En estos días, en que las palabras “socialismo” y “Cuba”, entre otras, vienen siendo asociadas a lo más parecido al infierno en la tierra, se me antojó reconectarme con una de las producciones musicales más bonitas y simbólicamente importantes que hayan brotado de la vieja isla, gracias a la conjunción de la voluntad integradora de dos artistas foráneos –un músico norteamericano y un cineasta alemán- que, como siempre ocurre, ven más allá de las mezquindades e intereses retorcidos de la política y revaloran las manifestaciones orgánicas nacidas de la tradición y el talento, la idiosincrasia verdadera del siempre manoseado y abusado “pueblo” (yo prefiero usar el término “población”), manoseado y abusado por dictadores, autoridades y eternos candidatos ávidos de poder. 

Después de casi 25 años de su lanzamiento original, Buena Vista Social Club –tanto el álbum como el documental, aparecidos uno detrás del otro entre 1997 y 1999- supera largamente la prueba del tiempo para convertirse en un clásico moderno, un rescate auténtico y bien intencionado de la riqueza musical de la Cuba que conquistó al mundo en las décadas previas a la llegada de Fidel Castro. Como siempre, la música funcionó en esa época como catalizador del sentir popular –la alegría, el ritmo, la sensualidad, el romance- ante una situación patética: el entreguismo absoluto por parte de la administración de Fulgencio Batista, que convirtió a La Habana en el patio de juegos de los Estados Unidos, motivo central de la irrupción de los barbudos, con las consecuencias que todos conocemos: la crisis de 1961-1963, la gesta del Che, el bloqueo, la corrupción en el eterno reinado de los uniformes verde olivo.

Escuchando las canciones de Buena Vista Social Club uno puede llegar a sentir que está caminando por las calles de La Habana Vieja, aun sin haber pisado nunca la capital isleña. Este efecto, que también consigue Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) con su extraordinario documental, es mérito del trabajo acucioso y, sobre todo, lleno de respeto, del guitarrista Ry Cooder (Los Angeles, 1947), instigador principal de esta reunión de artistas de la Cuba pre-revolucionaria que, tras ser muy conocidos en la isla y en el resto de Latinoamérica en los años cuarenta y cincuenta, habían caído en un injusto retiro y olvido. 

La mayoría de ellos en plena tercera edad –y, en el caso de Compay Segundo, del legendario dúo Los Compadres, rozando la cuarta- fueron redescubiertos gracias a Cooder y su cómplice cubano, el músico Juan de Marcos González, director de Sierra Maestra, una agrupación que recogió el legado y tradición musical de aquella Cuba con una mezcla de boleros, guajiras, sones, guarachas y descargas. 

De Marcos ayudó a Cooder –inquieto y recorrido músico que trabaja desde los años setenta con estrellas del rock y blues experimental como, por ejemplo, Taj Mahal, Santana, Captain Beefheart, Ali Farka Touré, entre otros, además de tener él mismo una muy estimable discografía personal de blues, country, world music y banda sonoras para cine y TV que supera la veintena de títulos- a juntar a todas estas leyendas vivas de la música cubana para grabar este disco titulado Buena Vista Social Club, nombre original de un nightclub habanero en donde muchos de estos artistas fueron aplaudidos en sus años juveniles. 

La atmósfera sonora es profundamente tradicionalista, con un par de ventajas: la alta fidelidad alcanzada gracias a las modernas técnicas de grabación existentes a finales de los noventa -algo imposible en las épocas en que estos intérpretes trabajaban-; y los arreglos preciosistas de Cooder y De Marcos, con el primero de ellos introduciendo los característicos «soundscapes» de su guitarra slide, sutiles ventarrones de electricidad en medio de un ensamble 100% acústico. 

En contraste, Compay Segundo (nombre real: Francisco Repilado), a sus 89 años al momento de las sesiones, demuestra vitalidad e inspiración con magistrales interpretaciones en voz y tres, el instrumento cubano de tres pares de cuerdas que dio origen al cuatro portorriqueño (difundido ampliamente por Yomo Toro con la Fania All Stars durante su época dorada), en canciones como Chan Chan (son escrito por él en 1987), y dos boleros: Veinte años, cantado a dúo con Omara Portuondo, vocalista de suave registro que, al momento de ingresar a los estudios EGREM de La Habana para este álbum, tenía ya 66 años de edad y una trayectoria amplísima en su país, que incluye una curiosa anécdota, conocida por pocos: fue ella quien presentó a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, cuando ambos apenas pasaban los 20 años de edad, en una de las jornadas previas a la formación del Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubano de Artes e Industrias Cinematográficas (ICAIC), que daría nacimiento al movimiento de la Nueva Trova Cubana. 

Para el tema ¿Y tú qué has hecho?, compuesto en los años veinte por el trovador cubano Eusebio Delfín, Compay graba ambas voces, primera y segunda, y realiza hermosos arpegios de tres, acompañado por la slide de Cooder. Elíades Ochoa, ligeramente más joven, interpreta una cadenciosa versión de El carretero, clásico de Guillermo Portabales, e impone su presencia como vocalista y guitarrista a lo largo del disco. El álbum termina con La bayamesa, de Sindo Garay, el trovador cubano más representativo de finales del siglo 19 e inicios del siglo 20.

Los otros dos casos emblemáticos son los de Ibrahim Ferrer (voz, percusiones) y Rubén González (piano), de 70 y 77 años respectivamente, en aquel lejano 1996. Escuchar a Ferrer en clásicos como Dos gardenias o Murmullo son muestras de cómo se canta realmente el bolero; o sus fraseos en descargas como De camino a la vereda, Candela o El cuarto de Tula, simplemente fantásticos. Y en cuanto a González, pues se trata de un eximio pianista que había trabajado junto a Beny Moré y Arsenio Rodríguez, dos íconos de la música cubana, y era descrito como «el Thelonious Monk de Cuba». Gonzáles derrocha energía y sabor en los instrumentales Pueblo nuevo y Buena Vista Social Club, la primera escrita por él y la segunda por Orestes López, hermano de Israel «Cachao» López y padre de Orlando «Cachaíto» López, quien es el contrabajista en este disco. El patriarca de esta familia de contrabajistas es considerado uno de los creadores del mambo y el danzón, géneros cubanos por excelencia. 

Otros músicos de la misma generación que fueron convocados para estas sesiones -de las cuales también salió el disco A toda Cuba le gusta (1997), bajo el nombre Afro-Cuban All Stars, dirigidos también por Juan de Marcos-, fueron el trompetista Manuel «Guajiro» Mirabal, los vocalistas Pío Leyva y Manuel «Puntillita» Licea y el timbalero Amadito Valdés. Los músicos más jóvenes del ensamble son, precisamente, Juan de Marcos González y el laudista Barbarito Torres, quien se luce en El cuarto de Tula, los cuarentones del disco. Y, por supuesto, el hijo de Ry Cooder, Joachim, de solo 18 años, quien participa como percusionista. 

Varios de los integrantes de Buena Vista Social Club se hicieron muy famosos entre el público mundial después de esta exitosa aventura –el film recibió varios premios internacionales y una nominación al Oscar el año 2000- e incluso revitalizaron sus carreras con posteriores lanzamientos enmarcados en la onda comercial de la «world music». El 2008 se lanzó el disco doble At Carnegie Hall que recoge la actuación del grupo en la prestigiosa casa de conciertos de New York, ocurrida diez años antes. En este enlace pueden ver la versión de Chan Chan de aquel show, incluida en el documental de Wenders. En 2017 se estrenó otro documental, Buena Vista Social Club: Adiós!, en el que se cuenta la saga del proyecto en su vigésimo aniversario. 

Lamentablemente, los fallecimientos de Manuel «Puntillita» Licea (2000, 79 años), Compay Segundo (2003, 96), Rubén González (2003, 84), Ibrahim Ferrer (2005, 78), Pío Leyva (2006, 89) y Orlando «Cachaíto» López (2009, 76); aunque comprensibles por sus avanzadas edades, dejaron nuevamente huérfana a la música latina, que quedó a merced de la timba, la bachata y el reggaetón. 

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Rubén Blades escribió esta canción en 1983 y la incluyó en Buscando América, su primer LP con Seis del Solar, el proyecto con el que se acercó a un público diferente, incorporando géneros poco comunes en el universo salsero (reggae, balada, latin pop) y haciendo inteligente uso de teclados, baterías y sonidos sintetizados afines al pop radial de los ochenta, pero sin abandonar su vocación por las maracas, las percusiones y el soneo inspirado, características básicas del género latino que nació como síntesis de la riqueza musical cubana, de cuyo nacimiento fue protagonista.

Decisiones es la canción más conocida y recordada de aquel disco, lanzado en 1984 por la multinacional Elektra (asociada a los sellos Atlantic Records y WEA Internacional, división latina de Warner Brothers Records), y viene a mi mente hoy, sábado de víspera a las elecciones, en que muchos votantes, a solas o en familia, están deshojando margaritas para ver qué símbolo marcar, qué número(s) escribir, qué insulto o garabato anónimo y obsceno usar para dar cuenta, inútilmente, de su rechazo, de su desconfianza, de su no resuelta indecisión.

Buscando América fue el primer álbum del cantautor panameño fuera del contexto de Fania, el sello de Johnny Pacheco y Jerry Massucci, casa que lo vio surgir como artista y de la cual salió azotando la puerta por mezquindades legales de todo tipo, después de casi una década de enriquecer su catálogo con clásicos de la salsa de todos los tiempos. Y Blades acometió el inicio de esta segunda etapa de su exitosa carrera con una decisión arriesgada: apartarse del sonido que elevó la salsa a niveles de sabiduría culta y popular, a través de la extraordinaria discografía que produjo junto a Willie Colón, entre 1977 y 1982, antes de que su amistad terminara y pasaran de compartir creativos estudios de grabación a frías salas judiciales.

Pero que no se malentienda lo que acabo de decir. Hay bastante salsa, y de la buena, en Buscando América: El Padre Antonio y su Monaguillo Andrés, la coda del tema-título, el potente arreglo de nuestro vals Todos vuelven. El sexteto que acompaña a Blades -que al poco tiempo se hizo llamar Son del Solar, con la incorporación de músicos como Arturo Ortiz (teclados), Robbie Ameen (batería), Reynaldo Jorge (trombón), entre otros – demuestra mucho oficio y frescura, resultado de una década y media tocando con los mejores soneros de la era dorada de la salsa dura. Sus principales arreglistas -Óscar Hernández (piano, teclados), Mark Viñas (bajo) y Ricardo Marrero (vibráfono, teclados)- interpretaron con excelencia las ideas musicales de Blades, con secciones instrumentales de alta calidad que le permitió mantenerse al frente de la vanguardia salsera. El grupo lo completaban Ralph Irizarry (timbales), Louie Rivera (bongós) y Eddie Montalvo (congas), todos ellos experimentados músicos de la escena portorriqueña.

Decisiones se inscribe en el habitual vocabulario sonoro y rítmico del músico. La canción presenta tres mini historias, unidas por un común denominador: las consecuencias, generalmente funestas, de ciertas decisiones que deben ser asumidas con resignación por la persona que las toma. El músico y abogado con título de Harvard –“una calibre 45 que uno pone sobre la mesa”, decía él de su grado académico de alto perfil- hace pedagogía social de poderosa vigencia en esta descarga salsera de cinco minutos.

Así, la pareja joven que decidió tener relaciones sin protegerse no sabe qué hacer ante el embarazo -ella no ha decidido qué hacer, él preferiría el aborto-; el vecino que decidió hacer una indecente propuesta a su vecina casada recibe su merecido a palazo limpio; y el conductor pasado de copas se estrella y muere tras decidir pasarse la luz roja, convencido de que no le iba a pasar nada. Vea aquí la versión en vivo que hiciera en el 2009, en Puerto Rico, con Son del Solar.

Decisiones hace recordar, en términos de su estructura, a aquel manifiesto anti-materialista y de integración latinoamericana que Blades publicara seis años antes, en 1978, en el álbum Siembra. Me refiero, por supuesto, a Plástico que, por cierto, comparte diversos elementos con la canción que nos ocupa. Ambas abren su respectivo disco, sus letras están organizadas como un collage de historias cortas amarradas por un tema común y las dos arrancan con una introducción que hace referencia, como una sutil burla, a géneros musicales de los EE.UU., «el tiburón». Mientras que el inicio de Plástico es con un contagioso riff de música disco para luego agarrar ritmo salsero; Decisiones comienza con un satírico arreglo vocal de doo-wop, con piano y batería de fondo. A los pocos segundos aparece la voz de Blades: «La ex señorita no ha decidido qué hacer…»

Esta tríada de cuentos cortos -cortísimos, una estrofa cada uno- es narrada, además, en clave de humor. Blades siempre se ha caracterizado por escribir canciones con mensajes profundos sobre temas de intensa carga social, expresados en lenguaje sencillo pero emotivo, apoyado en su forma de cantar, de manera directa y sin disfuerzos, desde el corazón, desde la esquina. Pero, de vez en cuando, don Rubén -hoy de 72 años- también encontraba en la agudeza humorística un camino para sus crónicas urbanas que nos invitan siempre a alguna reflexión. Ejemplos claro de ello son Ligia Elena (Canciones del solar de los aburridos, 1981), o Noé (Mucho mejor, 1983).

Este talento, casi literario, de Blades para lanzar contenidos muy serios a partir de lo cotidiano e incluso lo gracioso no es, por lo tanto, novedad para los conocedores de su obra. Decisiones relanzó la carrera del cantante en un momento crucial para la salsa, en ese entonces invadida por una generación de nuevos intérpretes superficiales que dejaron de lado la creatividad de sus antecesores para concentrarse en el facilismo de la «salsa sensual».

Esta tendencia optó por apartarse del sentido social y popular del género nacido en las comunidades de inmigrantes latinos en New York en los setenta y se convirtió en la banda sonora de hostales y relaciones de poca monta. En el reino de Hildemaro y Eddie Santiago, los personajes y moralejas de Rubén Blades eran algo así como los libros de García Márquez cubiertos por una montaña de pasquines de cincuenta céntimos con titulares sensacionalistas y fotos grotescas de toda clase.

Tomar decisiones es algo que los seres humanos hacemos a diario, desde cosas sencillas e imperceptibles hasta situaciones extremadamente complejas y trascendentales. En cada una de las historias cortas de su canción, Blades nos muestra esa dualidad inherente a casi todo lo que hacemos. Una pequeña  decisión, por menor o insignificante que parezca, puede traer consecuencias enormes que afecten la vida y el futuro, no solo de la persona involucrada directamente sino de su entorno -su pareja, su familia, sus amigos, su comunidad, su país, su planeta. En política –un mundo que Blades conoce muy bien pues ejerció, entre 2004 y 2009, el cargo de Ministro de Turismo de Panamá e incluso postuló a la presidencia de su país, en 1994, como líder del movimiento independiente Papa Egoró (Madre Tierra, en dialecto indígena colombo-panameño)- esto se cumple al pie de la letra.

En ese sentido, y estando a pocas horas de entrar a un proceso electoral en el que los peruanos tendremos que decidir por quién votar, entre 18 variantes de Pedro Navaja y Juanito Alimaña (que van de lo disimulado y dudoso a lo abiertamente retorcido y criminal), el predicamento de Rubén Blades -«alguien pierde, alguien gana, Ave María»- se convierte en un asunto que merece pensarse más de una vez. Con una notable diferencia: acá ya sabemos de antemano cómo se reparten los resultados: acá solo ganan ellos y perdemos todos los demás. Salgan y hagan sus apuestas, ciudadanía.

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Buscando sosiego tras una tensa semana post-electoral, cargada de terruqueo indiscriminado y mafias disfrazadas, me senté, imaginariamente, en un muelle de la bahía de San Francisco para escuchar al rey caído del soul, un gigante de voz aterciopelada y aguda, cantando el tema que lo hizo inmortal entre los melómanos del mundo, terminado días antes del accidente aéreo en el que perdió la vida, apenas a los 26 años de edad. Brisa marina, gaviotas, silbidos y resaca de olas para apaciguar la desazón de ver cómo nuestro país va rumbo al despeñadero, un abismo oscuro lleno de bestias hambrientas de poder y revancha.

 

(Sittin’ on) The dock of the Bay es un acompasado ejercicio de balada soul, que mostraba una faceta más reflexiva y calmada de su autor. Poco antes de grabarla, Otis Redding había hecho explotar las cabezas de miles de hippies blancos en el Monterey Pop Festival, en 1967, dos años antes de Woodstock, con un electrizante show que solo fue superado, en términos del impacto producido, por el lisérgico ritual de Jimi Hendrix y su Fender Stratocaster en llamas.

 

Lanzado un año después de su trágica y temprana muerte, The dock of the Bay (Atco Records, 1968) se convirtió en el primer single/álbum póstumo en llegar al #1 en los EE.UU.  y es, hasta ahora, una de las canciones más tocadas en las radios de música del recuerdo en ese país. Los amantes del cine ochentero norteamericano quizás recuerden el tema como parte de la banda sonora de Top Gun (Tony Scott, 1986), en una escena en la que el joven piloto interpretado por Tom Cruise recuerda a su padre, también caído en una tragedia de aviación. Otros probablemente hayan escuchado las versiones que hicieran, Sammy Hagar y Michael Bolton (en 1979 y 1987, respectivamente). O los covers en vivo de Pearl Jam, Neil Young. Hasta Justin Timberlake la ha cantado alguna vez, en el siglo 21, en un homenaje frente a Barack Obama.

 

Pero (Sittin’ on) The dock of the Bay no es, ni por asomo, la canción que representa mejor el sonido de este cantante nacido en Macon, Georgia, en 1941. Poseedor de una imponente presencia escénica -tenía casi 1.90m de estatura y 100 kilos de peso- Otis se sacudía en las tarimas, dirigiendo a los metales de manera frenética y lanzaba alaridos de un soul forjado, a la vez, en las iglesias gospel y los clubes nocturnos más sórdidos del sur afroamericano. Cuando Little Richard, su paisano y principal influencia musical, presentó su introducción al Rock and Roll Hall of Fame, en 1989, recordó su reacción cuando escuchó la versión que Redding hizo de su clásico Lucille, incluido en su primer LP, Pain in my heart, de 1964. «¡Pensé que era yo!» exclamó el extravagante pianista, pionero del rock and roll, fallecido el año pasado.

 

Otis Redding tuvo una carrera musical sorprendentemente corta, comercial y prolífica, con una serie de singles exitosos e intensas giras a ambos lados del Atlántico. En solo dos años se convirtió en propietario de un enorme rancho de 300 acres en Georgia, gracias a que ganaba más de 30,000 dólares por cada semana de conciertos. Las crónicas publicadas en Inglaterra, en las revistas especializadas Melody Maker y New Musical Express, son testimonios escritos de la llamarada de endemoniado talento que llegó a sus costas rockeras en 1966. Tanto en las canciones románticas como en los arrebatos poseídos por los espíritus del gospel, Redding daba todo de sí, sin concesiones. En una era en que el soul y el R&B se recomponía con artistas tan importantes como James Brown, Sly Stone o Wilson Pickett, el repertorio de Otis Redding trajo un sonido y una actitud nueva, más agresiva y personal.

 

Como compositor, podía pasar de la clásica balada sensual y sofisticada al lamento reivindicativo frente a la segregación y de ahí a los poderosos cánticos inspirados en los servicios religiosos que vio desde niño, todo combinado con su propia actitud dispuesta a convocar a públicos de todo tipo racial y socioeconómico. Entre las canciones que firmó podemos mencionar la romántica I’ve been loving you too long o Fa-Fa-Fa-Fa-Fa (Sad Song), en la que ironiza sobre sí mismo. Su máxima contribución al cancionero de la década de los años 60 fue, definitivamente, Respect, que Otis incluyera en su tercer LP, Otis Blue (1965) y que dos años después fuera grabada por Aretha Franklin, con arreglos del productor y músico turco Arif Mardin. A la larga, este tema se convirtió en el más emblemático de la recordada Reina del Soul, un himno de la liberación femenina y los derechos civiles de la comunidad afroamericana.

 

Redding también hacía covers, tanto de sus ídolos Little Richard y Sam Cooke (su versión de A change is gonna come es una de las páginas más memorables del soul de entonces), clásicos como My girl de los Temptations o Stand by me de Ben E. King, como de artistas de moda como los Beatles y los Rolling Stones, de quienes versionó Day tripper y (I can´t get no) Satisfaction, transformadas por los arreglos de Isaac Hayes –ganador del Oscar, en 1971, por la música central de Shaft, icónica película de la blaxpoitation- en gemas del soul con identidad propia. Try a little tenderness, un single de media tabla, grabado por el crooner blanco Bing Crosby, en los años treinta, terminó siendo la canción central de los repertorios de Otis Redding, una incombustible muestra de su versatilidad y talento como intérprete. Un clásico de todos los tiempos.

 

Los jóvenes amantes del rock noventero tuvimos un pequeño acercamiento a la música de Redding, cuando The Black Crowes, la excelente banda de blues, R&B y hard-rock de los hermanos Chris y Rich Robinson, también de Georgia, reactualizaron uno de sus éxitos, en su primer álbum Shake your money maker, de 1990. Hard to handle apareció originalmente en The immortal Otis Redding (1969), el segundo de los cuatro discos póstumos que Atlantic Records pudo lanzar con el copioso material que dejó grabado entre 1965 y 1967.

 

Redding llegó a vender más discos que Frank Sinatra y Dean Martin juntos, y su estilo vocal inspiró a muchos otros artistas negros, desde Al Green y Marvin Gaye hasta Lenny Kravitz. Sus grabaciones, siempre acompañado por los legendarios Booker T. & The M.G.’s -Booker T. Jones (teclados), Al Jackson Jr. (batería), Donald «Duck» Dunn (bajo), Steve Cropper (guitarra, co-autor de (Sittin’ on) The dock of the Bay), bajo el sello Stax Records, son hoy artículos de colección.

 

La trágica muerte de Otis Redding, ocurrida el 10 de diciembre de 1967, dejó en shock a la escena musical de ese entonces. A pesar de haber sido uno de los artistas más influyentes de su tiempo, su recuerdo fue desapareciendo, poco a poco, del imaginario colectivo popular. Ni siquiera tuvo “la suerte” de fallecer un año después, con lo cual su nombre habría sido mencionado cada vez que se recordara al desafortunado “Club de los 27” (en el que están Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Amy Winehouse y Kurt Cobain). En aquel avión que se estrelló contra el lago Monona, en Wisconsin, iban también cuatro miembros de The Bar-Keys, su banda de apoyo para conciertos, jóvenes que no pasaban los 20 años.

 

Si quieren conectarse con la energía de Otis Redding, chequeen su participación en el Monterey Pop Festival, el 17 de junio de 1967, seis meses antes del accidente. El show completo fue editado en 1970, como Lado B de un LP titulado Historic performances, en el que el Lado A es el famoso show de Hendrix en el que quema su guitarra. Pero si lo que  buscan es relajarse un poco sin recurrir a la manoseadísima versión de Over the rainbow/What a wonderful world, ukelele en mano, del hawaiiano Israel Kamakawiwo’ole, siéntense conmigo, imaginariamente, en ese muelle de la bahía de San Francisco y escuchen, a todo volumen, (Sittin’ on) The dock of the Bay, una invitación a la tranquilidad y la sana pérdida de tiempo, mirando al horizonte, mientras acá abajo, en Perú, todo se quema.

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Música, Otis Redding

La primera vez que vi la carátula de este álbum de Jethro Tull fue a finales de los ochenta, cuando aun era un adolescente a punto de terminar la Secundaria. Lo encontré hurgando entre las cajas de vinilos de segunda mano que se vendían en las afueras de la Universidad Nacional Federico Villarreal (Av. La Colmena, Centro de Lima), a donde iba cada fin de semana, armado de lapicero y cuaderno, para anotar títulos, nombres de canciones, sellos, años, de aquellas bandas que uno conocía, en tiempos sin Google, Spotify ni YouTube, a través de las transmisiones nocturnas, cargadas de estática, del canal 27 UHF. Me impresionó, de entrada, la figura grotesca y amenazante del personaje central, una especie de jorobado de Notre Dame de ceño fruncido y sonrisa malévola.

 

Durante años estuve convencido de que el dibujo de ese viejo con pinta de pordiosero era un retrato del mismo Ian Anderson, el extravagante flautista de ojos enajenados y melena desordenada a quien había visto en múltiples repeticiones, en esas noches de clandestino desvelo rockero, tocando parado en una pierna, vestido de juglar del medioevo, en esos videos antiguos de programas como Top of the Pops o The Old Grey Whistle Test, cuando el mundo comenzaba a rendirse ante su extraña combinación de blues, rock, progresivo y folk de raíces británicas.

 

Pero no era así. Las imágenes de la portada, contraportada e internas del cuarto disco de Jethro Tull, que acaba de cumplir cincuenta años de su lanzamiento (marzo de 1971), son unas ilustraciones basadas en las fotografías que Jennie Franks, primera esposa de Anderson, había tomado a un anciano mendigo en Londres, cerca de uno de los puentes del Támesis. El artista norteamericano Burton Silverman fue el encargado de plasmar, en esos dibujos de estilo victoriano, la miseria y abyección del fotografiado, trabajo por el cual ganó 1,500 dólares. Cuentan los expertos que las acuarelas originales fueron robadas de las oficinas de Chrysalis Records.

 

Recuerdo pasármela escuchando una y otra vez Aqualung, de principio a fin, en un cassette pirata conseguido en algún mercado del Centro; tratando de sacar, en una desvencijada guitarra de madera, los arpegios preciosistas de Wond’ring aloud; y siguiendo las letras de cada tema, fotocopiadas del LP. Cuando salió, el músico que consolidó el ingreso de la flauta traversa al lenguaje sonoro del rock (algo que ya habían hecho Genesis y Chicago, aunque sin la agresividad del greñudo escocés) era un joven de 24 años, articulado y creativo, un rebelde con causa. Si yo tuviera un hijo de esa edad, preferiría mil veces que fuera capaz de escribir esta clase de metáforas poéticas y no las babosadas que, a los 27, sueltan actualmente tipejos como Bad Bunny o Justin Bieber.

 

En 1989, el año en que conocí Aqualung, Jethro Tull disfrutaba de sus quince minutos de fama en el music business, gracias a que ganó –de forma inexplicable para su legión de seguidores- el primer Grammy entregado a la mejor performance de hard-rock y heavy metal (¿?), por su décimo sexto álbum, Crest of a knave, derrotando a Ac/Dc, Jane’s Addiction y Metallica. Pero en 1971 no existían dudas sobre su estilo. Luego de tres alucinantes discos -This was (1968), Stand up! (1969) y Benefit (1970), el grupo se enriqueció con el ingreso, ya como miembro estable, del pianista y tecladista John Evan, amigo de Anderson desde los inicios de la banda en Blackpool, ciudad porteña al oeste de Inglaterra, allá por 1967. La banda la completaron entonces el bajista Jeffrey Hammond-Hammond (en reemplazo del original Glenn Cornick), el baterista Clive Bunker y el guitarrista Martin Barre.

Aqualung, el disco, llega al medio siglo de vida con una lozanía y vigencia contundentes. Es una pena que las nuevas generaciones sean incapaces de siquiera entrar en contacto con los temas que Ian Anderson plantea en estas once canciones, 40 minutos y algo más de controvertidas reflexiones sobre Dios y el impacto de la religión en las relaciones y vidas humanas. Contiene temas que pasan de lo acústico a lo eléctrico y orquestal, de manera equilibrada y madura, entre el hard-rock y la elegía folky, con protagonismo de flautas, pianos y guitarras acústicas en medio de descargas rockeras ancladas en el blues.

 

El tema central nos presenta a Aqualung, un anciano pobre, andrajoso y abandonado, que observa con malas intenciones a las niñas escolares, en medio de una ciudad industrializada y peligrosa. La segunda canción, Cross-eyed Mary, también trata de un personaje urbano asociado a los vicios sociales considerados hoy como «normales», una prostituta de ojos bizcos que “nunca firma contratos pero siempre está lista para el juego”.

 

Las letras de Anderson, aunque crudas, son cuidadosamente trabajadas, alejadas de cualquier viso de mal gusto. Poco a poco el álbum se va haciendo más complejo en cuanto a los mensajes, con cuestionamientos pesados respecto de la religión. My God, por ejemplo, es una poderosa crítica a los convencionalismos e hipocresías del Catolicismo a la que muchos fanáticos creyentes reaccionarían con violencia. En esa línea están también Hymn 43 –cuyo inicio tiene ciertos aires beatlescos- y Wind-up.

 

En lo musical, Anderson intercala su dinámico estilo en la flauta con una brillante y juglaresca guitarra en exquisitas piezas acústicas como Cheap day return -tema autobiográfico sobre su convaleciente padre-, Wond’ring aloud -sublime pieza romántica, una de las pocas canciones de amor escritas por Anderson-, Mother Goose, Up to me o Slipstream, con segmentos de cuerdas arreglados por su habitual colaborador David Palmer (hoy convertido en mujer, de nombre Dee), quien poco después también se uniría al grupo como integrante a tiempo completo.

 

Locomotive breath -que trata acerca del descontrolado crecimiento demográfico- se inicia con un excelente solo de piano bluesero de Evan mientras que la afilada Gibson Les Paul de “Sir Lancelot” Barre se luce en Cross-eyed Mary, Hymn 43, My God y por supuesto, en el riff de Aqualung, tema fundamental en el repertorio de Jethro Tull, que incluye uno de los mejores solos de guitarra de la historia del rock de todos los tiempos. El álbum, producido por Terry Ellis e Ian Anderson, se grabó en los estudios Island de Londres, al mismo tiempo en que Led Zeppelin grababa su emblemática canción Stairway to heaven. De hecho, Jimmy Page estuvo en la sala de controles, haciéndole muecas a Martin Barre mientras grababa, mientras Anderson, desesperado, rogaba porque su lugarteniente no se distrajera ante el saludo de tan famoso colega.

 

Aqualung apareció por primera vez en CD en 1996 y posteriormente, en el 2011, se lanzó una edición especial por su 40 aniversario, remezclada por Steven Wilson, que realza la calidad de las estructuras compositivas, arreglos y detalles que no se alcanzan a percibir en la mezcla original. A mitad de camino, en el 2005, Jethro Tull –que en ese año eran Ian Anderson, Martin Barre, Jonathan Noyce (bajo), Andrew Giddings (piano, teclados) y Doane Perry (batería)- lanzó una versión en vivo, en edición limitada, para recaudar fondos para diversas instituciones que protegen a personas sin hogar.

 

Cincuenta años después, Aqualung sigue siendo el álbum más vendido de Jethro Tull, con más de siete millones de copias alrededor del mundo y es considerado, con justicia, una obra capital del rock de los setenta. Luego vendrían las largas suites conceptuales -Thick as a brick (1972), A passion play (1973)-, y muchos otros títulos notables, pero este álbum representa, con su diversidad de temas y riqueza instrumental, el amplio rango de acción de Ian Anderson, que este mes de agosto cumple 74 años. Después de todo, estamos frente a un disco que es, en palabras del bajista Steve Harris -cuya banda, Iron Maiden, grabó un cover de Cross-eyed Mary en 1983- “un clásico, de fantásticas canciones y excelente actitud”.

 

LA DEL ESTRIBO: A finales del 2020, en preparación al 50 aniversario de Aqualung, el sello Analogue Productions, especialista en remasterizaciones de vinilos clásicos, lanzó una versión del LP especial para audiófilos, aplicando la tecnología UHQR (Ultra High Quality Record), una exquisitez para los amantes del sonido puro, con vinilos de alta calidad. El tiraje de 5,000 unidades se agotó de inmediato, a un precio base de $125. Quienes han tenido oportunidad de adquirirlo dicen que es una maravilla auditiva.

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«Cuando el hombre trabaja, Dios lo respeta. Pero cuando el hombre canta, Dios lo ama». Es una frase del célebre escritor indio Rabindranath Tagore (Premio Nobel de Literatura en 1913), que solía repetir Facundo Cabral, el entrañable trovador argentino, -y que levantaría las iras (no tan) santas de las seguidoras de Mayra Couto, quienes mandarían quemar, apoyadas por la simplonería dominante de las masas modernas, a Tagore, a Cabral y a Dios, en cualquiera de sus formas, por no haber usado para tan sensible adagio el absurdo “lenguaje inclusivo” que, según sus defensores, será la salvación para la mujer y la comunidad LGTBI. Una total falacia, por cierto, más falsa que promesa de campaña presidencial.

De hecho, Cabral debe haber sido el cantautor en español que más ha hablado de Dios, Jesús, la Biblia y la religión, sin aburrir a su auditorio. Había en su voz, en lo rotundo de sus reflexiones y lo austero de su imagen, una autenticidad más convincente que las cantaletas de autoayuda, repetitivas y casi marketeras de megaestrellas del pop evangélico como Jesús Adrián Romero o Marcos Witt.

Como continuación de una larga tradición histórica, que se remonta al uso litúrgico de composiciones corales en el siglo XI -los cantos gregorianos, que fueron reintroducidos al gusto popular, en los años noventa, por unos alemanes que se hacían llamar Enigma-, o a los oratorios sacros de Johann Sebastian Bach (La pasión según San Mateo, 1727) y George Friedrich Haendel (El Mesías, 1741), la religión también encontró su camino en las expresiones musicales populares y contemporáneas, en especial a partir de la década de los setenta, con la psicodelia y sus mensajes universales (paz, amor, libertad) como fondo perfecto para aludir a la vida de Jesucristo y conectarla con sus propios idearios sociales y artísticos.

El ejemplo definitivo de esto, por supuesto, es Jesus Christ Superstar, la transgresora ópera-rock que llevó a la fama al británico Andrew Lloyd Webber en 1970 con una producción que fue polémica y exitosa a la vez, en el siempre exigente circuito teatral de Broadway. Ambientada en Jerusalén, esta pieza de pop-rock psicodélico y orquestal fue, hasta hace unos años, muy popular entre los jóvenes que la representaban, de forma entusiasta, en grupos parroquiales durante la Semana Santa.

En estos tiempos dominados por el reggaetón balbuceante y las oligofrénicas coreografías del tándem Instagram/TikTok, es difícil pensar en adolescentes jugando –y aprendiendo, al mismo tiempo- a ser Jesús y María Magdalena, papeles que, en su momento, fueron interpretados por el vocalista de Deep Purple, Ian Gillan; e Yvonne Elliman, conocida por su exitazo disco If I can’t have you, composición de los Bee Gees. O por Camilo Sesto y Ángela Carrasco en la espectacular adaptación al español estrenada en 1975.

En 1971 apareció Godspell, con música del prestigioso compositor Stephen Schwartz –autor también de Wicked, uno de los musicales más taquilleros de la historia reciente de Broadway. Esta obra voltea aun más la historia de los Evangelios y la ubica en lugares emblemáticos vacíos de New York, con una troupé de personajes imaginarios que alternan con los bíblicos y que más parecen una mancha de hippies, vestidos de clauns, preparándose para ir al Festival de Woodstock. Aunque en su momento fue tan popular como Superstar, fue desapareciendo del imaginario colectivo hasta ser casi una obra de culto, solo para conocedores. Canciones como Day by day y Finale resumen el espíritu psicodélico combinado con esa aura cósmica de la plegaria musicalizada. Tanto Jesus Christ Superstar como Godspell tuvieron excelentes versiones cinematográficas, estrenadas una después de la otra en 1973.

Por esa misma época, en 1970-1971, el cantautor brasileño Roberto Carlos lanzó el single Jesús Cristo. La canción, tanto en español como en portugués, se convirtió en uno de los temas más conocidos del famoso baladista carioca. Mientras tanto, en Argentina, el cuarteto de hard-rock Vox Dei estrenó en 1972 una obra conceptual titulada La Biblia, de sonido rugoso y pesado. Este LP, el segundo del grupo, es considerado como un trabajo fundamental del rock en nuestro idioma. Aunque hoy prácticamente nadie sabe de su existencia, tuvo un ligero renacer en 1996, cuando Soda Stereo incluyó Génesis, tema que abre aquel disco, en su álbum en vivo Comfort y música para volar.

De manera gradual y casi imperceptible, la relación música popular-religión se fue diluyendo en cuanto a la aparición de obras conceptuales y grandilocuentes como las mencionadas. Lo que ocurrió, en cambio, fue la consolidación de la industria del pop-rock y las baladas evangelizadoras –tanto en inglés como en español, paralela a otros estilos. Tanto así que los Premios Grammy tienen, desde el 2015, una categoría para “Música Cristiana Contemporánea”, en la que participan tanto cultores del gospel tradicional como artistas de esta onda de nuevas alabanzas musicales.

Por otro lado, en el siempre cambiante mundo del pop-rock anglosajón, varios artistas no necesariamente relacionados a la religiosidad –aunque sí a diversos niveles de espiritualidad libre- han usado la figura de la vida pública de Jesús como metáfora para mensajes más mundanos. Podemos mencionar, entre otros, a bandas y solistas como Tom Waits (Jesus gonna be here, 1992), Depeche Mode (Personal Jesus, 1989), The Flaming Lips (Shine on sweet Jesus, 1990), Bruce Springsteen (Jesus was an only son, 2004), Manassas (Jesus gave love away for free, 1972), ZZ Top (Jesus just left Chicago, 1973), Soundgarden (Jesus Christ pose, 1991) o Queen (Jesus, 1973).

De estos temas, quizás el más representativo sea Jesus is just alright, un gospel de 1966 que la banda de blues-rock The Doobie Brothers incluyó en su segundo disco, Toulouse Street (1972) y fue uno de sus grandes éxitos. En nuestro idioma, Cómo no creer en Dios (1977), del portorriqueño Wilkins o las salsas de Héctor Lavoe e Ismael Rivera Todopoderoso o El Nazareno (ambas de 1974) usan también la fe como tema central. Y si hablamos de salseros cristianos, no podemos dejar de mencionar a Richie Ray y Bobby Cruz, que dieron un giro a las letras de sus clásicas descargas para entregarlas al Señor, y así redimirse de una vida azarosa asociada a la adicción y el desenfreno. Los fariseos (1982) y Nabucodonosor (1983) son dos de sus éxitos en esa línea ecuménica.

En lo relacionado a bandas sonoras, hay tres particularmente notables: Jesús de Nazareth (1977), La última tentación de Cristo (1989) y La pasión de Cristo (2004). Sus compositores -Maurice Jarre, Peter Gabriel y John Debney- construyeron estremecedoras piezas que funcionan, en sí mismas, como desafiantes experiencias sonoras. Por su parte, Miklós Rósza y Elmer Bernstein escribieron extensas partituras sinfónicas para dos clásicos que todos veremos, de nuevo, en la televisión este fin de semana: Ben-Hur y Los diez mandamientos, ambas de 1959. Para incomodar al establishment del clero, nadie mejor que el sexteto de humoristas británicos Monty Python, que cierran su hilarante Vida de Brian (1979) con el silbido optimista de Always look on the bright side of life, cantada por decenas de agonizantes crucificados. Una escena inolvidable.

Pero si de novedades se trata, en el 2019 apareció Jesus Christ The Exorcist, una suite interpretada por ensamble de rock, orquesta y coros. El compositor de esta obra inspirada en Jesus Christ Superstar es el experimentado y prolífico multi-instrumentista norteamericano Neal Morse, un “cristiano renacido”. Con un elenco de estrellas del prog-rock moderno, es un contundente testimonio de la fe de su autor, muy conocido entre los fans de este estilo por su trabajo con Spock’s Beard, Transatlantic o The Neal Morse Band. Aunque es difícil que se convierta en un clásico dadas las condiciones actuales de la industria musical, se trata de una opción estimable si quieren escuchar algo distinto esta Semana Santa.

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Facundo Cabral, Música

Desde que entré en contacto con estas revistas británicas, hace casi una década, me hice adicto a ellas. La oportunidad de tenerlas entre manos me la dio una persona muy especial, conocedora de mis más queridas (y sanas) obsesiones, quien aprovechó un viaje a Londres para ponerlas al alcance de este empedernido melómano limeño.

 

Algunas de estas publicaciones son la continuación de una larguísima tradición editorial y periodística que nació junto con la Invasión Británica y la explosión del blues británico que convirtió al Soho en el barrio musicalmente más vibrante de Europa, mientras que en San Francisco y New York se desarrollaban, hirviendo en LSD, la psicodelia y el hippismo.

 

Otras, de aparición más reciente, conservan a pesar de ello el espíritu original de aquellas revistas pioneras dedicadas íntegramente a la música. La vigencia, en Europa y, especialmente, en el Reino Unido, de medios escritos con más de 60 años de existencia al lado de sus herederas, hermanas y primas lejanas constituye una clara señal de la receptividad que tiene este tema, ya que cuentan con un público interesado, tanto en aspectos históricos como en la actualidad de la escena de música popular contemporánea –rock, pop, jazz y derivados.

Si nadie las comprara, si a nadie le interesara lo que ocurre en el vasto universo musical que se mueve al margen de lo convencional, las revistas más antiguas habrían desaparecido hace tiempo y ningún colectivo de editores, periodistas y conocedores se arriesgaría a invertir en una nueva, pues probablemente no pasaría del segundo número. Su cobertura se mantiene separada de la avalancha de superficialidades, más comerciales y menos trascendentes –por ejemplo, la retahíla de bodrios que actuaron en la última ceremonia de los Premios Grammy la semana pasada, con la honrosa excepción de Black Pumas, una banda a la que más de uno debería prestar atención.

Estas publicaciones son, realmente, de alto nivel. Están prolijamente editadas, muy bien escritas y claramente definidas con respecto a los temas que abordan, lo cual les garantiza una lectoría comprometida y siempre cautiva, esperando más.

 

El caso más notable, entre las revistas (ya no tan) nuevas es el de Classic Rock Magazine. Se edita desde 1998 con muchísimo éxito, tiene un website alucinante para cualquier amante del rock clásico en todas sus formas y colores, acompaña cada número con un CD de colección y además, se da el lujo de lanzar subproductos como Prog, dedicada exclusivamente al rock progresivo que, hace poco celebró su #100 con una edición de lujo, hoy inubicable. O Metal Hammer, legendaria publicación sobre metal y hard-rock que ya pasa las tres décadas de vida, y que actualmente forma parte del mismo grupo editorial de Prog y Classic Rock. La frecuencia de las tres es mensual y, para quienes no pueden conseguir las ansiadas versiones impresas –que se agotan rápidamente- pueden suscribirse a sus excelentes páginas web.

 

¿Se imaginan? Finas revistas de 60 páginas que, semanal o mensualmente se ocupan de todo lo que ocurre en el género de tu preferencia, desde lo más reciente hasta lo más antiguo, con el mismo nivel de detalle y respeto por la información en ambos casos. Reportajes de colección sobre discos lanzados hace 40 o 45 años, amplias entrevistas a los personajes más importantes de cada época (músicos, cantantes, productores, compositores), comentarios y notas del circuito local de conciertos, reseñas de libros, documentales y DVD, etc.

Otro ejemplo. Vintage Rock es un lujo para cualquier interesado en saber todo acerca de los albores del rock and roll. La edición #48 se centra en Little Richard, fallecido recientemente, y contiene una serie de noticias, análisis, entrevistas, recuerdos y fotos de una riqueza documental difícil de superar. Curiosamente, esta publicación, que solo cubre la escena musical comprendida entre 1950 y 1960 y sus ramificaciones hasta el día de hoy (festivales de rockabilly y surf-rock de garaje en el siglo XXI, nuevas bandas que conservan el espíritu de esos años), es la de más reciente aparición (el #1 apareció entre el 2012 y 2013).

Y no son las únicas, desde luego. Entre las más conocidas podemos mencionar las de jazz y fusión (The Wire), música clásica (Classical Music Magazine), heavy metal (Kerrang! que se edita desde 1981), de punk, alternativo e indie (Q, Sounds). Están las emblemáticas Melody Maker, BBC Music, NME, etcétera, etcétera, etcétera, para todos los gustos y fanatismos extremos. Y, por supuesto, Uncut, un material de lujo para cualquier investigador interesado en la evolución del rock.

 

Periodistas que conocen cada género al detalle, fotógrafos que inmortalizan cada escena, sea en un bar de baja calaña o en el Royal Albert Hall. Editores, correctores, diseñadores gráficos y webmasters que viven a diario el mundo de la música, dándole la relevancia que tiene y no considerándola un simple accesorio de iPad, un asunto de modas, negocios paralelos y ventas millonarias. Hoy, que vivimos sin conciertos ni festivales a causa de la pandemia, sus páginas no dejan de llenarse pues existe mucha información y, por lo menos en esas latitudes, mucho público dispuesto a seguir disfrutando de tan gratificante esfuerzo periodístico y amor por la música como expresión artística y referente social.

 

Naturalmente, esta riqueza de publicaciones temáticas (que también se da en otras disciplinas y profesiones) necesita, para subsistir, un público consumidor fiel que justifique su existencia. La certeza de que eso no es posible en nuestro país es tan aplastante que me termina deprimiendo.

 

He visto cómo pundonorosas publicaciones, que trataron de darle dignidad a la cultura musical (local y extranjera), languidecieron y se perdieron en el más oscuro olvido, condenadas siempre a esa apariencia marginal, con ediciones de contenidos valiosos pero mal impresos y peor diagramados. Pienso en Esquina, Caleta, Freak Out!, 69, Interzona y demás esfuerzos que no pasaban de ser fanzines, no tanto por la intención de ir contra lo establecido sino por no tener presupuesto para hacerlo mejor y que tiraron la toalla debido a que no hubo suficientes lectores ni anunciantes que las mantengan vivas. Pelo, en Argentina; y Rock de Lux, en España, sacaron la cara por Hispanoamérica (solo por mencionar dos casos). Pero hoy ya no existen.

Aquí, la cosa se limita a dos páginas en El Comercio, una que otra crónica ocasional, notas de relleno, fotos sacadas de internet y comentarios inflados de discos sin valor, como los que se llevan los Grammy últimamente. O uno que otro grupo en Facebook que preserva el respeto por la historia y lo mejor de las escenas actuales, pero siempre de manera limitada y, hasta cierto punto, marginal.

 

Pensé en todo esto mientras revisaba una edición de Classic Rock del año 2018, 80 páginas dedicadas exclusivamente al 30 aniversario del álbum Appetite for destruction de Guns N’ Roses. Mientras, veía en la televisión cómo una pandilla de malaspectosos reggaetoneros y raperas, o de insulsos personajes como Billy Eilish y Harry Styles, se celebraban a sí mismos en los Premios Grammys sin saber que nadie los recordará en la misma cantidad de tiempo. Cuando vi la ceremonia, tan encanallada y mezquina que solo dedicó 15 segundos de sus 3 horas de duración para “homenajear” a Eddie Van Halen, sentí que, literalmente, ese segmento para recordar a los grandes músicos muertos el 2020 representa, más que una remembranza, el certificado de fallecimiento de la buena música.

 

«Las carreteras correrán solas, buques y aviones en pelotón y las corvinas, sobre las olas, nadarán fritas con su limón». Siempre, en cada proceso electoral peruano -sea para elegir Presidente/Congresistas o Alcaldes/Gobernadores Regionales- resuenan en mi cabeza estos versos que, con socarrona chispa criolla, grabó el recordado «Carreta» Jorge Pérez, en su etapa como cantante del dúo Los Troveros Criollos, allá por 1954.

Ese valsecito picado, compuesto por la poeta y periodista limeña Serafina Quinteras (1902-2004) -madre de Blanca Varela, nada menos- hace casi setenta años, lleva por título Parlamanías y es, por supuesto, una aguda y graciosa burla de todas las ridículas promesas que suelen hacer los candidatos para llegar al poder. «Haremos casas de ochenta pisos, ómnibus nuevos ¡más de cien mil!» secunda entusiasta Luis Garland, el otro trovero, para complementar al «Carreta» que en la primera estrofa anuncia que, con sus «mil planes de todo tamaño, de todo calibre, de toda extensión y gracias al rey mago, vueltas de campana dará la Nación».

Pero esta vez es diferente. Lamentablemente, las múltiples indigencias -intelectuales, ideológicas, lingüísticas y, las peores de todas, las espirituales- que exhiben (casi) todos los aspirantes a la Presidencia del Perú en estas elecciones del Bicentenario hacen que uno deje de sonreír, incluso recordando la mencionada cancioncita que, por cierto, nadie propala en radios criollas en estos días a pesar de su aplastante vigencia, merced de una ingeniosa y palomilla letra que podría funcionar como antídoto de buen humor ante tanto descaro.

Y es que una revisión ligera de este elenco de extras, algunos con un poco más de experiencia que otros sobre las tablas del teatro de máscaras que es la politiquería local, produce tanta rabia, frustración y vergüenza que ya no basta el escapismo que nos ofrece nuestra tradición musical, tan pródiga en salidas jocosas para todo tipo de situaciones. Pero si nos fijamos, hay una enorme cantidad de canciones, de todo género y época, que podemos dedicarles a nuestros abnegados aspirantes al sillón presidencial que, en esta campaña tan corta, vienen alcanzando picos nunca antes vistos de ridiculeces y bajezas.

A veces me pregunto, ¿acaso soy el único peruano que siente deseos de callar a Acuña, a Urresti, a Forsyth o a De Soto con The five year plan, clásico de 1987 de D.R.I., el políticamente incorrecto cuarteto tejano de thrash y hardcore? ¿Soy el único que quiere subirle el volumen al máximo a God hates us all (Slayer, 2001) para que los gritos blasfemos de Tom Araya silencien las peroratas fanáticas de López Aliaga, de Arana, de Beingolea, de Keiko? ¿No dan ganas de vestir cada entrevista, reportaje o comercial de Guzmán, Salaverry, Lescano, Mendoza o Humala con las divertidas notas de Mentira (álbum Clandestino, 1998) del gitano trashumante Manu Chao? ¿Nadie más que yo se pone a tararear el tema central de Los Pitufos (Hoyt Curtain, 1981) cuando escucha, de casualidad, apellidos como Santos, Vega Antonio, Cillóniz, Gálvez, Alcántara, Castillo, asociados a noticias electorales?

A riesgo de «oler a espíritu adolescente» como el título de aquel himno grunge que vociferaba Kurt Cobain en 1991, declaro mi absoluto desprecio por el presente proceso electoral. Y cuando imagino alguna banda sonora para acompañar los rostros contrahechos y los discursos retorcidos, las palabras y promesas vacías de los candidatos, los “debates” en los que brillan más las chavetas que las ideas, las preguntas insulsas de periodistas jóvenes que no tienen lo que hace falta para exponer a los embusteros y los análisis y entrevistas grandilocuentes de los programas dominicales, expertos en no llamar a las cosas por su nombre; pienso más en las diatribas lisurientas de los vascos de La Polla Records que en esos jingles de América TV, Canal N o Frecuencia Latina que pretenden hacer que esta campaña caricaturesca suene a rally norteamericano entre demócratas y republicanos y no al circo de horrores que es.

 

Pero si de rock en nuestro idioma se trata, podemos acudir a La marcha de la bronca, aquel himno de protesta compuesto en 1970 por Miguel Cantilo, pionero del rock gaucho, para el primer LP del dúo Pedro y Pablo –que completaba Jorge Dieritz. O a Los Prisioneros. Jorge Gonzáles, líder indiscutible del trío chileno, escribió canciones como Nunca quedas mal con nadie (1984), ¿Por qué los ricos?, Quieren dinero (1986) o Usted y su ambición (1987), que podríamos dedicar a cualquiera de los candidatos, en especial los de corte empresarial y ultraderechista.

«El problema, señor, será siempre sembrar amor», cantaba el cubano Silvio Rodriguez (álbum Rodríguez, 1998) después de reflexionar, en el marco de una desolada melodía arrancada a su preciosista guitarra acústica, sobre las cosas que aquejan al mundo, como la política rapaz, la religión, la incomunicación, las revoluciones fallidas. Y si a alguien le da urticaria la mención al cantautor del castrismo, entonces le propongo A quien corresponda del catalán Joan Manuel Serrat (álbum En tránsito, 1982), una carta abierta al Dios de su preferencia en la que le reclama, entre otras cosas, «que el mar está agonizando, que no hay quien confíe en su hermano, que la tierra cayó en manos
de unos locos con carnet».

Y así, entre trovadores, metaleros extremos y dibujos animados, la campaña con sus encuestas, los mohínes disforzados de sus personajes de ocasión -que van desde impostadas sonrisitas hasta fingidas indignaciones y abiertos cinismos-, se va oscureciendo hasta acercarse a su verdadera dimensión: un agujero negro de naderías y lugares comunes con la coral Ave Satani, compuesta por Jerry Goldsmith para el clásico film de terror La Profecía (Richard Donner, 1976) de fondo, la misma que, dicho sea de pasada, identificaba en ciertos programas cómicos al Alan Damián que padecimos en dos ocasiones (1985-1990 y 2001-2006).

Pero si se trata de describir con precisión de cirujano la pobreza de la política local y mundial, ninguna canción supera a Cambalache, un tango compuesto por Enrique Santos Discépolo (1901-1951) y popularizado por el uruguayo Julio Sosa (1926-1964) en los años cincuenta, la misma década en que Los Troveros Criollos lanzaron las Parlamanías. Mi generación conoció el genial libelo argentino gracias a Juan Ramírez Lazo, legendario hombre de radio que lo ponía todos los días al iniciar su programa de noticias en las recordadas estaciones de AM y FM Radio Victoria y Radio Cora.

Es difícil, casi imposible, encontrar expresiones musicales nativas que describan la desazón política actual sin necesidad de caer en el insulto subte, con excepciones como el primer álbum de La Sarita de 1999 (Más poder, ¿Qué pasa?) o el cantautor Jorge Millones quien, en discos como Crítica de la miseria pura (Kskabel Producciones, 2014) lo hace con cierta imaginación y moderado lenguaje, aún cuando su relación conyugal con una de las candidatas en carrera sea, para muchos, más que suficiente para cuestionar su imparcialidad.

Quinteras escribió Parlamanías quizás pensando en el Apra y la Unión Nacional Odriísta. O en el Parlamento del gobierno inconcluso de Bustamante y Rivero. Pero sus estrofas le van como anillo al dedo a nuestra actualidad: «Vamos al Congreso a hacer firuletes, una vida nueva vamos a empezar. Vamos a rajarnos hasta los juanetes, no defraudaremos la fe popular». ¿Le suena familiar?

BONUS TRACK: En su espectáculo de 1999 Unen canto con humor, el extraordinario conjunto humorístico y musical de instrumentos informales Les Luthiers hacen un retrato fidedigno de cualquier candidato a la Presidencia, en su rutina Vote a Ortega. Dicen en la presentación: «… el doctor Alberto Ortega siempre supo poner por encima de los mezquinos intereses partidistas, los supremos intereses personales; porque cada vez que lo creyó necesario, no vaciló en dividir a su propio partido, hasta convertirlo en el más partido de todos; porque es un prohombre respetado por propios y ajenos, insobornable custodio de lo propio, inflexible amigo de lo ajeno, y por último, porque es incapaz de una traición, es incapaz de una falsa promesa, es básicamente incapaz». Cambie usted “Dr. Abelardo Ortega” por el candidato de su preferencia y listo.

 

La historia de la música popular está repleta de personajes femeninos notables, en cualquier época o género. Desde las más amables y convencionales hasta las más revulsivas y extremas, las mujeres han ganado, a pulso, el respeto e importancia que merecen en el music business.

 

A veces con mucho talento y creatividad y otras, imponiéndose a través de la cosificación voluntaria y la comercialización de su imagen, conscientes de que “el mundo de los hombres” recompensará con admiración masiva (likes) y dinero (ventas), esa vocación por el exhibicionismo que va en desmedro de décadas de luchas feministas en búsqueda de reconocimiento como seres humanos, para que sean vistas como ciudadanas y no meros objetos de reproducción o placer masculino pero que, a un tiempo y de manera paradójicamente retorcida, les da la confianza e independencia económica que reclamaban sus predecesoras.

 

Antes de que Cyndi Lauper, colorida y arrebatada, le gritara a la generación MTV que las chicas solo querían divertirse (Girls just wanna have fun) o Pat Benatar, comandando una coreografía de aguerridas muchachas, declarara al amor como un campo de batalla (Love is a battlefield), el mundo ya había escuchado suficientes voces femeninas como para creer que esos manifiestos libertarios eran una novedad. Sin embargo, su impacto fue definitivo para configurar el nuevo perfil de la mujer dentro de los parámetros del pop-rock ochentero. Lauper y Benatar, ambas de 30 años en aquel lejanísimo 1983, condensaron el sentir de un sector de mujeres que no entendían muy bien la postura ambigua de Madonna, agresiva en su rol de mujer libre pero a la vez jugando con clichés clásicos del mundo machista (la novia virgen, la femme fatale, Marilyn Monroe). Paralelamente, músicas como Tracey Chapman, Annie Lennox o Kate Bush daban muestras de una sensibilidad artística más profunda y diferente.

 

Pero el protagonismo femenino en la música popular contemporánea es mucho más antiguo y está marcado por el dolor, la enfermedad, la adicción y el activismo. Pensar en las historias de extraordinarias cantantes de jazz como Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Nina Simone o Dinah Washington quienes, a pesar del éxito que tuvieron en su momento, lidiaron todo el tiempo con una doble discriminación –eran mujeres y eran negras- y desarrollaron sus luminosos talentos en lúgubres nightclubs, expuestas a toda clase de riesgos, nos da una leve idea de esta situación. Nadie podía negar su gran calidad artística pero, al mismo tiempo, nunca gozaron de la popularidad de hombres blancos como Frank Sinatra, Dean Martin o Tony Bennett. Aretha Franklin, otra gran mujer afroamericana, dio un paso más allá y acercó las exigencias de respeto a públicos masivos través del gospel y del soul, géneros en los que reinó con absoluta maestría.

 

En la década de los años treinta, una cantante francesa de corta estatura y poderosa capacidad vocal personificó el dolor femenino musicalizado. Nos referimos, por supuesto, a Édith Piaf, “la pequeña gorrión”, redescubierta hace algunos años en una excelente biopic protagonizada por Marion Cotillard y que lleva por título el nombre de su canción-emblema La vie en rose (1947). Junto a Marlene Dietrich (Alemania) y Josephine Baker (EE.UU.), Piaf representa ese estilo que va de lo sofisticado y elegante a lo sufrido y profundo, desde sus respectivas idiosincrasias e historias personales. Lo cierto es que, aun en épocas en que la mujer batallaba por convencer al mundo masculino de que también tenía derechos, muchas de ellas encontraron en la música –más que en la literatura o en la actuación- el mejor vehículo para soltar todo lo que llevaban dentro.

 

Nuestra música también ha sido bastión de muchas talentosas mujeres, y no es cosa reciente. Pensemos, por ejemplo, en intérpretes como Jesús Vásquez, las hermanas Graciela y Noemí Polo (Las Limeñitas), Esther Granados y compositoras como Chabuca Granda o Alicia Maguiña. Una segunda generación de criollas incluye a Lucha Reyes, Edith Barr, Lucila Campos, Tania Libertad, Cecilia Barraza, Cecilia Bracamonte, Lucía de la Cruz. O las exitosísimas Eva Ayllón y Susana Baca, surgidas hace más de treinta años y aun vigentes y activas. En el terreno del folklore también tenemos influyentes voces femeninas: Yma Súmac, Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, todas portadoras, de manera directa o indirecta, de un potente mensaje de empoderamiento femenino, tanto desde las que hacían catarsis por problemas y desamores, cuando no maltratos, hasta las que cantaban sobre cualquier otra cosa. El solo hecho de saltar a la palestra en una escena dominada por hombres era ya bastante significativo. Y lo sigue siendo.

 

Astrud Gilberto, Elis Regina, Gal Costa y María Bethania fueron, en Brasil, las madres fundadoras de un canto orgánico, entre lo tribal y lo romántico, que tuvo repercusión en décadas siguientes con artistas como María Rita, Bebel Gilberto, Ivete Sangalo y Marisa Monte. Las boleristas Toña La Negra, La Lupe y Olga Guillot pusieron en su sitio a más de un abusivo. En Argentina, Leda Valladares y María Elena Walsh acunaron a Mercedes Sosa. En Chile, Violeta Parra impuso su sencilla y a la vez profunda poesía y canto social. En España y el resto de Latinoamérica, baladistas de todo calibre hicieron sentir sus voces en un género que parecía exclusivo de hombres: Valeria Lynch, Ángela Carrasco, Massiel, Rocío Jurado, Amanda Miguel. Y desde Italia, Rafaella Carrá combinó música y vedettismo con inusitada desfachatez, a finales de los setenta.

 

En esa misma época, las divas del disco, capitaneadas por Donna Summer, abrieron el camino con una equilibrada combinación de talento, sensualidad y sofisticación. A diferencia del grotesco exhibicionismo de hoy -representado por Shakira, Jennifer López, Beyoncé, las hijas y alumnas de Britney Spears y todas las reggaetoneras- estas intérpretes conectaron la larga tradición del gospel y el soul con el funk e incluso los musicales, con Barbra Streisand a la cabeza. Whitney Houston, Mariah Carey (en su primera época) y Celine Dion continuaron con esa tradición de mujeres de inagotables recursos vocales.

 

En el mundo de la música  clásica también abundan las mujeres notables: la pianista argentina Martha Argerich, las sopranos Montserrat Caballe (España), Maria Callas (Grecia), o la cellista británica Jacqueline du Pre, cuya conmovedora  historia, marcada por la enfermedad de Gehrig, que le arrebató la vida prematuramente, a los 42 años, acaba de ser llevada exitosamente al ballet por la compañía del Royal Opera House de Londres; son solo algunos nombres que vienen a mi memoria. Hay más, por supuesto.

 

Volviendo al universo del pop-rock y sus diversas vertientes, como género de alcances e influencias globales, la lista de mujeres destacadas es extremadamente larga y diversa. Desde las pioneras Bessie Smith, Wanda Jackson o Sister Rosetta Tharpe hasta Beth Hart, Susan Tedeschi o Amy Winehouse, la presencia de la mujer ha sido siempre vital y arrolladora.

 

Pensar, por ejemplo, en personalidades tan fuertes y talentos tan fascinantes como Janis Joplin, Grace Slick, Joan Baez, Tina Turner, Joni Mitchell o Diana Ross es remitirse a las épocas del flower-power y las luchas sociales. En los setenta surgieron Karen Carpenter, Olivia Newton-John, las hermanas Ann y Nancy Wilson, Heart, cuyo influjo llegó hasta la década siguiente; como también ocurrió con el tándem Stevie Nicks/Christine McVie, compositoras y cantantes de alto vuelo en Fleetwood Mac.

 

De Inglaterra surgieron algunas de las figuras femeninas más bizarras de todos los tiempos: Desde Genesis P-Orridge, del colectivo electro-industrial Throbbing Gristle; Siouxsie Sioux, la madre de la onda gótica, líder de The Banshees; hasta el reggae punkie de The Slits o el desgarro rockero de PJ Harvey. En Norteamérica no todo es Demi Lovato y Lady Gaga, por cierto. Si no escuchemos a Patti Smith, Debbie Harry o The Runaways, una aplanadora de hard-rock de la cual salieron dos megaestrellas del rock femenino: Joan Jett y Lita Ford. O las Bangles, cuya bajista Michael Steele fue una Runaway también, que cosechó éxito en los ochenta con su sonido influenciado por The Byrds. Y si de posturas más extremas se trata, busquen en YouTube Crypta, un cuarteto de thrash femenino liderado por la bajista y gritante Fernanda Lira (ex integrante de Nervosa) quien, en sus ratos libres, canta temas de Astrud Gilberto e Etta James.

 

En cuanto a las instrumentistas, desde Carol Kaye, legendaria bajista de sesiones que ha trabajado con los Beach Boys, Nancy Sinatra, Frank Zappa, entre otros; hasta las australianas Orianthi Panagaris, Tal Wilkenfeld, virtuosas de la guitarra y el bajo, respectivamente –la primera conocida por su trabajo con Michael Jackson y la segunda, con Jeff Beck-, la lista también es interminable. Puede ser el soul de Alicia Keys, la nueva era de Loreena McKennitt o el jazz de Diana Krall, el poder femenino en la música es innegable y de gran riqueza y variedad.

 

No podemos cerrar este homenaje a la mujer música sin mencionar a Björk, la innovadora alienígena que llegó desde Islandia, a mediados de los noventa, pletórica de creatividad, actitud irreverente e ilimitada capacidad expresiva para construir un universo paralelo cuya femineidad no admite discusión y se opone diametralmente al barato exhibicionismo de Katy Perry, Cardi B y afines.

POST-DATA: La organización internacional CARE, que desde 1945 trabaja realizando campañas para aliviar la pobreza y combatir toda clase de abuso y discriminación, ha unido a dos extraordinarias cantantes de generaciones diferentes, Chaka Khan -una de las artistas más destacadas de soul, R&B y jazz, activa desde los años setenta- e Idina Menzel -estrella de los musicales de Broadway, protagonista de la laureada Wicked y voz de Frozen- para grabar el clásico I’m every woman, que Khan convirtiera en éxito mundial en 1978. El video muestra a mujeres de todo el mundo celebrando el Día Internacional de la Mujer. La campaña, bajo el hashtag #ImEveryWoman, enfatiza la importancia de proteger a aquellas mujeres, niñas y adultas, que sufren, con una canción que celebra su valor y resalta la autoestima femenina. Pueden ver el video aquí:

 

 

Parece mentira, pero encontrar música no convencional, que sea estimulante, diferente, en estos tiempos de YouTube, Spotify y Netflix es tan difícil como lo era hace 35 años, cuando las únicas fuentes de información que teníamos eran los medios alternativos, los piratas de la Av. Colmena y los canales 27 y 33 UHF.

Y la razón es la misma: el monopolio del mal gusto y la baratura que se ejerce desde los canales formales de difusión masiva que, para mantener la lógica de lo que sea comercialmente rentable a la primera y en el mayor volumen posible, privilegian los sonidos repetitivos, homogéneos del reggaetón, la cumbia y el latin-pop; promueven el consumo exclusivo de las cantaletas de moda para la fiesta, la juerga interminable y el “glamour” farandulero de lujos materiales y satisfacción de pulsiones primarias.

Los medios masivos, tanto los tradicionales como sus versiones online, se fijan a diario hasta en la última morisqueta de J. Lo o la nueva visera de Nicky Jam pero desprecian, desconocen e invisibilizan la existencia de otros universos sonoros, menos epidérmicos y superficiales, que exploran emociones y exigen un mínimo de inteligencia para ser entendidos. Eso no vende pues, eso no le gusta a la gente.

Solo a través de las revistas especializadas que se siguen editando en Inglaterra y Estados Unidos -y a algunos grupos de redes sociales nacionales e internacionales- uno puede enterarse de qué está pasando en la vanguardia mundial, más allá de los límites del pop-rock gringo que imponen las emisoras dedicadas a la categoría «anglo» (con la excepción honrosa de Doble 9, por supuesto), para las cuales solistas como Lady Gaga o Lana del Rey son lo más arriesgado que ha surgido en los últimos veinte años y grupos como Maroon 5, Muse o Coldplay son tan clásicos como Toto, Led Zeppelin o The Police.

A través de una de esas publicaciones de alta calidad gráfica y periodística (ojo, no son fanzines de bajo presupuesto, marginales) conocí a iamthemorning -así, todo junto y en minúsculas-, un dúo ruso que ya lleva más de una década produciendo música etérea y fantasmal, mezcla de la oscura sensibilidad de Tori Amos y la musicalidad virtuosa de Rick Wakeman.

Marjana Semkina (voz, guitarras acústicas y eléctricas) y Gleb Kolyadin (pianos, teclados) comenzaron su camino artístico en San Petersburgo, en el año 2010 y, desde entonces, han acumulado elogios y seguidores entre el público adulto-contemporáneo amante del rock progresivo pero también entre las comunidades universitarias que disfrutan del llamado «pop barroco», rótulo que suele aplicarse a un amplio y diverso rango de artistas, desde los escoceses Belle & Sebastian (bastión de los hipsters limeños) hasta la canadiense Loreena McKennitt.

El sonido de iamthemorning no puede, sensu stricto, ser considerado algo nuevo. De hecho, tiene más conexiones con la música de cámara, de salón decimonónico, que con las nuevas tendencias del prog-rock, género en el que se les suele ubicar. Gleb Kolyadin (31) es un pianista de formación académica que, en sus ratos libres, compone piezas sinfónicas para teatro y, hasta antes de la pandemia, se ha presentado como concertista de frac y corbata michi. Y Marjana Semkina (30) escribe historias lúgubres y decadentes, con referencias a la literatura victoriana y exploraciones psicológicas sobre la depresión, la tristeza y la muerte. Pero como ocurre en otras artes, la recuperación y uso de elementos del pasado, cuando se hace con creatividad, adquieren un perfil novedoso ante la falta de contenido de lo más moderno.

Para entender el rollo musical de iamthemorning, hay que despojarse de los prejuicios que forman el concepto masivo de lo que es pop y buscar la conexión con esas emociones dormidas, no todas positivas o luminosas, de las que normalmente queremos escapar. A primera escucha estas canciones pueden sonar lentas y aburridas pero esconden, en los entresijos de sus compases, extrañas melodías y progresiones inspiradas tanto en la música clásica como en compositores minimalistas de la vanguardia contemporánea (Philip Glass, Steve Reich). Música pop para mentalidades que buscan trascender lo cotidiano.

Luego de lanzar de manera independiente su primer disco en el año 2012, titulado ~, el dúo recibió el apoyo del multi-instrumentista, productor y líder de Porcupine Tree, Steven Wilson, una de las personalidades más influyentes del rock progresivo actual, quien los contrató para su sello discográfico Kscope Records, con quienes grabaron tres álbumes, Belighted (2014), Lighthouse (2016) y The bell (2019). En diciembre del 2020, la banda lanzó un EP titulado Counting the ghosts, cuatro canciones navideñas “para celebrar el fin de un año terrible”.

En el camino, el pianista Gleb Kolyadin lanzó su primera producción como solista con una banda integrada por legendarios músicos como Gavin Harrison (batería, Porcupine Tree/King Crimson), Steve Hogarth (guitarra, Marillion), Theo Travis (vientos, Gong/The Steven Wilson Band), Jordan Rudess (teclados, Dream Theater) y Nick Beggs (bajo, también de la banda de Wilson y ex integrante del grupo ochentero Kajagoogoo, que en 1983 triunfó mundialmente con la canción Too shy).

La mejor manera de escucharlos es a solas y con audífonos. En su perfil de BancCamp iamthemorning (bandcamp.com) están disponibles todos sus discos, sin interrupciones. Y, si quieren hacerlo gratuitamente, en YouTube, aunque tengan que aguantar los odiosos avisos de Claro, Telefónica o TikTok. Una buena puerta de entrada es Ocean sounds (2018), DVD en vivo desde un estudio en Giske, un pequeño y solitario pueblo de Noruega, con grandes ventanales que permiten ver el paisaje nórdico en toda su espectacular belleza. Semkina y Kolyadin son acompañados en esta tocada intimista por los músicos Karl James Pestka (violín), Guillaume Lagravière (cello), Joshua Ryan Franklin (bajo) e Evan Carson (batería, percusión). Canciones como Inside, 5/4 o To human misery valen la pena hacer la prueba.

Que no nos engañe su aspecto lánguido e infantil. Estos jóvenes llegan desde la fría y monumental Leningrado, la misma ciudad que vio nacer a Dostoievsky, Pushkin y Rimsky-Korzakov, para espiar nuestra interioridad, hurgar entre sus pliegues anestesiados por los ruidos urbanos y las noticias de baja calaña de la política local; para ver si todavía queda algo por conmover allí dentro, y así romper con esa distracción que nos aleja de nuestras propias emociones, muchas de las cuales no son tan divertidas como aseguran la publicidad y los artistas de moda.

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