Los géneros autobiográficos suelen tener dos encantos irresistibles: el primero, la posibilidad de hurgar en la intimidad del personaje; el segundo, una cercanía con la verdad fáctica que la ficción, como mandan los manuales, esquiva, esconde y enmascara de todas las maneras posibles.
Tampoco se trata de asumir, como lector, un papel inocente y creer letra a letra lo que dice una memoria, un diario o una autobiografía. La lectura de estos textos es siempre problemática, partiendo de su más radical y manifiesta imposibilidad: relatar de manera total la experiencia.
Su naturaleza, entonces, es fragmentaria y, sobre todo, confesional. El autor elige escenas significativas de su propia existencia y las rememora; selecciona personajes y traza el vínculo construido con ellos, pero, sobre todo, construye una imagen de su propia persona.
Estas reflexiones vienen a cuento a propósito de haber leído, con interés y placer, Confesiones de una editora poco mentirosa –aparecido originalmente el 2005–, de Esther Tusquets, volumen que llegó a Lima el año pasado en novísima edición, pero cuya difusión fue de hecho entorpecida por la pandemia.
Se trata del primero de tres volúmenes de memorias de la destacada escritora y editora, fundadora de la editorial Lumen, célebre por un catálogo de libros entre extraños y exquisitos que muchos recuerdan como una muestra de singularidad rara vez lograda por otros sellos. Los dos títulos que completan la trilogía son Habíamos ganado la guerra (2007) y Confesiones de una vieja dama indigna (2009).
La historia de una editora se entrecruza con la historia de la literatura misma, su figura es la de una suerte de coautora en la transformación del texto en libro, la conductora de ese mágico proceso –invisible a los lectores– por el cual un manuscrito (¿a qué se podría llamar hoy un manuscrito?) terminaba en las vidrieras de una librería.
Pero una editora que es además escritora, y eso Tusquets de sobra lo sabía, tiene un pie en cada orilla y, por lo que se lee en esta memoria, establece relaciones con los autores que edita para las que no encuentro mejor palabra que la complicidad, que es incondicional con los textos, pero relativa con las personas.
Así, al final del capítulo en el que narra pormenores de sus tratos con Camilo José Cela, remata, luego de poner de relieve la calidad de buena parte de su escritura: “Era un buen escritor, pero detrás de la aparatosa fachada no había (…) un ser que humanamente pudiera interesarme” (p.52).
Otro ejemplo tiene que ver con Mario Vargas Llosa, quien publicó en Lumen aquella irrepetible edición de Los cachorros con las fotografías de Xavier Miserachs. El texto iba y venía de Vargas Llosa a Tusquets, porque su autor, acusa la editora padecía de un perfeccionismo sin “límites ni remedio” (p. 68).
La aventura de editar, es una frase que podría sintetizar este libro, lleno de grandes personajes, de figuras míticas del campo literario, excepto por el último capítulo, que da cuenta del final abrupto e injusto de su carrera como editora. Tanta alegría necesitaba unas cuantas gotas de tristeza.
Confesiones de una editora poco mentirosa. Lumen: Barcelona, 2020.