David Roca

De dónde salen los castillos y los cerrones

En un tweet que mostraba a manifestantes de la marcha contra el gobierno de Pedro Castillo, en Lima en 2022, gritando consignas racistas, uno de los comentarios – por un hombre mayor, de tez blanca y aspecto europeo – declaraba, con buena fe, su sorpresa porque los manifestantes que le gritaban “¡Fuera serrano de m …!” a Castillo, no tuvieran la tez clara como la suya. Era como un meta-racismo inadvertido, el culmen, la negación absoluta del otro al que se le cierra candado al mundo que excluye, y al que solo con tez blanca puedes pertenecer.

Y, sin embargo, la extrema derecha ya ha encontrado coartada para albergar en sus filas a las mayorías que no parecen europeas, blandiendo el cuadro del Inca Garcilaso de la Vega, y en algunos contextos junto a la Cruz de Borgoña. Lo que no es novedad tampoco. El hispanismo histórico, del conservador Riva Agüero hasta el liberal Porras y herederos, es decir todos los matices, siempre ha enaltecido la figura de Garcilaso y, a partir de allí, generado el mito del mestizaje peruano, aunque en los hechos aquello solo fuera alegoría. La realidad siguió siendo, como hasta hoy, de diferenciación y distanciamiento social: las razas sociales de que hablaba Mariátegui y que, contra el economicismo marxista básico, no se limita a asuntos de propiedad.

Esa es la simiente con la que hemos construido un país. Esta colonia inventada por el invasor europeo tras la desmembración de los Estados originarios que estaban organizados para atenderse a sí mismos. Al contrario, la colonia, de la que surgiría el Estado criollo Perú, fue organizada para extraer y tributar desde Lima y el Callao hacia el exterior, la metrópoli europea, administrado todo desde la capital que miraba y sigue mirando al resto de su geografía haciendo abstracción de sus habitantes. Lógica extractiva y exportadora que persiste tras más de 500 años, mientras folkloriza y vuelve negocio turístico un pasado prehispánico vuelto museo.

Los distanciamientos son política y también hábito generalizado en el Perú. Viví en París y pude comprobar algo que había escuchado o leído en algún lado – ojalá alguien me recuerde dónde: que la diferencia en la relación entre un gran burgués francés y los campesinos y trabajadores franceses, con la relación que hay entre un gran burgués peruano y los trabajadores y campesinos peruanos, es que en el primer caso ambos se reconocen como franceses[1], mientras que en el Perú ambos se miran como extraños. Desde la historia de Aparicio Pomares – que muchos conocimos por el relato de López Albújar – que debía convencer a las comunidades campesinas que eran peruanas, hasta la anécdota, de hace pocos años, que pude leerle a Salomón Lerner Febres sobre la incredulidad de un campesino andino acerca de su peruanidad, nada ha cambiado mucho.

Mi cercanía a pueblos indígenas amazónicos me permite ser testigo de su esfuerzo y de su necesidad de decir y subrayar que ellos también son peruanos. Y de la indiferencia de los funcionarios estatales por la suerte de aquellos a los que la mala suerte de disponer de petróleo, gas, oro, o madera abundante en su suelo, o lo que fuere bueno para el gran mercado global, coca para cocaína incluida subrayamos, convierte en víctimas de su extracción.

Hace años, era el periodo 2011-2016, recibí a una delegación de indígenas de una comunidad de awajún, de Condorcanqui, Amazonas, que venían a Lima para ser atendidos motivados por una persistente y desatendida demanda. Recurrí al siempre solidario y generoso Javier Diez Canseco, entonces congresista, que ayudó en los trámites. Viene al caso porque tanto esfuerzo para venir a Lima – lo que cuesta carísimo desde Condorcanqui en nuestro incomunicado país – causaba estupor tanto en JDC como en mí: su reclamo, por el que se habían visto obligados a tan fatigoso viaje y a tanto trámite y a buscar apoyo, era para que les emitieran los documentos nacionales de identidad a los habitantes de sus comunidades. El Estado, simplemente, no cumplía con atender ese derecho a ser identificados como peruanos.

La exclusión del no-blanco, o del no europeizado, fuera del coto de la peruanidad reservado a los rostros europeos (o cuasi europeos) y a trigueños desesperadamente occidentalizados – aunque estos a la americana, reclutados para los grandes centros comerciales y como vimos, marcados a la distancia por los primeros – es la esencia del sentido común formal: allí está, no se menciona, se vive.

Claro que esa historia de la peruanidad no compartida, tiene efectos en las representaciones y, consecuentemente, en las decisiones políticas, y no solo las extractivas. Algunas veces inconscientemente, por ignorancia del otro, y otras con total desfachatez y absoluta falta de empatía.

El drama nacional es que no hemos salido del nudo colonial, a pesar de una reforma agraria que debía haber iniciado la integración. Como un karma, el gamonalismo se reinstaló bajo la forma de grandes empresas que controlan los territorios donde operan, de mafias de narcotraficantes, de mineros ilegales, de tala ilegal de madera (que es el 90% de lo que se produce), todo para exportar. Y donde el Estado, vía corrupción, se somete o desaparece.

Allí, las tareas del Estado sobre educación, salud, cuidado del territorio, gestión del riesgo de desastres, justicia, orden interno, son más subsidiarias en la práctica, y acaso pobremente existentes, que lo que la constitucional regla económica dispone para las inversiones estatales.

 

Un poquito de Historia

Desde las normas coloniales que replegaban o rechazaban la lengua, las costumbres, la dieta, hasta la misma humanidad de los colonizados, dividiendo el gobierno en dos repúblicas, hasta las normas legales que disponían estatutos especiales paternalistas para la población indígena, bien entrado el siglo XX, o las afirmaciones sobre la Amazonía sin habitantes del arquitecto presidente, o las consignas de represión antiterrorista que no discriminaban (por la razón que fuere) culpables e inocentes, y las concesiones para actividades extractivas sin consulta a los habitantes de los territorios, hasta el abandono total de la atención básica de los habitantes mayoritarios costeños, andinos y amazónicos en salud, educación, seguridad y justicia, hay un continuo histórico que no puede dejar de verse.

En un libro de referencia[2], el historiador Juan Carlos Estenssoro, relata la permanente lucha de los pueblos indígenas menos por liberarse de la colonia, que por integrarse y ser reconocidos como cristianos, algo central entonces para ser valorados. La historia de los santos católicos en el continente nos muestra que, salvo Juan Diego, el vidente de la Virgen de Guadalupe – y eso muy recientemente –, no hay indígenas santos. De hecho, Estenssoro relata la odisea inconclusa por elevar a los altares a un hombre meritorio pero indígena, como lo fue Nicolás Ayllón, frustrada hasta hoy.

Esta puja por incorporarse a la sociedad que los rechaza, de parte de los pueblos alejados de la vida de las élites europeizantes y de la capital, es la historia del Perú que suelen llamar profundo. Que, como señala el joven historiador Guido Chati Quispe[3], campesino él mismo, ni siquiera pueden proponer su propia narrativa, su propia Historia, sus propias prioridades históricas, todo lo cual se somete a la criba de la academia capitalina y, peor, extranjera.

Chati relata la lucha de décadas por el reconocimiento de la propiedad de sus tierras por parte de la comunidad campesina de Ongoy, en Andahuaylas, que disponía de títulos y documentos celosamente conservados desde la colonia, y a los que los juzgados terminaban por dar la razón, sin que ello motivara cambio de actitud de gamonales, autoridades locales y curas que persistían en el despojo allá en la lejana provincia. La memoria de Ongoy prioriza así la que denominan Masacre de San Pedro en 1963, donde hubo decenas de víctimas campesinas, en el contexto de la lucha por la tierra. Y ello incluso sobre los eventos de la guerra interna contra el terrorismo.

Resumiendo: como subrayan muchos historiadores, la huella de las dos repúblicas coloniales – la de indios y la de españoles –, así como el reemplazo de la lógica originaria de relación con la tierra destinada a la atención de los propios habitantes, por otra destinada al saqueo y la atención de ajenos lejanos, definieron la relación entre los intermediarios capitalinos con las metrópolis y con los demás en el territorio, relegados a una otredad permanente y solo utilitaria. Además, inferiorizados.

Decía con razón el académico norteamericano Immanuel Wallerstein[4] que, en el debate entre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda sobre la humanidad de los indios americanos, dígase lo que se diga para encomiar el aporte indiscutible de Las Casas en defensa de los indios, Sepúlveda ganó el debate y sigue ganando hasta hoy. Y no tan implícitamente. Las políticas de los gobiernos peruanos sucesivos en relación con la población mayoritaria, dan fe de un hecho estructurado en la organización del Estado y en la mente de los gobernantes de siempre: el desprecio por las mayorías. Pero, también, del esfuerzo, a veces desesperado y maltratado, de esas mayorías por incorporarse a la vida nacional como protagonistas. [5]

 

Macroeconomía y microeconomía en bruto

Si algo nos ha demostrado la pandemia por covid 19 reciente, es el absoluto desinterés del Estado, hasta el día de hoy, por la salud y la educación de todos los peruanos. La gran dificultad del Estado para enfrentar al virus del covid 19 era comprensible, por tratarse de un fenómeno nuevo; lo mismo ocurrió en todos los países. Pero ser el país con mayor cantidad de fallecidos por la pandemia en el mundo, ser uno de los países con mayor tasa de ausentismo escolar por el mismo motivo, la incapacidad de aplicar las medidas que parecieran las más convenientes – recomendaciones de la OMS o simples respuestas de urgencia y sentido común –, ¡el carecer de oxígeno al alcance para la mayoría!, nos ubican como un Estado al borde de ser efectivamente fallido. La alta tasa de informalidad es un indicador de esto último, que no solemos tomar en cuenta.

Alegrarse por grandes logros macroeconómicos mientras el 75% de la población vive y trabaja en la informalidad, es uno de esos absurdos insostenibles en el tiempo y que, con la pandemia, mostró sus consecuencias. No se puede sostener ningún milagro económico si solo un 25% de la población – y de manera desigual – vive sus resultados. Ocurre que la informalidad, como se ve de manera brutal con la tala de bosques, tiene vínculos estrechos con la formalidad que, de esa manera, abarata sus costos y amplía su oferta. Y la informalidad callejera de la ciudad se abastece de la formalidad productiva, y la banca recauda del informal (legal o ilegal) sin preguntar nada, etc. Lo que crea una tranquilidad social hipócrita, basada en el abuso, la corrupción, y la semi-esclavitud.

Y es que el reclamo por supuestas excesivas regulaciones de sectores del empresariado, no tiene sentido en el mundo informal mayoritario donde nadie regula nada. Allí actúan empresarios que son alumnos aplicados de Milton Friedman y Friedrich Von Hayek, aunque por ósmosis ciertamente. Es el mundo de las 12 a 13 horas laborales diarias, con salarios por debajo del salario mínimo y a veces sin días de descanso, es el mundo de los jóvenes que murieron asfixiados por estar encerrados en un contenedor en el centro comercial ultra informal de Las Malvinas (lo que no es un caso aislado sino constante), es el mundo que permite carga de explotación y trata de personas a vista y paciencia de autoridades, que hace la vista gorda ante flagrantes violaciones de derechos laborales, contaminación ambiental y devastación del ambiente, abuso de situación de dominio, robo de derechos y de propiedad, monopolios, etc.

Ese desregulado dejar hacer dejar pasar, campea sin obstáculos, también, en la delgada línea entre formalidad e informalidad, como lo demuestran los títulos académicos de las universidades bamba. Que es donde aparecen los diplomas del presidente Pedro Castillo, como los de tantos otros.

Y aquí estamos. En ese margen donde cohabitan aquellos ilustrados con diplomas europeos o norteamericanos que han acaparado toda la vida los puestos en el Estado, en el gobierno central, y donde algunos se encuentran – por milagros de la modernidad tecnológica – encausados en fila por delitos de corrupción; y, venidos de las provincias sus votantes, sus discípulos del quehacer político, como Castillo, y Cerrón y allegados, que son factura de la informalidad, y que, tal como siempre ocurre, apuestan a hacer exactamente lo mismo que sus antecesores más formales. Es que llegó la peor cara del Perú profundo.

 

¿Qué se perdió en el camino?

He sabido de algunas comunidades indígenas en diversos lugares de la Amazonía que, en asambleas, deciden sembrar coca y vender a los narcotraficantes, o dejar sus parcelas en manos de taladores ilegales de madera. Así como en los andes ya hicieron muchos desde hace tiempo, entregando su alma al abandono de su autoestima y de sus tierras a la fuerza extractiva legal e ilegal que brinda dinero fácil. ¿Pueden hacer algo diferente si el Estado permite que los invadan, destruye sus bases materiales de vida, y los abandona?

Si el Estado en manos de los blancos o criollos desprecia a indígenas, mestizos y aculturados, si – a pesar de las promesas del Estado y de los reclamos por educación intercultural bilingüe, salud intercultural, atención descentralizada – se crea un entorno empobrecido, no se invierte en educación para las mayorías, si se ignora la educación ambiental que permitiría revalorar el entorno, si se abandona la salud de las personas a su suerte, si todo sigue concentrado en Lima por obra de una descentralización falsa, si se ensalza y se venera la cultura ajena[6], la occidental, que se apropia del término cultura, y se persiste en el desprecio oficial de las culturas nativas a las que se les concede, tras mucha presión, apenas una dependencia especial porque son historias al margen, ¿qué se espera?

Y si – además de ello – se persiste en bloquear el acceso a los instrumentos de asimilación al sistema que se ensalza con currículos escolares (por ejemplo) que priorizan aquel “aprendizaje por competencias” que desenraiza, desarraiga de la vida en el territorio, y ello se hace de la misma manera que hace quinientos años, y con el mismo desprecio étnico, y con la misma voluntad de saqueo de toda la vida, ¿qué se genera?

Se genera una mayoría de población que asume la corrupción y el despojo como sentido común, que tras rechazar lo propio integra la cultura dominante apenas a medias por retazos que ofrece el pobre entorno de los medios de comunicación, sin completar su formación, mediante esfuerzos solitarios de asimilación. Se genera un mundo incompleto, un limbo cultural que tan solo conoce los gestos que le afectan, e ignora los códigos completos de los que siempre han dominado y todo lo tienen.

Castillo, Cerrón y sus allegados son productos típicos de este proceso. Cerrón es médico, pero su principal preocupación es la política, y cuando se reclama marxista no lo hace desde la creatividad social, desde alguna reflexión creadora como reclamaba Mariátegui, sino mediante una extraña mezcla de manuales de inicios del siglo XX, de la peor vertiente estalinista, además, más la criollada aprendida.

He allí lo que nos gobierna hoy, una caterva de afanosos imitadores de las catervas de privilegiados que, durante siglos, se repartieron los beneficios que provenían de la tierra, del guano, del caucho, de la pesca, de los minerales, con intermediarios para hacer la bonanza de lugares ajenos y a costa de quienes habitamos estas tierras. Afanosos imitadores de los privilegiados que hicieron la vista gorda a las actividades ilegales de las que también viven, mientras se dan golpes de pecho e invectivan contra fantasmas comunistas creados a su antojo. Imitadores de poco pelo y menos capacidades para hacer lo mismo que los otros, que se pueden burlan de ellos pero que no por eso dejan de ser su creación, y finalmente su destino.

Porque, salvo algo que reemplace a unos y a otros, estos que ya se ejercitaron en los gobiernos regionales, adquirirán la destreza necesaria para reemplazar a los otros allí donde ya están, y continuarán el ciclo de desaparición de toda promesa de país.

[1] En Francia, y en general en Europa, es en la extensión del racismo en sectores populares hacia la migración magrebí y subsahariana como se manifiesta el distanciamiento hacia el extraño. El Partido Comunista Francés, en un tiempo el más fuerte de Europa Occidental, afirmaba ese distanciamiento, no lo combatía. Al reducirse a casi nada, legó – sin que llame la atención – la mayor parte de sus bases partidarias, sobre todo la clase trabajadora industrial, a la extrema derecha de Le Pen. Esto último tampoco es tan extraño ni novedoso, y de hecho, el Partido Popular Francés, grupo colaboracionista durante la ocupación nazi, se constituyó sobre la base de la militancia del PCF.
[2] “Del paganismo a la santidad – Juan Carlos Estenssoro (1532-1750)” – IFEA 2003
[3] “¿De quién es la tierra? Historia y memoria campesina sobre política por la tierra, la represión y masacre en Ongoy, 1960 a 1969” – Guido Chati Quispe, Lluvia Editores, 2019
[4] “Universalismo europeo: el discurso del poder” – Immanuel Wallerstein, Siglo XXI Editores, 2007
[5] “La discriminación en el Perú: balance y desafíos” – Editora: Cynthia A. Sanborn, Universidad del Pacífico, 2012
[6] Un diario local, de orientación socioliberal, acaba de inaugurar una colección de libros sobre la mitología griega (“clásica” dice el anuncio). La promociona como oportunidad de conocer “nuestra civilización”. No son capaces de percibir el absurdo. Viendo el anuncio, recordé a amigos africanos y árabes, de las antiguas colonias francesas, burlándose de que los manuales escolares les hicieran aprender, en tiempos coloniales, sobre sus “antepasados los galos”.

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Pedro Castillo, Vladimir Cerrón

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