Jorge Luis Tineo - Sudaca.Pe

La música: El primer arte

Según la historia del arte hay seis consideradas “artes mayores”: arquitectura, pintura, escultura, música, danza y literatura (en la antigüedad se hablaba solo de la “poesía” y después se extendió el concepto). De ahí que en la modernidad, siguiendo la secuencia, nos refiramos a la cinematografía, la fotografía y el cómic como el séptimo, octavo y noveno arte, respectivamente (algunos ya mencionan al videojuego como el “décimo arte” aunque eso ya linda con el disparate).

Aunque se han hecho varios intentos académicos (y otros tantos empíricos) por establecer el orden de estas seis artes mayores, en realidad no existe tal cosa. Y no existe porque originalmente no se trataba de sobreponer la importancia de unas sobre otras sino de simplemente establecer cuántas y cuáles eran las expresiones elevadas de la creatividad y el talento humanos que podían alcanzar la categoría de arte.

En ese sentido y con total arbitrariedad, “el primer arte” podría ser la literatura para algunos, la escultura para otros, y así con cada caso. Para mí, la música es el primer arte. No porque haya surgido primero en la humanidad, tampoco porque considere que las demás son menos valiosas, sino por una razón más sencilla y comprobable: la música, en sentido amplio, es, de las artes mayores, la que posee mayor capacidad de influencia inmediata en las personas que se exponen a ella.

La estremecedora obertura coral de la cantata Carmina Burana (1937) de Carl Orff (1895-1982), célebre compositor alemán de música orquestal y sinfónica, por ejemplo, ocasiona reacciones inusitadas en el público, tanto para quien la escucha por primera vez como para el experto que conoce, al detalle, sus movimientos y significados. Un potente riff de Slayer, cuarteto norteamericano de thrash metal, activo desde 1983, sacude todo a su paso y hace saltar a quien lo escucha, de gusto, de miedo o de cólera pero lo hace saltar. Una pausada guitarra acústica tocada por el brasileño Antonio Carlos Jobim (1927-1994), el más representativo compositor de bossa nova, trae calma en cualquier situación. Y así podríamos seguir citando melodías, grupos, artistas, compositores clásicos, populares. No importa el idioma ni el estilo, si está bien hecha, la música emociona, trasciende.

Y ni qué decir de las terapias que basan en la música sus poderes curativos, las actuales técnicas de estimulación temprana para madres gestantes a través del sonido o hasta las investigaciones que se han hecho con animales y sus respuestas ante estímulos musicales. ¿O acaso han visto a un chimpancé o a un perro reaccionar ante un párrafo de Vargas Llosa, ante una escultura de Canova, ante una pintura de Caravaggio?

Escuchar música, el primer arte, va más allá del acto maquinal de conectarse al Spotify o al YouTube. Tampoco se limita a exhibir interminables colecciones, físicas o virtuales que, al final de cuentas, se pueden comprar con dinero. Cuando una melodía, sea del género o de la época que sea, es capaz de levantar tu ánimo, entristecerte o traerte recuerdos -buenos o malos- que creías perdidos, no importa si eres un melómano obsesivo o un radioescucha común y corriente. Importa que esos sonidos impactan tu sensibilidad y la movilizan, activando así tu vida, tu naturaleza humana.

No incluyo aquí “géneros” como el reggaeton, la bachata estilo Romeo Santos o las versiones más actuales del “latin-pop” o del R&B gringo, que son distorsiones de la música latina o del R&B/soul de antaño, paquetes de diversos estímulos -ruidos espasmódicos y repetitivos, farándula y mundo fashion, materialismo orientado al consumo, el status y el lujo, exhibicionismos y pulsiones primarias, animalizantes- que tienen, entre sus componentes, algunos elementos extraídos de fuentes musicales pero que son, finalmente, un producto distinto que opera como distracción y escapismo vacío, infértil. Escuchar música es otra cosa.

Sumergirse en el universo del sonido permite, a los individuos sensibles, recorrer países enteros a través de sus instrumentos, aprender acerca de usos, costumbres e historias de otros tiempos, crear mundos paralelos fantásticos, reconocerse en la música de sus ciudades natales, saber distinguir entre el artista genuino y el mercenario que confunde al público. Es un mundo inagotable que nos conecta con lo más profundo de nuestra sensibilidad, aún sin darnos cuenta.

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