[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]No quiero llenar estas líneas con perogrulladas. Qué podría añadir al debate si dijese que el Perú termina el año con una lucha de poderes bárbara, que divide a quienes quieren cooptarlo de quienes defienden su independencia y equilibrio, aunque es posible que estos últimos también tengan sus propios intereses ocultos. La política siempre fue la guerra entre el bien común y el poder, la justicia y el interés subalterno, la honestidad y la corrupción. En cada país, la correlación entre estas fuerzas es distinta, en el Perú ganan los segundos por siglos de ventaja, porque en el Perú se trata de una cuestión histórica, compuesta por robustas raíces enrevesadas bajo tierra.
En el Perú el sistema no es el que creemos ver, no es el que nos dicen los medios, no es aquel por el cual votamos cada cinco años. En el Perú el sistema es el otro, es el que está debajo, no es la ley, es la costumbre y esa costumbre de la corrupción no separa a occidentales y andinos, fractura de la que tanto se habla, notable durante el proceso eleccionario de 2021. En el Perú, el sistema subterráneo es el lugar común que relaciona lo occidental y lo andino, principalmente si hablamos del Estado y las instancias del gobierno, pero también de las altas economías formal e informal.
El tema estuvo siempre allí, en la estructura como diría Carlos Marx, y yo no soy marxista, teóricamente me gusta ser ecléctico y utilizo las herramientas que me son útiles de acuerdo con el análisis. Algo tengo claro, no me voy a amilanar por usar categorías de Marx o algún toque de los libertarios, creo en la recuperación de la deliberación que hoy vemos con nostalgia, como algo que existía en el siglo XX y que ya no existe más.
¿De verdad es este el signo del siglo XXI? ¿la intolerancia, la eliminación del contrincante, la cancelación y la guerra cultural? ¿no hay más? En todo caso, y vuelvo a Marx -qué útil resulta a veces, será porque reducía la sociedad a esquemas bastante básicos- la polarización se produce en la superestructura, por ello, hoy más que nunca, la lucha es cultural, derechas e izquierdas se entretienen en una guerra sin cuartel que nos ciega del avistamiento de los grandes cambios y permanencias en el poder mundial.
Al terminar el 2023, sigue siendo una verdad de Perogrullo que somos el mundo de las transnacionales y que las grandes mayorías, inclusive las capas intelectuales, no lo entendemos del todo, o nos dejamos llevar por las referidas guerras culturales. Imagino a China, imagino su infraestructura industrial y tecnológica, y me da la impresión de que las guerras reales van por ahí, que estamos distraídos y dispersos. Luego viene la inteligencia artificial.
Este año nos ha dejado el chat GTP que responde con bastante acierto preguntas de desarrollo de exámenes universitarios y mucho más. Lo peor, o lo mejor, es que hablamos de su primera versión. Imaginemos los años setenta, esas computadoras que abarcaban salas completas, o pisos completos de edificios del gobierno norteamericano o de las grandes empresas pioneras de la cibernética. Luego, pensemos en los primeros ordenadores personales, sin internet y con programas limitadísimos. Reflexionemos sobre todo lo que se ha avanzado en 40 años, y ahora apliquemos la ecuación a la Inteligencia Artificial. Y preguntémonos también quiénes manejan y manejarán todo eso, porque dificulto que el mundo de mediados del siglo XXI sea un mundo socialista.
¿Qué es lo que debatimos entonces? ¿qué es lo que nos enfrenta? ¿cuáles son las causas o utopías por defender? ¿o acaso ya no existen, solo que no nos hemos dado cuenta? Este año me esforcé por comprender la guerra cultural, la de los extremos – una vez más – comprendí, a medias, las radicalidades libertaria, ultraconservadora y progresista radical. Como historiador tiendo a pensar que el extremismo de hoy será superado por una era de mayor consenso y diálogo. Sin embargo, me asalta también la sospecha de que el fanatismo se nos ha ido de las manos y que, de anularnos unos a otros, si seguimos así, podemos acabar en guerras, en grotescas guerras de esas que son de verdad y que matan a muchísima gente, sólo porque optamos por la intolerancia cuando la mesa de la democracia estuvo más servida que nunca cuando cayó el muro de Berlín en 1989.
Pero después pienso en el poder real, estructural, en las multinacionales, las industrias y la tecnología, y me pregunto si esa idea de las olas históricas conservadoras y liberales pueden llegar a su fin ante el advenimiento de un planeta en el que a los hombres y mujeres se nos arrebate el derecho de tomar nuestras propias decisiones, esto es, de ser libres. Me pregunto si eso no está ocurriendo ya y que pronto colegiremos que tanto enfrentamiento cultural no fue más que un bluf, que una distracción, que una cortina cibernética que nos impidió ver lo que pasa al otro lado, lo que no podemos ver con nuestros propios ojos, aunque lo vivimos cotidianamente, todos los días, muchísimo más que la cortina de hierro que anunció al mundo Winston Churchill en 1946.
Tras esta reflexión ¿qué puedo decirles de Dina Boluarte a quien veo como quien ve al Planeta Tierra desde un confín muy en las periferias del Universo? ¿y qué decir de nuestra clase política que constituye la perversión de lo que una clase política debería ser? Esta reflexión busca la confusión, el completo caos. Porque lo más sensato que podría dejarnos el 2023 es el absoluto desconcierto, las absolutas incertidumbre y desolación. Solo cuando comprendamos que somos presas de un barullo incomprensible, que nos congracia en la conformidad con una superestructura engañosa, podremos comenzar a hacernos las preguntas que realmente valen la pena. A ver si hacemos posible lo imposible y, una vez más, tomamos al Mundo en nuestras manos, a través del conocimiento.