precisión entre las rugosas guitarras, el hábil manejo del hi-hat, la química con Bill Wyman, descritos en 13 minutos cargados de duelo rockero. Keith Richards declaró alguna vez que Watts era «el cuarto de máquinas» de los Rolling Stones. Mick Jagger, durante los febriles y alcoholizados años ochenta, lo llamó «su baterista». Y recibió por respuesta un puñetazo y una aclaración: «Jamás vuelvas a llamarme tu baterista. ¡Tú eres mi cantante!». Aunque siempre declaró no sentirse orgulloso de aquella reacción, el buen Charlie se dio el gusto de poner en su sitio a uno de los cantantes de rock más temidos por su carácter irascible y engreído.

Presente en los Rolling Stones desde el día 1 de su formación -y en los más de sesenta discos que publicaron entre 1963 y 2016-, Charlie Watts mantuvo siempre su perfil bajo, casi invisible si lo comparamos con la extravagante personalidad de los «Glimmer Twins», como se les conocía a Jagger y Richards. Aun cuando muchos consideraban que Bill Wyman era «el tranquilo» -de hecho, un interesante documental sobre el bajista se llama, precisamente, The quiet one (Oliver Murray, 2019)-, este título representa mucho mejor a Watts. A pesar de que pasó también por oscuros lapsos de adicción durante los ochenta (la época del puñetazo a «su cantante»), la vida del baterista fue, en medio de la vorágine de los estudios de grabación y las permanentes giras alrededor del mundo, bastante tranquila: ningún escándalo mediático, ningún ingreso a prisión, un solo matrimonio, una sola hija, no groupies. De hecho, los periódicos ingleses de los años setenta no pensaban en el atildado baterista y diseñador gráfico cuando les preguntaban a las madres de entonces, en sus titulares, si «dejarían a sus hijas escaparse con un Rolling Stone».

Convertidos en íconos del rock y asociados al arte y la cultura de toda una época, los Rolling Stones han sido retratados en libros y documentales de toda clase. Cineastas como Jean-Luc Godard y Martin Scorsese registraron sus movimientos, gestos y procesos creativos, en distintas etapas. El primero en One plus one, desde un punto de vista vanguardista y en el contexto de la lucha por derechos civiles y las protestas estudiantiles, mientras la banda grababa su noveno álbum Beggars banquet (1968), que contiene el clásico Sympathy for the devil, como también se conoció al film; y el segundo en Shine a light (2008), para mostrarnos a la banda en pleno concierto, desde ángulos nunca antes vistos. Watts, de mirada adormecida y sonrisa socarrona, fue testigo y protagonista de una de las sagas más interesantes y desenfrenadas de la música popular contemporánea.

El toque de Charlie Watts es directo, de tamborazos agresivos y secos, rellenos y fraseos impredecibles, y sutiles remates en platillos y hi-hats, recursos aprendidos de su gran amor por el jazz y sus ídolos Max Roach, Roy Haynes o Elvin Jones. Basta con observar su forma de sostener las baquetas, tan diferente a la de sus contemporáneos y grandes amigos Ringo Starr (The Beatles), Mick Avory (The Kinks) o Keith Moon (The Who) para entender ese estilo 100% jazzero, que aportaba singularidad al blues, rock y R&B de la banda. Tampoco tuvo la espectacularidad de Ginger Baker (Cream), Mitch Mitchell (The Jimi Hendrix Experience) ni el protagonismo de Mick Fleetwood (Fleetwood Mac), también afectos al jazz norteamericano. Lo suyo era la base, la tierra firme sobre la cual se sostenía todo el sonido de los Stones. Podía ser estricto rock and roll –Gimme shelter (1969), Hang fire (1981)-; balada –Fool to cry (1976), Wild horses (1971)-; o disco funk –Emotional rescue (1980), Miss you (1978)-, la batería de Charlie Watts siempre resolvía con personalidad y acentos propios. En Waiting on a friend (1981), por ejemplo, acompaña únicamente con el borde de su tarola, bombo y un suave hi-hat, mientras que en Love is strong (1994), el ataque es rotundo, contundente.

En términos de imagen, Watts también se distanciaba de sus compinches, algo que comenzó a notarse más en la tercera y cuarta etapas de la banda. Entre 1963 y 1979 todos lucían relativamente igual: pelos revueltos, uniformes al estilo Beatle (a veces), pantalones acampanados, bufandas coloridas, maquillaje en los ojos. Cómo olvidar su disfraz de dandy psicodélico en Rock and Roll Circus (1968) o la carátula del álbum en vivo Get yer ya-ya’s out! (1970), en la que Charlie aparece, ingrávido, de blanco y con gorro del Tío Sam, sosteniendo dos guitarras junto a un burro. Pero, a partir de los ochenta, mientras Jagger era capaz de aparecer semidesnudo, Wood, Wyman y Richards salían despeinados y, en el caso de Keef, con sus inseparables bandanas y aretes, Watts mantuvo una apariencia muy sobria, dentro y fuera del escenario. Incluso desarrolló una obsesión por el buen vestir, al punto de ser considerado «el rockero más elegante» por una revista especializada en moda.

Entre 1986 y 2017, el baterista formó su propia banda, para tocar jazz, swing y boogie woogie a sus anchas. Con The Charlie Watts Quintet -que, en ocasiones, llegaba a ser una big band de diez músicos- grabó una decena de álbumes, en vivo y en estudio, entre los que destacan un concierto de 1986 en el Fulham Town Hall de Londres (con una orquesta de 30 integrantes) y dos tributos a Charlie Parker –From one Charlie (1991) y With strings (1992). Su capacidad de trabajo era inagotable. Estamos hablando de una persona que, hace apenas un par de años, en el 2019 –tras superar sus adicciones y hasta un cáncer a la garganta que amenazó su vida en el 2004- le decía a New Musical Express, una de las revistas musicales más importantes de Gran Bretaña, que no pensaba para nada en retirarse y, aunque resentía cada vez más eso de salir de giras, estaría junto a los Rolling Stones cada vez que fuera necesario.

Charlie Watts es el segundo miembro fundador de los Rolling Stones que abandona el mundo físico, 52 años después de que Brian Jones fuera hallado muerto, a los 27, en la piscina de su propia casa. En cierto modo, es increíble que Jagger (78), Richards (77) y Wood (74) lo sobrevivan, dados sus excesos a través de los años. Estrellas del rock como Paul McCartney, Elton John y Ringo Starr han expresado su pesar por este fallecimiento, resaltando su amabilidad y estilo. Lars Ulrich, baterista de Metallica, comentó alguna vez que su objetivo de vida era llegar a la edad de Charlie Watts y seguir tocando. Ray Davies, vocalista y líder de The Kinks, recordó cuando Watts le contó, en algún pub londinense mientras tomaban unas cervezas, que lo habían invitado a unirse a una banda llamada The Rolling Stones. “Acepta” –le respondió- “puede ser que paguen bien”. Pero la mejor frase me la regaló la cantautora norteamericana Joan Baez, quien lo recordó como “un príncipe entre ladrones”. Eso era.

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Charlie Watts, Música, Rolling Stone

La pandemia nos robó, entre muchas otras cosas, los conciertos. Esas masivas congregaciones en estadios o teatros, explanadas o auditorios, en que se producía una mágica comunión entre artista y público. Apretujados en las primeras filas o sentados en la parte más alta de una tribuna, los asistentes a conciertos nos olvidamos de todos los problemas y nos entregamos a esa catarsis colectiva, esa euforia que se desata cuando escuchas, en vivo y en directo, los acordes de tu(s) canciones(s) favorita(s) y das de gritos, así nadie te escuche.

Cuando el coronavirus se instaló en nuestro país, en marzo del 2020, ya tenía compradas mis entradas para la tercera vez de Guns ‘N Roses en Lima. Y se cayeron, como piezas de dominó, algunos otros a los que no pensaba faltar: Pat Metheny -extraordinario guitarrista de jazz, en su primera visita al Perú-, Martin Barre -legendario guitarrista de Jethro Tull, junto a Dee Palmer y Adam Wakeman, hijo de Rick, para celebrar 50 años del grupo-, Kiss -tras 11 años del explosivo concierto que ofreció en el Estadio Nacional. Todos, hasta nuevo aviso, cancelados. Dicho sea de paso, Teleticket aún no anuncia hasta ahora la devolución de lo pagado por GN’R, a pesar de que ya están publicitando algunos conciertos presenciales para la última parte de este año.

Esta semana se cumplen, para mí, 24 meses sin experimentar esa liberadora sensación, combinación de cansancio, satisfacción y deseos de seguir que se produce cuando las luces blancas se encienden y el estruendo de parlantes y destellos de pantallas LED son reemplazados por una tenue música de fondo y el murmullo del público que comienza a salir del recinto. Algunos, haciendo comentarios a grito y lisura pelada. Otros, sin poder hablar. Pero todos, como ocurre pocas veces en la vida, sintiendo y pensando lo mismo. El último concierto presencial en el que estuve fue el 17 de agosto del 2019, hace exactamente dos años y cuatro días.

Tres horas antes de la programada en aquel día soleado, el concierto ya había comenzado en la amplia explanada en las afueras del BB&T Center, un impresionante complejo deportivo y centro comercial en Fort Lauderdale, a 45 kilómetros de Miami. Cientos de fanáticos llegaban, solos o en parejas, grupos y familias completas, muchos con polos alusivos a la banda, esperando que se abran las puertas. Dos estaciones de radio prendían el ambiente desde inmensos parlantes, con las clásicas canciones que, algunas horas después, harían delirar a los enfervorizados seguidores de Queen. Nosotros -mi esposa y yo-, fanáticos y conocedores del grupo, habíamos volado seis horas la noche anterior, desde Lima, un viaje relámpago para hacer realidad, aunque sea de manera parcial, el sueño de ver, en vivo, a esa banda que habíamos escuchado hasta el cansancio, desde niños, por separado y juntos, desde que nos conocimos.

Por la mañana nos cruzamos, en el hotel, con grupos de personas que habían llegado desde distintos lugares del mundo para asistir a la fecha 21, en Norteamérica, de The Rhapsody Tour, gira organizada tras el éxito mundial de la película acerca de la vida de Freddie Mercury, el venerado compositor, pianista, cantante y líder de Queen, fallecido en 1991. La banda entraría en un pequeño receso para luego remecer Japón, Nueva Zelanda y Australia, en enero y febrero del 2020, con su espectacular show, cosa que lograron completar antes de las prohibiciones ocasionadas por el virus de Wuhán.

Afuera del BB&T Center, casa de los Florida Panthers, uno de los equipos de hockey sobre hielo más populares de la zona, el calor abrasador se fundía con la expectativa, que crecía a cada minuto. El puesto de merchandising no se daba abasto para atender los pedidos: polos, gorras, bolsos, tazas y libros con motivos de la gira. Adentro, una gran fiesta estaba por comenzar. A las 8:30pm., una versión orquestal de Innuendo, canto de cisne de la Reina, comenzó a sonar y el sitio se vino abajo cuando Brian May (74) y Roger Taylor (72) saltaron al escenario tocando Now I’m here, poderoso tema rockero del tercer LP, Sheer heart attack, de 1974. Ellos son el principal atractivo de esta nueva etapa de Queen, que se inició en el 2009 tras el intento de cubrir el espacio de Mercury con el legendario vocalista Free y Bad Company, Paul Rodgers (2004-2008).

Durante dos horas y media, más de veinte mil personas se estremecieron con los electrizantes riffs y solos de Brian May, disparados desde su inseparable Red Special. En el fondo, Roger Taylor sostiene el ritmo con contundencia y acompaña con su inconfundible voz, rasposa y aguda, las armonías vocales que hicieron famoso al cuarteto. Ambos han encontrado en Adam Lambert (39) a un talentoso “hermano menor” con estilo y personalidad propia. El joven norteamericano, quien saltó a la palestra tras quedar en segundo lugar en la octava temporada del programa concurso American Idol, es un eficiente intérprete que muestra un profundo respeto por Freddie Mercury, a quien describe como “irreemplazable”, toda una Verdad de Perogrullo. Con amplio dominio del escenario y una actitud natural y extravagante, Lambert supera el desafío de ponerse en los zapatos de Mercury (alcanza las notas más altas sin problema, lo cual no es moco de pavo) y lo hace a su manera, sin caer en la caricaturización o el disfuerzo por imitarlo.

La puesta en escena, un despliegue de elegantes decorados, sonido, luces y pantallas de alta resolución, resume todo lo que siempre fue Queen: teatralidad, sofisticación y energía, pero con los estándares del Siglo XXI. En reemplazo del elusivo John Deacon (70), quien decidió retirarse por completo de la música tras el fallecimiento de Freddie, el bajista Neil Fairclough hizo un trabajo impecable; Tyler Warren acompañó con percusiones y coros; mientras que un viejo conocido, Spike Edney, se encargó de pianos y teclados tal y como lo hizo con Queen en los ochenta. Desde himnos rockeros como Tie your mother down, Fat bottomed girls, I want it all o Hammer to fall hasta las infaltables Don’t stop me now, Somebody to love, Radio Ga Ga, I want to break free o Crazy little thing called love, Queen + Adam Lambert ofrecieron un alucinante setlist, basado en el soundtrack de la taquillera película Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018). Un momento especialmente emotivo fue cuando Brian May empuñó la guitarra acústica para entonar, junto al público, la romántica Love of my life, acompañado por la voz e imagen de Freddie Mercury proyectada en fondo negro.

El último show de The Rhapsody Tour fue el 29 de febrero del 2020 en Brisbane, Australia. La porción europea de la gira fue reprogramada, primero para este año –que habría coincidido con el 50 aniversario de la banda- pero, como las complicaciones del COVID-19 aún están lejos de desaparecer, tuvo que volver a posponerse para el 2022, comenzando el mes de mayo con varias fechas en Irlanda, Escocia e Inglaterra. May, Taylor y Lambert esperan con ansias ese momento: “Regresaremos mejor que nunca”, declararon en su página web.

Durante el aislamiento pandémico, Brian May publicó tutoriales de guitarra en sus redes sociales y participó de diversas conferencias científicas y ambientalistas; Roger Taylor lanzó un single, Isolation, y anuncia para este 1 de octubre su sexto disco como solista, Outsider. Por su parte, Lambert publicó, en marzo 2020, su cuarta producción, Velvet, en la onda pop discotequera que sigue como solista. Los tres lanzaron una nueva versión del clásico We are the champions, cuyas ventas fueron donadas a una fundación solidaria con los médicos de primera línea, promovida por la OMS. Y además produjeron el álbum y DVD Live around the world, disponible online, que recoge los mejores momentos de las cuatro giras que han realizado desde el 2009.

Pero volvamos al BB&T Center. Para su acostumbrada guitar stravaganza, el doctor en astrofísica Brian May integró música y astronomía en un espectáculo audiovisual grandioso: Montado en un asteroide lanzó sus fabulosas orquestaciones –que incluyeron extractos de la Sinfonía del Nuevo Mundo del checo Antonín Dvořák (1893)-, rodeado de planetas y estrellas que giraban en torno suyo. Por su parte, Taylor hizo de David Bowie en el clásico Under pressure, interpretó una versión algo contenida de su composición I’m in love with my car y cantó las primeras estrofas de Doing all right, una de las primeras canciones de Queen. Para Bohemian rhapsody, la sección operística sonó, como siempre, en su versión original, mientras la banda en pleno se preparaba para romper todo con el portentoso final. El fin de fiesta llegó, por supuesto, con We will rock you/We are the champions. Una noche inolvidable que aun tengo grabada en mis ojos y oídos.

Quizás nunca vuelva a asistir a aglomeraciones de esta naturaleza pero, de ser así, me siento afortunado de que, el de Queen, haya sido mi último concierto.

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Conciertos, Pandemia, Queen

Que no los engañe su actual apariencia reposada, sus pelos y bigotes blancos, su hablar suave y reflexivo de abuelito bonachón. En sus años mozos fue considerado uno de los personajes más difíciles y contradictorios del rock. Figura clave del hippismo y la contracultura de los años sesenta y setenta, sus comportamientos extremos lo pusieron al mismo nivel de peligrosidad de Keith Richards (The Rolling Stones) o Jim Morrison (The Doors) mientras que, en paralelo, mostraba una sensibilidad musical superlativa y un talento único para los arreglos vocales que lo convirtieron en una de las columnas vertebrales de la escena californiana de aquellos años. Sobreviviente de mil y una batallas contra la adicción, la salud y una forma de ser díscola e intratable, David Crosby cumple hoy, sábado 14 de agosto, 80 años.

Y para celebrarlos lanzó, el 23 de julio pasado, su octavo álbum como solista, For free, un lánguido compendio de nuevas composiciones, a excepción del tema-título, un clásico de Joni Mitchell de 1970 –interpretada a dúo con una joven promesa del country lo-fi, Sarah Jarosz-, que exhiben a un David Crosby consciente de su fragilidad, ofreciendo su inspiración, algo afectada por los años, pero aún capaz de mostrarse auténtica y creíble, un rezago de lo que fue una carrera musical tan brillante como accidentada.

Las canciones de For free no tendrán el filo psicodélico ni el peso de antaño, pero son testimonio de un artista que busca, en los últimos tramos de su vida, la redención a través de la música tras años de alejar de sí a sus amigos, amores y compañeros de ruta, algunos de ellos tan molestos con él que no quieren ni dirigirle la palabra. Como él mismo declara en Remember my name (A. J. Eaton, 2019), el documental producido por el prestigioso cineasta y crítico musical Cameron Crowe (Singles, Almost famous, Jerry Maguire): «Le hice daño a muchas personas y no puedo repararlo. Lo que sí puedo hacer es música. Es lo único que tengo para ofrecer».

David Crosby fue miembro fundamental de la primera formación de The Byrds, entre 1964 y 1968, que definió el sonido de toda una época: Mr. Tambourine Man (compuesta y grabada originalmente por Bob Dylan), Turn! Turn! Turn!, Eight miles high. La luminosidad de The Byrds se ensombreció con los primeros chispazos de esa personalidad tanática y autodestructiva que harían célebre a «Croz». Roger McGuinn, líder factico del grupo, lo despidió luego de cinco exitosos álbumes debido, entre otras cosas, a unos comentarios políticos sobre el asesinato de John F. Kennedy que soltó, en pleno vuelo ácido, durante la actuación del quinteto en el Monterey Pop Festival (1967).

Luego llegó el megaestrellato, cuando se unió a Stephen Stills (ex Buffalo Springfield) y Graham Nash (ex The Hollies) -poco después se uniría también el canadiense Neil Young, también de Buffalo Springfield. Su segundo concierto oficial y debut masivo fue el último día del legendario Festival de Woodstock, la madrugada del lunes 18 de agosto, cuatro días después de su cumpleaños número 28. Los álbumes CSN (1969) y Déjà Vu (1970) condensan todo aquello de lo que se trataba el espíritu libre y bucólico de la generación hippie. Crosby, Stills, Nash & Young fue el primer supergrupo de la historia del rock norteamericano. Las voces combinadas y los potentes mensajes de sus canciones emocionaron a toda una generación: Teach your children, Ohio (single de 1974 acerca de la matanza policial a estudiantes de la universidad de Kent), Long time gone u Almost cut my hair, las dos últimas compuestas por Crosby.

En aquel pico de popularidad y éxito comercial, el desenfreno de Crosby fue resquebrajando, uno por uno, los muros de esa fortaleza de country rock y psicodelia. Un romance fallido con Joni Mitchell -que la encantadora chanteuse canadiense terminó con una de sus canciones, That song about the midway (álbum Clouds, 1969)-, peleas constantes con sus compañeros y luego, la trágica muerte de su novia Christine Hinton, apenas a los 21 años en un accidente de tránsito, fueron hechos que sumieron al músico en un profundo torbellino de depresión y drogas, del cual salió con un álbum brillante, titulado sugerentemente If I only could remember my name (Si tan solo pudiera recordar mi nombre, 1971). Acompañado de varios integrantes de The Grateful Dead, Jefferson Airplane y Santana, amigos entrañables de festivales, grabaciones e interminables juergas, Crosby dejó, para la posteridad, una obra maestra de profundo lirismo psicotrópico. Crosby, Stills, Nash & Young –a veces sin Young, a veces solo como Crosby & Nash- tuvieron, de 1974 en adelante, un camino intermitente hasta el año 2016 en que Graham Nash anunció que nunca más se reunirían con Crosby debido a sus insoportables actitudes. Su última producción oficial en estudio fue Looking forward (1999), que aun llegó a captar la magia de sus voces y guitarras.

Crosby pasó cinco meses en prisión estatal de Texas, en 1986, por posesión de drogas y armas (la condena real era a cinco años). A fines de los ochenta colaboró con Phil Collins en su exitoso álbum … But seriously (1989), haciendo armonías vocales en That’s just the way it is y Another day in paradise. También fue noticia a inicios del siglo 21 al revelarse que había donado esperma para que Julie Cypher, pareja de la cantante Melissa Etheridge –que consideraba a Crosby como una de sus principales inspiraciones- quedara embarazada. A través de un procedimiento de inseminación artificial, Cypher dio a luz a dos bebés, un hombre y una mujer. Beckett, que era el vivo retrato de su padre biológico, falleció en mayo del año pasado a los 21 años, por consumo excesivo de drogas.

For free parece ser un disco inocuo y fácil de escuchar, firmado por un tranquilo anciano que da consejos, rodeado de sus perros, gatos y caballos, sobre cómo vivir en paz con el universo. Pero en realidad se trata de un nuevo capítulo en esa rutina de exorcismo personal que Crosby viene ejecutando desde hace siete años, periodo en el cual ha lanzado cuatro discos –Croz (2014), Lighthouse (2016), Sky trails (2017) y Hear if you listen (2018). Cuando la mayoría de sus contemporáneos ya están muertos o viven de sus viejos éxitos, el cantante y guitarrista, cuyo característico bigote inspiró al personaje de Dennis Hopper en Easy rider (1969), se reinventó a los 72 años, asociándose a un grupo de músicos jóvenes entre quienes destacan su hijo James Raymond, el guitarrista Jeff Pevar (con quienes formó The CPR Band) y el talentoso bajista y compositor Michael League, líder de Snarky Puppy, la super banda de jazz, R&B y fusión fundada por él en el 2004.

Canciones como Boxes, The other side of midnight o I won’t stay for long son, claramente, testimonios de esa oscura búsqueda unipersonal por la redención. Crosby mantiene la frescura de su voz, aunque ahora la usa con menos agresividad que en sus años psicodélicos –por momentos recuerda a Barry Gibb de los Bee Gees-, lo cual resulta ser una proeza si tomamos en cuenta que ha sobrevivido a varios episodios de sobredosis –fue adicto a la cocaína y la heroína por años-, tiene ocho by-passes en el corazón y superó, con éxito, un trasplante de hígado que le hicieron a los 53 años. Por otro lado, los ángulos más optimistas del disco son las canciones que Crosby coescribió con dos celebridades del rock clásico: River rise con Michael McDonald, en que el ex integrante de los Doobie Brothers hace sentir su inconfundible voz; y Rodriguez for a night con Donald Fagen, que podría haber sido parte de alguno de los álbumes clásicos de Steely Dan. La ilustración de la carátula es un retrato hecho por Joan Baez, otra de las sobrevivientes de aquella época florida y lisérgica.

En tiempos de la contracultura, los músicos siempre tuvieron una conexión visceral y auténtica con los eventos que ocurrían a su alrededor. A diferencia de los escritores, siempre ensimismados y sumergidos en mundos paralelos de ficción; y los actores, que se pasaban la vida entera interpretando sentimientos y emociones ajenas; compositores e intérpretes de los estilos dominantes en aquella época mostraron al público, sin disfraces ni filtros, su realidad a tiempo completo, con toda la amplia gama de fortalezas y vulnerabilidades de las que es capaz un ser humano. Y, a veces, con un nivel de intensidad capaz de crear alucinantes bellezas sonoras mientras que, en simultáneo, iban destruyendo su vida y las de los demás, como ocurrió con David Crosby, quien se pregunta todo el tiempo cómo es que todavía sigue vivo después todos estos años.

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David Crosby, For free

El merengue es, para República Dominicana, lo que la ranchera es para México. Motivo de orgullo e identidad nacional, capaz de resumir, a un solo golpe de vista y oído, lo que significa ser dominicano. Si uno camina por las calurosas calles de Santo Domingo, los barrios populares de Quisqueya, el Cibao o visita los turísticos hoteles y malecones de Punta Cana, se encontrará en cualquier esquina con conjuntos tradicionalistas de merengue que, güiros y tamboras en ristre y a toda velocidad, te sumergen en esa idiosincrasia siempre sonriente y quimbosa, alegre y profundamente afrocaribeña.

Hace unos días, esa alegría dominicana se vio interrumpida por la muerte, eterna aguafiestas, siempre dispuesta a hacer llorar de tristeza hasta al más fiestero. Johnny Ventura –nombre real: Juan de Dios Ventura Soriano-, “El Rey del Merengue”, falleció de un repentino ataque cardíaco a los 81 años, el día de nuestro Bicentenario. Mientras los peruanos escuchábamos el mensaje moderado y hasta reivindicativo del nuevo Presidente de la República (sin saber la ola de zarpazos que daría su administración, apenas un día después y que, hasta hoy sábado, siguen rasgándonos la piel), su colega Luis Abinader Corona –Jefe de Estado de República Dominicana desde el año pasado- salía, con los ojos llorosos, a despedir a este ícono de la cultura popular latinoamericana: “El país entero llora tu muerte” fue una de sus primeras frases tras conocer la noticia, para luego decretar tres días de duelo nacional.

“El Caballo Mayor” –así le decían también a don Johnny- tenía una sonrisa ancha y contagiosa, y una salud de hierro. A mediados del año pasado fue diagnosticado con COVID-19 y lo superó rápidamente, para tranquilidad de sus seguidores. Al poco tiempo, lanzó Me cayó del cielo, una canción que lo trajo de vuelta de la mano del productor cubano Emilio Estefan, gran admirador de su obra. Jandy Ventura, uno de sus siete hijos, contó que el día anterior había conversado con su padre sobre unas actividades pendientes, un día normal de trabajo. «Solo quiero decir -dijo en las exequias- que jamás me aprovecharé de la muerte de mi papá”. En los funerales, la familia del cantante recibió la visita de políticos y artistas, entre ellos Juan Luis Guerra, estrella mundial del merengue y uno de los más aventajados continuadores. Ambos grabaron, en el 2014, la canción De Moca a París, incluida en Todo tiene su hora, décimo tercer álbum del famoso compositor de La bilirrubina y Bachata rosa.

En las radios limeñas, hablar de Johnny Ventura es sinónimo de Patacón pisao (LP Con su sabor original, Kubaney Records, 1985), acaso su canción más conocida en estas tierras. Ya para ese momento, Ventura tenía dos décadas de sostenido trabajo musical, al frente de su Combo Show, con el que armaba la fiesta donde fuera. El carismático compositor, productor y cantante de voz abaritonada y nasal fue el principal responsable de la definitiva internacionalización del merengue y es, junto a Johnny Pacheco, Wilfrido Vargas, Cuco Valoy, Michel Camilo, Ángela Carrasco y Juan Luis Guerra, una de las personalidades musicales más importantes de República Dominicana.

Hasta antes de la aparición de Johnny Ventura y su Combo Show, el merengue era una sencilla música rural que servía de comparsa proselitista al temible dictador Rafael Leonidas Trujillo. Como cuenta el periodista y musicólogo dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), el militar ordenaba la escritura de letras que alabaran a su gestión, para que fueran cantadas en coplas merengueras, con conjuntos clásicos -tamboras, acordeones, guitarras y güiros-, en salones y plazas. Ventura, influenciado por la música cubana que había oído de pequeño y el boogaloo norteamericano de su adolescencia, lo despojó de toda intención política y le añadió pianos, bajos, saxos y trompetas, creando así el sonido del merengue moderno.

Con 106 grabaciones oficiales (entre LPs en estudio y en vivo, discos de 45 RPM y CDs), 28 discos de oro y 1 Grammy honorífico, podemos afirmar que Johnny Ventura es uno de los artistas caribeños más prolíficos de la historia. Llevaba el merengue en las venas y era, como decía la prensa de su país, «un negrito que destilaba miel por los poros». La frenética velocidad de sus canciones no daba tregua como, por ejemplo, La agarradera (1979), una pícara demostración de buen humor y mucha musicalidad. En Bobiné (1975), Ventura rescata el lenguaje creole de una antigua melodía de Haití, sus vecinos en la histórica isla La Española. Este tema de ritmo tribal fue usado por Altamira Banda Show para su exitazo radial Banana (1989), que fuera producido por Wilfrido Vargas, el otro gran merenguero dominicano, quien recibió el apoyo de Ventura al comenzar su carrera con su primera orquesta, Los Beduinos. En entrevista con el periodista cubano Camilo Egaña, de CNN En Español, “El Caballo Mayor” desterró los rumores de una supuesta rivalidad con el creador de clásicos como Abusadora, El baile del perro, entre otros, describiéndolo como “el mejor músico de la República Dominicana”.

Un hecho poco conocido es su gran amistad con la orquesta salsera El Gran Combo de Puerto Rico. Quienes recuerdan con nostalgia la música que programaban las radios en los ochenta, saben que en el conocido tema No hay cama pa’ tanta gente, se menciona a Johnny Ventura entre los célebres personajes de distintas épocas de la música caribeña que asisten a aquella imaginaria fiesta de Navidad narrada en esta canción de 1985. Cuentan que Rafael Ithier, pianista y líder del Gran Combo, le dio casa y comida a Ventura en 1969, tras sus primeros conciertos en San Juan, a partir de lo cual se gestó una estrecha relación entre ambas agrupaciones. Los cantantes Charlie Aponte, Luis “Papo” Rosario y Jerry Rivas, mostraron su dolor ante la muerte de Ventura con sentidos mensajes en redes sociales. Los tres grabaron, en su LP Nuestro aniversario de 1982, el tema Trampolín, compuesta por don Johnny, uno de los temas más conocidos de «La Universidad de la Salsa».

Como Rubén Blades –quien también dedicó un amplio texto recordando al merenguero como “una distinguida persona y destacado servidor público”-, Johnny Ventura fue, además, abogado y político. Fue alcalde de Santo Domingo (1998-2002) y se involucró siempre en los movimientos sociales y políticos de su país. En aquella entrevista para CNN En Español contó que, en 1978, el gobierno de Joaquín Balaguer tenía todo un plan para fusilarlo, pero pudo escapar gracias a un amigo policía que le reveló el tenebroso asunto, tras lo cual pasó unos años exiliado en Puerto Rico. Ventura se declaró siempre defensor de los derechos humanos y de las causas justas, definiéndose a sí mismo como un político de centro izquierda, y militó durante más de 45 años en el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). En el último proceso electoral dominicano del 2020 apoyó al derechista Leonel Fernández, quien ya había sido presidente en dos ocasiones, lo cual generó algunos comentarios negativos por este aparente cambio de orientación ideológica.

Pero lo suyo, realmente, era la música. Johnny Ventura sacudió los escenarios de toda Latinoamérica con su frenético ritmo. Combinaba su arrebatada capacidad para hacer bailar al público con un profundo conocimiento y orgullo por la música latina, en general. Por ejemplo, grabó una versión de nuestro vals El plebeyo, en su LP ¡El que venga atrás que arree! (1976). Ese sentido integrador lo aplicó también en sus recordadas actuaciones en la edición de 1984 del Festival Viña del Mar. Para cerrar el show, casi a las 3 de la mañana, Ventura incluyó el conocido coro de Si vas para Chile (1942), en ritmo de merengue, por supuesto. En el video que circula en YouTube de este concierto resulta gracioso ver cómo los chilenos, desprovistos de la gracia natural dominicana, tratan de seguirle el paso a Ventura y sus coristas Anthony Ríos, Pablo Cruz y Roberto Del Castillo, moviéndose de manera descoordinada y en absoluto desorden, poseídos por el merengue.

Al momento de su muerte, Johnny Ventura se encontraba preparando un libro, titulado Merengue visto por mí, que será terminado por sus colaboradores y familiares. Uno de sus más recientes logros artísticos fue el CD Tronco viejo (2015), en el que Ventura se sumerge en los sonidos de Cuba, un sueño que abrazaba desde niño. El disco, grabado en los estudios EGREM de La Habana, es una joya que jamás tuvo difusión alguna, en medio del esperpéntico reggaetón que desprestigia tanto a la música latina. Allí, Johnny Ventura interpreta guarachas, sones y boleros con calidad y elegancia. El álbum incluye tres dúos de antología: Flor de pantano/Yo sé de esa mujer con Silvio Rodríguez (un son de 1920, escrito por Graciano Gómez); La bala junto a Gilberto Santa Rosa, estrella de la salsa portorriqueña y Nada de ti, un bolero acompañado de Omara Portuondo. Mejor, imposible.

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Johnny Ventura, Merengue, República Dominicana

A solo unos cuantos metros del Partenón, en el Odeón de Herodes Ático, ubicado en la milenaria Acrópolis (Atenas, Grecia), se producirá, este miércoles 4 de agosto, uno de los acontecimientos musicales más importantes del mundo post-pandemia: Brian Eno (73), que en algún momento fuera catalogado como el artista británico más importante después de los Beatles -en términos de influencia y papel determinante para el desarrollo de la música popular contemporánea- presentará en vivo el álbum Mixing colours, grabado y publicado el año pasado, en medio de la crisis mundial del Coronavirus, en conjunto con su hermano menor Roger (62). Esta será la primera vez que los Eno saldrán juntos a un escenario. Y lo harán como parte de un prestigioso festival que se realiza desde hace 65 años en la capital helénica.

Se trata del Epidaurus Festival (también conocido como Festival de Atenas), un monumental evento que, entre mayo y octubre, presenta lo mejor de las artes escénicas griegas (teatro, cine, danza, música e instalaciones audiovisuales) y que tendrá a los hermanos Eno como la principal atracción internacional en su primera edición desde que se cancelaran todos los conciertos y espectáculos masivos, en marzo del 2020. El álbum, editado por el prestigioso sello alemán de música clásica Deutsche Grammophon, contiene 18 plácidas composiciones en las que el piano de Roger y los paisajes electrónicos de Brian se unen de forma sublime y sutil, para llenar los espacios que el COVID-19 dejó mudos y vacíos durante todo este tiempo.

Mixing colours -y su EP complementario, Luminous- fue uno de los lanzamientos más comentados del 2020, ya que se trataba de la primera colaboración formal de estos artistas, activos desde hace más de cuatro décadas. Como saben los conocedores de la copiosa obra musical del prestigioso productor -uno de los primeros en acuñar el término «no músico» para autodefinir su propuesta, ajena al ritmo y más enfocada en la generación de sensaciones a partir de sonidos puros, etéreos-, Brian Eno y su hermano Roger han coincidido en estudios de grabación muchas veces, pero no firmaban un álbum juntos desde aquella alucinante alegoría basada en la llegada del hombre a la Luna. Apollo: Atmospheres and Soundtracks –en el que también participó el multi-instrumentista y productor canadiense Daniel Lanois, colaborador cercano de Eno-, apareció en 1983. En Mixing colours, proyecto que tardó 15 años en concretarse, se plasma un resumen de sus exploraciones que van de lo acústico y espiritual a las simulaciones a través de secuencias, loops, efectos y brisas electrónicas.

El álbum que será tocado frente al ancestral Templo de Atenea ya había sido noticia el año pasado en la escena artística global –que no incluye, por supuesto, a esta comarca donde solo hablamos de farándulas ramplonas y simplones personajes de poca monta que son aplaudidos en los programas de entretenimiento y realities locales (como Yo Soy, Esto es Guerra y afines). Como parte de su estrategia promocional, Deutsche Grammophon convocó a un concurso para que videastas de todo el mundo presentaran trabajos audiovisuales inspirados en el disco, mostrando los efectos del aislamiento, la incertidumbre y las nuevas formas de vivir impuestas por el COVID-19. Participaron más de 1,800 cortos, básicamente de Europa, Estados Unidos y Japón. El comité organizador escogió, en conjunto con los Eno, a 200 finalistas, los cuales se proyectaron, entre febrero y marzo de este 2021, en una instalación al aire libre en la Plaza Jerry Moss del complejo The Music Center de Los Angeles, titulada A quiet scene. Quienes tuvieron la oportunidad de ver la exhibición quedaron maravillados con esta apuesta de arte participativo generado a partir de la coyuntura sanitaria que afecta al mundo entero.

Desde 1975, Brian Eno usó el término «ambient music» para describir su novedosa incursión en el minimalismo sonoro, un quiebre absoluto a lo que había hecho el inquieto multi-instrumentista y productor, hasta entonces asociado al glam-rock de Roxy Music (entre 1970 y 1973) y sus tres primeros lanzamientos como solista. Un dato poco conocido de aquellos inicios: en agosto de 1974, ocho meses después de publicar su debut en solitario, Here come the warm jets, Eno colaboró con la banda progresiva Genesis, durante las grabaciones de The lamb lies down on Broadway. En los créditos originales de ese LP se mencionan unos tratamientos de estudio o “enossifications” para las canciones In the cage y The grand parade of lifeless packaging. Cuando Peter Gabriel le preguntó cómo podían devolverle el favor, Eno le dijo que necesitaba un baterista, razón por la cual Phil Collins trabajó en sus dos siguientes álbumes, Taking Tiger Mountain by strategy (1974) y Another green world (1975), en los que comenzó a dar señales de su futuro rol en el desarrollo de la música electrónica y experimental pero más asociada a las texturas y sensaciones que a los patrones rítmicos y melódicos convencionales.

A partir de entonces, Eno se convirtió en el principal referente de la creación de atmósferas volátiles y casi fantasmales, un cruce entre los vuelos sintetizados de Tangerine Dream y los tranquilizantes paisajes de piano de Erik Satie o Phillip Glass, con álbumes como Discreet music (1975), Music for airports y Music for films (1978), hoy considerados clásicos absolutos de la onda ambient. Luego se convirtió en toda una celebridad del universo pop-rock: sus colaboraciones con Kevin Ayers, David Bowie -en la famosa “trilogía berlinesa” conformada por los álbumes Low, “Heroes” (1977) y Lodger (1980)-, Robert Fripp, Talking Heads y U2 -en afamados discos como The Joshua tree (1987), Achtung baby (1991) o Zooropa (1993), entre otros- como instrumentista, productor e instigador de arriesgadas y novedosas combinaciones de ritmos y efectos de estudio, tuvieron rotunda aceptación tanto en la crítica especializada como en los públicos compradores de discos y asistentes a conciertos. Si un álbum, del género que fuese, contaba con la participación de Brian Eno, tenía asegurada una espalda ancha de credibilidad artística. Hasta un grupo argentino de techno-pop convencional, The Sacados, lo menciona en una de las canciones más conocidas de 1991, Hablándole a la pared (¿se acuerdan? “… tus gustos y los míos no tienen nada que ver/yo escucho a Brian Eno y vos bailás con los Sacados/y lo que más te conmueve es la letra… ¡de Emmanuel!…”)

Una de sus colaboraciones más celebradas fue el proyecto Passengers, al lado de sus amigos de U2. Original Soundtracks 1 –el único CD que lanzaron bajo ese nombre- apareció en 1995 y produjo un exitoso single, una emotiva canción basada en el concurso de belleza de 1993 en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, que se llevó a cabo en un sótano para evitar el fuego de francotiradores serbios durante los cruentos conflictos entre estos países, tras la disolución de Yugoslavia. Miss Sarajevo, con la participación especial del tenor italiano Luciano Pavarotti, se estrenó en vivo en uno de los megaconciertos que la recordada estrella de la ópera realizó bajo el nombre Pavarotti & Friends, dedicado “a los niños de Bosnia”. Aquella fue una de las raras apariciones en vivo de Brian Eno, junto a Pavarotti, The Edge y Bono, generando las melancólicas atmósferas del tema desde una computadora. De ahí en adelante, su trabajo se fue diversificando, siempre en el espectro electrónico y ambiental, de la mano con la evolución tecnológica para la manipulación de sonidos y lanzando interesantes proyectos multimedia para exhibiciones de artes plásticas y audiovisuales de todo tipo.

Por su parte, Roger Eno tuvo siempre un perfil más bajo, con producciones instrumentales de música minimalista, posmoderna, que servían como bandas sonoras para películas y documentales. Sus álbumes transitan el ambient, lo incidental y lo clásico. Su trabajo con el colectivo italiano Harmonia Ensemble -no confundir con los alemanes Harmonia ’76, con los que Brian trabajó ampliamente en Berlín- es muy interesante, en especial títulos como In a room (1993) y Harmonia/Eno meets Zappa (1994). Más de veinte títulos de música incidental de alto calibre avalan su propia trayectoria, desarrollada al margen del renombre de su hermano.

Mixing colours es un disco que relaja, que mece. Como dijo el mismo Brian Eno para describir aquella joya llamada Music for airports, se trata de música «prescindible y, a la vez, interesante». Escuchar estas olas de acariciantes notas inducen a la relajación profunda, a un estado de trance que consigue ese efecto sedante y casi inasible, ingrávido. Canciones como Celeste, Verdigris o Slow movement: Sand están ahí, suenan, pero pasan desapercibidas (Vean los videos, son geniales). Como el aire que respiramos, que nos permite vivir a pesar de que no podamos verlo. La velada de este miércoles en el festival ateniense hará que la magia de los hermanos Eno se eleve desde uno de los sitios fundacionales de la civilización occidental, en una conjunción de modernidad, historia y arte audiovisual que cobra especial relevancia como símbolo de desolación, pero también de esperanza, de lucha por la vida, demostraciones de fe y solidaridad que estamos viviendo a causa de la pandemia.

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Brian Eno, Mixing colours, Roger Eno

Inmediatamente después de la proclamación como Presidente de la República del profesor de Primaria Pedro Castillo Terrones, natural de Chota (una de las trece provincias de la histórica y hermosa región Cajamarca), una melodía, alegre y saltarina, tocada con acordeones y guitarras acústicas, comenzó a sonar. Frente a la Casa del Maestro, en Paseo Colón. En la Plaza de Armas de Chota. En las redes sociales. Un huayno de carnaval que muchos jóvenes limeños conocimos, a comienzos de los años noventa, a través del comercial de una conocida marca de cerveza, grabado precisamente para Fiestas Patrias.

«Tenemos un desafío, paisano. Tenemos un desafío, paisano. Hay que hacer un Perú grande, paisano. Para todos nuestros hijos, paisano…» entonaban, acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional, Los Campesinos, un conjunto cusqueño/andahuaylino muy popular en toda la sierra sur y en los enclaves de migrantes integrados a la capital desde los años cincuenta –Wilfredo Quintana, uno de sus fundadores, falleció en junio del año pasado– pero que, para el público limeño de la época, eran solo unos señores sin nombre, quizás actores, y su aparición en la tanda publicitaria de los cuatro o cinco canales de televisión que existían en esos años (no había cable ni internet) no trascendía más allá de la anécdota, la tonadilla pegajosa, el mensaje positivo, la superficial y siempre dudosa intención “inclusiva” de publicistas con buen ojo oportunista para aprovechar las olas de patriotismo que se levantan cada mes de julio para vender más.

El tema, que lleva por nombre El Cilulo (o simplemente Cilulo), es el más representativo del cancionero folklórico cajamarquino, infaltable durante las festividades de la última semana de febrero, en pasacalles, coliseos y patios de casas donde el carnaval se celebra(ba) a todo dar. La paternidad del Cilulo se la disputan, desde hace décadas, las provincias de Celendín y Cajabamba, aunque según los expertos hay más de una evidencia de que se trata de un himno “shilico” (así se autodenominan los nacidos en Celendín, cuyo gentilicio oficial es celendino).

Una de las particularidades del Cilulo es que no tiene una letra fija. Las coplas, de tono pícaro y costumbrista, cambian según la inspiración de las comparsas, aunque siempre conservan elementos comunes, usados para describir un tradicional cortamonte. Hay distintas versiones del significado de “cilulo”. Mientras que algunos dicen que es un árbol, otros dicen que se trata de uno de los aparejos del jinete de caballos de paso. Una tercera teoría afirma que “cilulo” era un muñeco que se ubicaba junto al árbol durante la danza, previa al ritual de echárselo abajo a machetazos. Toda una interesante discusión en la que confluyen elementos artísticos, simbologías locales, costumbres familiares y leyendas rurales, en el marco de una celebración pagana, el carnaval, en su versión mestiza de sabor nacional.

Este contraste de la popularidad del Cilulo –máxima en Cajamarca; mínima en Lima-, es solo una de las tantas muestras de la profunda y normalizada desconexión entre lo provinciano y lo capitalino que nos caracteriza como país desde hace mucho tiempo. Un himno en toda Cajamarca, que corona las fiestas carnavalescas desde los años cuarenta (hace 80 años) pero que en Lima apenas es reconocido por algunos círculos de estudiosos, melómanos y gente más o menos interesada en la música nacional. Eso sin mencionar, por supuesto, a los miles de descendientes de cajamarquinos nacidos y establecidos en Lima, limeños de padres y abuelos provincianos. No es que sea una novedad esa desconexión. O un descubrimiento. Es, sencillamente, una lamentable demostración de la grieta cultural que aún está pendiente de resanarse en nuestro país. Nos divierte la tonada, pero no sabemos ni su nombre ni su origen. No es el único caso.

Guillermo Salazar Pajares es un nombre que al limeño promedio no le suena absolutamente a nada. En Cajamarca es conocido como «El Frank Sinatra del Carnaval». Desde los años setenta, Salazar Pajares compone y canta huaynos, parrandas y carnavales para que salgan las patrullas cada febrero a encender calles y plazas, con sus animadas rondas y coloridos trajes típicos. Don Guillermo y su Conjunto ha puesto la música en los festejos de su tierra desde muy joven, siempre con su güiro en la mano y flanqueado por sus principales vocalistas: Violeta Valdez y Carlos Izquierdo, con quienes compartía micrófono en grabaciones para sellos como Odeón del Perú e Iempsa. Lamentablemente, don Carlos –a quien llamaban cariñosamente “Che Carlitos”- falleció en el 2014 y doña Violeta, en febrero de este año, víctima de COVID-19. Aquí los vemos en una de las tantas versiones que hizo Don Guillermo y su Conjunto del popular Cilulo.

Otro importante intérprete de folklore cajamarquino fue Miguel Ángel Rubio Silva, más conocido en el ambiente artístico como El Indio Mayta. Sus LP, publicados por la desaparecida compañía discográfica Fabricantes Técnicos Asociados (FTA), junto a su grupo Los Huiracochas, tuvieron mucho éxito en la década de los setenta, en que la migración del campo a la ciudad y el gobierno de Velasco dieron mucho espacio a opciones musicales vernaculares. Pero, otra vez, las sombras de la discriminación y el centralismo convirtieron al Indio Mayta en poco más que un personaje pintoresco. Los niños limeños supimos de su existencia por la imitación que, de él, hacía el recordado cómico Miguel Ángel «Chicho» Mendoza, en el programa Risas y Salsa, de gran parecido físico con el cantante. Siempre con su bombo y vestido de campesino, El Indio Mayta soltaba su característico saludo «usshhhaa» y cantaba (La) Matarina, otra melodía clásica de las fiestas cajamarquinas. El popular cantautor falleció el 2010, a los 78 años, en la más absoluta pobreza y abandono estatal.

Aunque su popularidad en Lima es infinitamente más pequeña que en el interior, Matarina –composición del violinista cajamarquino César Ramiro Fernández Bringas-, tuvo en algún momento cierta presencia entre públicos capitalinos más jóvenes. Pepe Alva y Jean Paul Strauss, cantautores pop surgidos en los años noventa, la grabaron en el 2001 y 2008, respectivamente. Mientras que la versión de Alva, quien inició su carrera en los Estados Unidos, tuvo mediana aceptación entre los consumidores de pop-rock convencional en onda «fusión»; la de Strauss es un mamotreto intragable, un insulto a años de tradición musical de la Capital del Carnaval en el Perú.

Así como Don Guillermo y su Conjunto o El Indio Mayta y Los Huiracochas, agrupaciones como Los Reales de Cajamarca, Los Alegres de Bambamarca (Hualgayoc) o Los Tucos de Cajamarca, con trayectorias que superan, en el caso de los primeros y los últimos, las cuatro décadas, son extremadamente populares entre sus paisanos, pero han pasado desapercibidas para la “oficialidad” capitalina. Esta dinámica se cumple, por cierto, en todas y cada una de las regiones del interior del país, con casos excepcionales de personajes que lograron instalarse en los gustos limeños, ya sea por su talento, logros artísticos o por simple y llana casualidad, usados como símbolo efectista de la engañosa “inclusión” con la que muchas veces se trata de asolapar la discriminación y racismo aun vigentes entre nosotros. Así, por ejemplo, tenemos el caso de Silverio Urbina, cuya canción Mi linda flor –escrita por el cantante Tomás Pachecho, hermano de Lucio Pacheco, conocido intérprete de huaynos en arpa- se convirtió, desde el 2005, en el equivalente moderno de La Matarina, un huayno alegre que se coló entre las cumbias norteñas, el Jipi Jay y Bareto en discotecas, setlists de Spotify y horas locas faranduleras.

Pero no todo es folklore en Cajamarca. Bandas como Gredel (pop-rock), Karikatumba, Parque Catarsis (hard-rock), Nueva Dirección, Padme (punk), Kaliko y sus Kaliches (rock), La Kuchanguita (reggae), Ruido Negro o Ácido Instinto (new wave) son conocidas por las juventudes rockeras de la región, pero totalmente invisibles en Lima. Lo mismo ocurre con un interesante proyecto de música electrónica llamado DMTH5, de la cineasta y comunicadora Irma Cabrera Abanto, que ha tenido repercusión en diversos festivales de arte vanguardista en otros países. Estos exponentes del pop-rock cajamarquino, son solo las puntas del iceberg de una escena en eterna búsqueda de espacios para mostrarse, aun cuando algunos suenan incluso mejor que muchos encumbrados grupos limeños (gracias a mis amigos/informantes Carlos Terán, Wilder González y John Pereyra por la información sobre esta activa escena regional).

Solo 900 kilómetros separan a Cajamarca de Lima pero, en términos de reconocimiento e identidad, estamos a años luz de distancia. Y es que en realidad no importa cuántas veces se hable, mediáticamente, del orgullo y la pluriculturalidad. Estos artistas y sus canciones siguen siendo vistos, desde Lima, como esfuerzos artísticos ajenos, lejanos, exóticos, que una gran mayoría de limeños ve casi con ojos de turista o investigador desapegado de aquello que no consideran propio porque no es igual a ellos. Una patética metáfora que también explica el rechazo visceral de ciertos sectores hacia el Presidente electo, a escasos días de que asuma su puesto en Palacio de Gobierno.

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Cajamarca, Música, Pedro Castillo

Una práctica común en YouTube consiste en subir álbumes clásicos completos, para que los cibernautas melómanos puedan escucharlos de principio a fin, como solía hacerse con los viejos LPs, cassettes o CDs, soportes físicos que hoy son artículos de colección, testimonios vivos de lo que fue la industria discográfica antes de la era internetizada de archivos mp3 y canciones disponibles como downloads. Así, con la carátula original como única imagen en el recuadro de video -que, en ocasiones, se alterna con fotos del artista, letras de canciones o las otras partes del LP original (contracarátula, páginas internas), a manera de slide– el oyente busca replicar la experiencia de colocar un vinilo en el tornamesa o un disco compacto en el equipo, para escuchar algo mientras trabaja, maneja o estudia.

Sin embargo, no todo está disponible en el aparentemente ilimitado contenedor de videos. Uno de los artistas que durante más tiempo se opuso tenazmente a permitir que su música estuviera colgada, en forma de «videos» de YouTube, fue Robert Fripp, fundador, líder absoluto y dueño de todo lo relacionado a King Crimson, pioneros del rock progresivo británico y una de las agrupaciones de culto más admiradas de la historia del rock. Fripp –como, en su momento, también lo hiciera Prince- prohibía que sus fans subieran temas de King Crimson o de sus grabaciones como solista o colaboraciones con otros músicos, bloqueando o denunciando de inmediato cualquier intento, lo que traía desazón en quienes intentábamos armar una lista de reproducción con sus temas más representativos, por ejemplo, para tenerla siempre a la mano.

Esto cambió drásticamente durante el último año y medio aproximadamente, cuando el extraordinario e innovador guitarrista, compositor y productor decidió publicar en YouTube toda la producción discográfica original del Rey Carmesí, en estudio y en vivo, en forma cronológica, canción por canción y con bonus tracks en cada álbum: tomas alternas, sesiones y demás maravillas del universo crimsoniano que antes solo eran posibles de escuchar adquiriendo, en una tienda o en línea, alguno de los formatos físicos (discos, colecciones) o virtuales (descargas) que Fripp lanzaba cada cierto tiempo, a través de su sello Discipline Global Mobile (DGM). Esto le permitió siempre tener control directo y absoluto sobre quién consumía su obra y la de sus actos asociados, salvaguardando así la «integridad de los músicos», una de las columnas vertebrales de su filosofía como artista.

El canal de King Crimson en YouTube fue abierto por Fripp hace siete años, en el 2014, para publicar videos cortos de los preparativos de la primera gira de la banda en casi década y media, uno de los retornos más esperados en la escena rockera mundial. Esto sorprendió a quienes conocían la personalidad huraña y actitud hostil del guitarrista frente a estos convencionalismos. Sin embargo, algo había sucedido con “Mr. Frippertronics” -nombre que le dio a las creaciones electrónicas y digitales con las que musicalizó infinidad de grabaciones desde los años ochenta-.

Su primera publicación en YouTube fue un video de 35 segundos, que inicia con la cacofónica fanfarria final de 21st century schizoid man, el alucinante, distópico y premonitorio tema que abre su álbum debut, In the court of the Crimson King (1969), en el que aparece, en impecable chaleco negro, camisa blanca y corbata, sentado -como siempre- y con actitud circunspecta presentándose a sí mismo como «uno de los guitarristas de la banda». Algo así como si Mick Jagger dijera que es «uno de los cantantes de los Rolling Stones». Tal muestra de lacónico humor británico anunciaba saludables cambios en su forma de relacionarse con el público. Pero nadie estaba en capacidad de imaginarse lo que vendría después.

Y lo que vino después fue realmente impactante, tratándose de uno de los músicos de rock más enigmáticamente serios que se haya conocido, capaz de liderar con mano férrea a las diferentes encarnaciones de su banda –que ha incluido, entre otros, a futuras estrellas del prog-rock como Greg Lake, John Wetton, Bill Bruford, Adrian Belew y Tony Levin-, en las sombras y sentado, disparando sus ráfagas de arácnidos solos o esos riffs aplastantes, sin mover un músculo de la cara. Apariciones en programas concurso de corte familiar junto a su esposa, la cantante Toyah Willcox, bailando, haciendo muecas y rutinas a lo Monty Python o Mr. Bean; mientras seguía de gira con la (pen)última versión de King Crimson, que incluía tres bateristas -Pat Mastelotto, Gavin Harrison y Bill Rieflin- además de Jakko Jakszyk (guitarra), Tony Levin (bajo/Chapman Stick) y Mel Collins (vientos), una “bestia de siete cabezas” como él mismo describía a su banda. Con esta alineación, convertida en octeto desde el 2017 cuando Jeremy Stacey ingresó para cubrir a Rieflin quien, debido a su enfermedad, se concentró en los teclados, King Crimson realizó intensas giras por Europa, EE.UU., Japón, Centro y Sudamérica, de manera casi ininterrumpida hasta la llegada de la pandemia (lastimosamente, Rieflin falleció de cáncer en marzo del 2020).

Instalado el coronavirus en el mundo, la agenda de conciertos de King Crimson tuvo que cancelarse, incluyendo la gira por su 50 aniversario que ya había iniciado (el último show fue, el 13 de octubre del 2019, en Santiago de Chile). Y el nuevo Robert Fripp soltó su acostumbrada frialdad para convertirse, junto a su adorada Toyah, en una sensación del YouTube con una serie de cómicos videos denominada Robert & Toyah’s Sunday Lockdown Lunch. Cada domingo, el dúo lanza versiones de canciones pop y rock de distintas épocas y estilos. Desde Smoke on the water de Deep Purple hasta Toxic de Britney Spears, todo es posible para esta extravagante pareja que incluso usa disfraces, pinturas y pelucas en sus apariciones. Una de las más visitadas fue el clásico de David Bowie «Heroes» -en cuya grabación original Fripp participó, por cierto-, como un homenaje a los soldados aliados caídos en la Segunda Guerra Mundial. Aunque a algunos les pueda parecer que rozan lo ridículo, Robert (75) y Toyah (63) no hacen más que divertirse y celebrar la vida en estos tiempos difíciles. Además, ver al maestro ejecutar con suma facilidad Sweet child o’ mine de Guns ‘N Roses o Black dog de Led Zeppelin desde su Gibson Les Paul, con esa afinación extraña que inventó en los ochenta- es, simplemente, imperdible. Sobre sus Sunday Lunch, Fripp ha dicho que «los artistas tienen la responsabilidad de mantener animado el espíritu de las personas. Y eso es lo que estamos haciendo».

Pero volviendo a la discografía de King Crimson en YouTube. La publicación de los álbumes de estudio se inició el 17 de diciembre del 2020, por supuesto con In the court of the Crimson King (1969) y culminó, a razón de uno por semana, el 25 de marzo de este año con el contundente The power to believe (2003). En medio, se han lanzado también todos los discos oficiales en vivo, extractos de giras y rarezas, con audios remasterizados y acabados de sobrio diseño para los títulos, en lo que vendría a ser una ordenada audioteca para disfrutar de la evolución del grupo en sus distintas épocas. Y que sigue actualizándose cada semana.

Así, si queremos, los fanáticos de Crimson podemos elaborar una lista de reproducción con el lado más sereno y contemplativo, seleccionando temas como Matte Kudasai (Discipline, 1981), Exiles (Larks’ tongues in aspic, 1973), I talk to the wind, Epitaph (In the court of the Crimson King, 1969); el blues esquizofrénico de Ladies of the road (Islands, 1970). O sino, adentrarnos en la fuerza volcánica de composiciones como Fracture, The great deceiver (Starless and Bible black, 1974), Level five (The power to believe, 2003), 21st century schizoid man (In the court of the Crimson King, 1969). O en la tensión asimétrica y sincopada de Red (1974), VROOOM (THRAK, 1995), Indiscipline (Discipline, 1981). O la vocación experimental de Waiting man (Beat, 1984), Providence (Red, 1974). O en la angustia de temas como el título del álbum debut (1969), la disonancia jazzera de Cat food (In the wake of Poseidon, 1970), el brillo pop de Heartbeat (Beat, 1982), Three of a perfect pair (1984) o la extraña belleza de Starless (Red, 1974).

Otra buena noticia es que ya están anunciándose los primeros conciertos de King Crimson post-pandemia, en una gira llamada Music is our friend, 28 conciertos en diversas ciudades de EE.UU. en los que tendrán como teloneros a The California Guitar Trio y The Zappa Band -conformada por los ex alumnos de Frank Zappa, Mike Keneally (guitarra, teclados), Ray White (voz, guitarra), Scott Thunes (bajo), Robert Martin (voz, saxos, teclados) y Joe Travers (batería). “Crimson, la Bestia del Terror, ha despertado de su hibernación forzada y se está preparando para pisotear las mentes de los inocentes que nunca han experimentado su embestida”, escribió Fripp, haciendo uso de su nueva personalidad humorística para anunciar este nuevo capítulo en la saga del Rey Carmesí.

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Tres días de exequias en Italia, sentidos adioses de famosos colegas (Julio Iglesias, Raphael, Laura Pausini) y un inusitado homenaje durante una de las semifinales de la Eurocopa 2020 son solo tres botones de muestra de la imborrable huella que dejó la cantante, actriz y conductora de televisión Rafaella Carrà (Bologna, 1943), fallecida el martes de la semana pasada, a los 78 años. En la previa del partido Italia vs. España (su país natal y su segunda patria), el calentamiento de ambos equipos tuvo como música de fondo el tema A far l’amore comincia tu, más conocida entre nosotros por su versión en español, En el amor todo es empezar. En cuanto al funeral, se llevó a cabo el viernes en la iglesia Santa Maria de Ara Coeli de Roma, donde tuvo su última residencia. El anuncio de su muerte lo hizo el coreógrafo Sergio Japino, quien fuera su segunda pareja y cercano colaborador hasta sus últimos días. La causa: un fulminante cáncer al pulmón que venía padeciendo, en secreto, desde hace algún tiempo.

Reconocida por sus letras desenfadadas, su estampa de gimnasta y esa enérgica forma de sacudir la cabeza, con aquel flamígero cabello entre rubio y platinado, con cerquillo beatlesco, Raffaella Maria Roberta Pelloni (su verdadero nombre) fue el prototipo de ese, a veces incomprensible y, otras veces, terriblemente mal usado concepto de «vedette». Pero además de las coreografías de vaudeville y el elenco de bailarines siempre dispuesto a cargarla hasta seis veces por canción, su discurso artístico fue una abierta confrontación con la cucufatería de su tiempo.

Y, aunque actualmente su propuesta, vista en bloque, no sea capaz de moverle el piso a nadie si la comparamos con el vulgar libertinaje de las «divas» de hoy (por momentos luce hasta infantil e inofensiva), no puede negarse su naturaleza pionera en esto de sacarle la lengua a los convencionalismos y romper el molde de la cantante/actriz sufrida y dependiente. Recordando cómo mi madre, una sencilla y conservadora ama de casa que había nacido dos años después que ella, disfrutaba de sus canciones, cuando estas eran moneda corriente en radio y televisión, y cuánto admiraba -sin decirlo- esa actitud liberada y suelta de huesos frente a la sociedad, puedo imaginar fácilmente el profundo impacto que tuvo Rafaella Carrà en toda su generación y en las posteriores.

Aunque su formación artística comenzó a través del ballet y el cine -estudió danza y actuó en varias películas italianas épicas sobre hechos religiosos y leyendas de civilizaciones antiguas (Roma, Grecia) durante los años sesenta- fue como cantante que se hizo realmente conocida a inicios de la década siguiente, en su país, con un estilo que destacaba por su elegante y pícara sensualidad. En 1971, su primer single Tuca tuca causó sensación en la televisión italiana con un video que fue criticado hasta por el Vaticano porque la joven de 28 años aparecía “mostrando el ombligo”. Algunos años después lanzó una nueva versión, con un divertido video en el que alborota a varios señores por la calle. En estos clips, disponibles en YouTube, se aprecia ya la base de lo que vendría después, esa llamarada de personalidad escénica que la catapultó al estrellato.

Musicalmente hablando, lo que hizo Rafaella Carrà -de la mano de Gianni Boncompagni, su primera pareja, productor y compositor de casi todos sus éxitos entre 1971 y 1985- se inscribe en la onda del disco con sabor europeo, con bajos sintetizados a lo Giorgio Moroder (su célebre compatriota, productor de Donna Summer), fondos orquestales y ritmos que se alimentaban de diversas fuentes y géneros de raíz latina, elementos que le dieron a su discografía un aire inconfundible en un tiempo en que era difícil destacar, en medio de opciones musicales tan buenas como diversas. En esa época era muy común que artistas europeos, en especial italianos, lanzaran sus producciones en español -también lo hicieron, con enorme éxito, de otros países como Demis Roussos (Grecia), Charles Aznavour (Armenia/Francia), Abba (Suecia)- y, en ese sentido, Rafaella Carrà no se quedó atrás, uniéndose a la larga tradición de artistas bilingües con carreras altamente aceptadas por el público hispanohablante.

Antes de convertirse en personalidad de las televisiones italiana y española, Rafaella Carrà tomó por asalto las pistas de baile con canciones que, a pesar de los años transcurridos, siguen sonando frescas y vigentes. Desde la rumba española (Fiesta, 1977), el musical al estilo cabaret (Caliente, caliente, 1981 o la mencionada En el amor todo es empezar, 1976) o los guiños de samba brasilera en la controversial 53-53-456 (1976, que también grabó como 03-03-456 para evitar confusiones con un teléfono real en Argentina), la música de Rafaella Carrà era perfecta para el baile, la alegría y el desacato. Grabadas originalmente en italiano, todas tuvieron su versión en castellano, a través de las grabaciones que lanzó con el sello español Hispavox (distribuido por la multinacional Sony). Psicodélica en Rumores (1974), pícara en Pedro o romántica en Yo no sé vivir sin ti (ambas de 1980), Carrà no se guardaba nada en sus discos, con interpretaciones intensas y auténticas, las mismas que hacían juego con su carisma y simpatía.

Pero si hay una canción que identifica a Rafaella Carrà y su rol libertario es la desinhibida Hay que venir al sur (1978), cuya primera versión en español causó tal revuelo que se vio en la necesidad de grabar una segunda, más moderada, como un gesto de consideración hacia los públicos centro y sudamericanos, no tan acostumbrados a escuchar letras que incitaban a las mujeres a «buscarse otro más bueno» cuando un hombre las dejaba. Otras como la infantil Mamá dame 100 pesetas (1981) o la divertida Lucas (1978) también tocan temas controvertidos como las ansias de irse de casa o la homosexualidad, respectivamente, pero definitivamente, aquel coro que dice «para hacer bien el amor hay que venir al sur…» es hasta ahora su más claro grito de emancipación femenina.

Esta cadena de éxitos radiales la llevó por el mundo entero, pero fue en España y América Latina donde alcanzó inmensos niveles de popularidad. Visitó nuestro país en varias ocasiones entre 1979 y 1982. En tiempos en que los grandes conciertos eran inimaginables en el Perú, la presentación de Rafaella Carrà en el Coliseo Amauta, ante 15,000 personas, en 1981, fue uno de los eventos más sorprendentes de aquella época. Muchos años después, en 2005, volvió pero solo como turista, para visitar Machu Picchu.

Poseedora de un natural atractivo mediterráneo, sin aspavientos ni grotescas cirugías plásticas, Rafaella Carrà ponía especial cuidado en sus vestuarios, siempre sofisticados y sugerentes pero sin llegar a los exhibicionismos baratos de hoy. Tenía un brillo y elegancia que encandiló a hombres, mujeres y más allá, pues se convirtió en icono de la comunidad gay (en esas épocas no se hablaba de «LGTBI» ni nada por el estilo) De hecho, recuerdo haber escuchado, siendo yo un niño, el rumor de que “la Carrá” era un hombre travestido. Esta por supuesto, es una más de esas absurdas leyendas urbanas de la música, como las que afirmaban la muerte de Paul McCartney, la vida secreta de Elvis Presley después de 1977 o los mensajes satánicos de ciertos discos si los escuchabas al revés. Hay ecos de Rafaella Carrà a ambos lados del espectro artístico: desde la norteamericana Madonna y la española Alaska; hasta la argentina Susana Giménez o la peruana Gisela Valcárcel, tienen en sus apariencias algo de la italiana, ya sea por auténtica influencia en el caso de las mencionadas cantantes, o burda imitación en el de estas dos conductoras de televisión sudamericanas, provenientes del submundo del vedettismo y el humor de baja estofa.

Sus programas de televisión, en Italia, Argentina y España, impusieron ese estilo alegre, conversador y cercano al público que sería copiado hasta la saciedad. En paralelo mantuvo su carrera musical, aunque con menor presencia en las radios. Sus trabajos musicales más recientes incluyen una participación como jurado/coach en la versión italiana del reality La Voz y álbumes como Replay (2013) y Ogni volta che è Natale (2018) de canciones navideñas. El 2020 apareció Grande Rafaella, recopilación doble que, por primera vez, contiene todos sus grandes éxitos, lanzada como soporte de la película Explota explota, del español Nacho Álvarez, sobre su vida.

Rafaella Carrà nunca se casó y solo se le conoció dos relaciones (Gianni Boncompagni y Sergio Japino), largas y que, luego de concluidas, se convirtieron en estrechas amistades, lo cual podría hacer contraste con su imagen pública, siempre abierta a probar muchas experiencias como dice su canción emblema. Tampoco tuvo hijos. Quienes la conocieron de cerca la describen como una mujer, espontánea, de carácter fuerte, amable e inteligente. La artista, fanática del Juventus y de sólidas convicciones socialistas, será recordada siempre por los dos continentes que la vieron sobre los escenarios derrochando libertad, energía y buena música.

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Rafaella Carrà

La semana pasada falleció, a causa del COVID-19, Guillermo Caldas Cuya, más conocido en el ámbito musical nacional como Guiller. Tenía 79 años de edad. Es un caso curioso el de Guiller, ya que de no ser por su reaparición televisiva, provocada por un programa reality en que un ciudadano común y corriente participó imitándolo, casi nadie entre el público joven y masivo -de 40 años para abajo- sabría exactamente quién era este señor hasta hace relativamente poco tiempo.

Diferente es lo que ocurre entre la gente dedicada a la farándula (tanto la de su tiempo como de la telebasura moderna), quienes sí tenían contacto con el cantante, debido a que se mantuvo siempre activo a pesar de que su estilo, extremadamente popular hace tres décadas y media, hoy es visto como un asunto anacrónico, de viejos. Y asociado, además, a niveles socioeconómicos bajos y medio bajos, no a las alturas ficticias de procacidades no artísticas y falsamente sofisticadas como el reggaetón o el «latin pop», tan vigentes hoy.

Guiller fue una de las estrellas más representativas de la segunda (y última) generación del bolero peruano, llamado popularmente «bolero cantinero» o «cebollero» (término menos común, que remite, por supuesto, a sus capacidades lacrimógenas), que se hizo muy conocido desde los años finales de la década de los cincuenta, como una prolongación del bolero ecuatoriano, encarnado en la voz sedosa y almibarada de Julio Jaramillo (1935-1978), que cautivó al gusto popular con sus pasillos, valses románticos y, sobre todo, ese estilo particular de bolero distanciado notoriamente de las versiones mexicana y cubana, que dominaban las preferencias del público latinoamericano. Jaramillo, fallecido prematuramente a los 43 años, tuvo mucho éxito en nuestro país y fue determinante para el desarrollo de este estilo bolerístico que tuvo en Guiller a uno de sus representantes más sólidos, con canciones como El rey de las cantinas, La loca o Salva a mi hijo, composiciones de Eduardo García Ruiz (bajo su pseudónimo “Napo Tovar”), Bernardo Castañeda y Marcial “Chito” Galindo”, que el cantante grabó a comienzos de los ochenta, cuando ya tenía más de una década sobre los escenarios.

Para cuando Guiller, nacido en los Barrios Altos en 1942, apareció con su estilo despechado, estridente y bohemio, ya el bolero peruano tenía sonido propio, gracias a las voces prodigiosas de Lucho Barrios (1935-2010) y Pedrito Otiniano (1937-2012), quienes venían cosechando éxitos en radios y recitales de Perú, Ecuador, Argentina y Chile. En este último país su repercusión fue tal que incluso llegaron a decir que Lucho Barrios era «un cantante chileno nacido en el Perú». Ambos habían adaptado el estilo de Jaramillo a sus propias voces, dándole una dosis extra de dramatismo y desgarro que caló muy hondo en el imaginario colectivo. Guiller e Iván Cruz lideraron esa segunda hornada de boleristas cantineros, con un impacto muy fuerte, reflejado tanto en sus ventas discográficas como en los teatros y coliseos que llenaban en Lima y provincias. Este último tuvo éxitos como Mozo, deme otra copa (composición propia), Ajena (Manuel Canela Martínez) y, especialmente, Vagabundo soy, composición del maestro chiclayano Julio Carhuajulca.

A pesar de los altos niveles de popularidad que lograron estos artistas peruanos, a nivel nacional e internacional, durante un periodo de tiempo cercano a las tres décadas –entre 1959 y 1987 aproximadamente- hoy son apenas recordados por los medios de comunicación, mencionados casi como personajes pintorescos, con dos o tres canciones emblemáticas a las que les dan duro (“como a bombo de fiesta”, diría algún antiguo por ahí), dejando de lado los detalles de sus trayectorias, en algunos casos, impresionantes y hasta bizarras. Y solo los recuerdan cuando mueren, la mayor parte de las veces, con notas de pésima calidad informativa y homenajes en programas de farándula de baja estofa. En contraste a esas despedidas mediáticas y tributos variopintos, en los que desfilan desde el Ministerio de Cultura hasta La Chola Chabuca, estos ídolos populares fallecen, casi todos, en la más indigna pobreza a pesar de sus lauros artísticos, logrados con mucho esfuerzo y tenacidad. En cambio, conservan intacto el cariño del público, que no pierde oportunidad para reconocer y agradecer su trabajo.

El bolero cantinero peruano convivió, en su época de oro, con la etapa más brillante de la música criolla. Después lo hizo con el boom de la cumbia instrumental, la nueva ola, la salsa y el boogaloo y, finalmente, con la chicha, la cumbia norteña y el huayno moderno. Todos, géneros musicales relacionados a las clases más pobres, capitalinas y provincianas que, cada cierto tiempo, son usados como fuente de diversión para las élites. Una de las cosas que más me sorprende de este fenómeno sociocultural es cómo el discurso oficial, cada vez que se ocupa del bolero de cantinas, invisibiliza a las personas que lo hicieron posible, y construye una narrativa en la cual más importa lo que aquellas canciones generan en determinados individuos o grupos sociales. Un ejemplo de ello es un artículo de Carlos Iván Degregori (1945-2011), publicado en 1983 en el legendario Diario de Marka, titulado “El bolero cantinero: La erotización de la derrota”. En el largo texto, impecablemente escrito, por cierto, el recordado e imprescindible antropólogo y ensayista limeño se la pasa hablando de sus recuerdos al escuchar boleros cantineros. Ni una mención a sus intérpretes, autores y músicos, como si estos no existieran.

En ese sentido, por ejemplo, resulta imperdonable que el gran público y los medios convencionales no tengan presente la importancia que tuvieron para la creación del bolero cantinero Raúl Huamanchumo Reyes, más conocido como «Chalo» Reyes (1937-2016) y Santiago «Cato» Caballero (actualmente radicado en Europa), responsables de las brillantes guitarras en las grabaciones clásicas de Lucho Barrios y Pedrito Otiniano. En el caso de «Chalo», además de excelente guitarrista y humorista, fue autor de recordados títulos que definieron el género como Marabú, El oro de tu pelo, El hijo varón, entre otros, muchos de los cuales fueron también interpretados por Guiller, con su característico vozarrón adolorido.

En sus entrevistas, Guiller solía contar que algunas radios se resistieron, al comienzo, a propalar El rey de las cantinas –que se convirtió en su sobrenombre- y Salva a mi hijo (más conocida como “Virgen María”), pues consideraban que las letras “sonaban mal”, debido a sus alusiones directas al consumo de alcohol y marihuana, respectivamente. Sin embargo, es ese estilo exagerado y melodramático el que las convirtió en las favoritas de un público muy específico –trabajadores, obreros, estudiantes y muchachadas de barrio aprendiendo a ser bohemios, en bares y huariques de todo tipo-, irremediablemente ligado a los bajos fondos de la sociedad, una característica que, además, es esgrimida como motivo de orgullo tanto por artistas como por sus seguidores.

Si quisiéramos trazar una historia corta del bolero peruano –algo que han hecho, en extenso, investigadores como Eloy Jáuregui y Agustín Pérez Aldave- tendríamos que hablar, por supuesto, del trío Los Morunos, formado en Barranco, a inicios de los sesenta. Con un estilo más influenciado por el bolero clásico mexicano –Los Panchos, Los Tres Diamantes- Los Morunos tuvieron dos etapas: de 1961 a 1974 y de 1978 hasta el 2008 aproximadamente, con su formación más recordada y exitosa: Manuel Ortiz (voz), Luis Silva y Modesto Pastor (voces y guitarras). También habría que mencionar a Mario Cavagnaro quien, además de sus conocidas polkas y valses replaneros –interpretados magistralmente por Los Troveros Criollos- escribió Osito de felpa (1951) y Emborráchame de amor (1975), dos boleros que ingresaron al cancionero internacional por todo lo alto, con grabaciones de estrellas como los ecuatorianos Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, o el salsero portorriqueño Héctor Lavoe, quien estrenó esta última en su primer LP como solista.

Pero, sin duda alguna, el bolero cantinero es el que más arrastre tuvo y tiene en el Perú, un producto local de íntimas conexiones con esa idiosincrasia mestiza, colorida y emocionalmente desbordada que nos define y, hasta cierto punto, estigmatiza y condena. Además de los desaparecidos Lucho Barrios y Pedrito Otiniano, brillaron también en las rockolas nacionales Johnny Farfán (1943-2013), Anamelba (nombre real: Melba Annie Pinzás, 1942-2011), Gaby Zevallos (1944-2016). De esta generación han quedado, tras el reciente fallecimiento de Guiller, los cantantes Iván Cruz (75), Ramón Avilés (74), Linda Lorenz (76) y Vicky Jiménez (68), como únicos exponentes de esa canción popular y desgarrada, himnos del desamor y la bohemia alcoholizada.

OTROSÍ: En los noventa hubo una nueva generación de jóvenes vocalistas que, quizás inspirados en el megaéxito comercial de Luis Miguel y su serie Romances, reactualizaron el bolero de Ecuador y Perú: Charlie Zaa (Colombia), Douglas (Chile) y Segundo Rosero (Ecuador) lideraron esa tendencia, de breve duración.

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