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La utopía imposible | Sudaca - Periodismo libre y en profundidad
Daniel Parodi

La utopía imposible

Hace algunos meses he desistido, o limitado sustancialmente mis opiniones sobre nuestra política, la doméstica, la peruana. Puede que se trate de un escepticismo que parte de la premisa de que en el Perú no hay clase política, más allá de que conozco y eventualmente apoyo proyectos para la conformación de una.

Otra razón que explica mi ateísmo cada vez más militante sobre las capacidades de quienes gestionan nuestro futuro, es la constatación de que hemos empeorado varias veces, cuando se pensaba que habíamos tocado fondo. Partiendo de la premisa de que, salvo Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, los demás gobiernos del nuevo milenio se han caracterizado por la corrupción, posible o demostrada, de sus más altos funcionarios, debo confesar que las administraciones de la década antepasada parecieron superiores a las de la pasada y estas últimas superiores a la administración actual.

La informalidad del país, que en lo que toca a nuestra política, se confunde y fusiona con vicios como el patrimonialismo (corrupción de funcionarios) y el clientelismo secularmente arraigado en nuestra sociedad, la dotan de un magma que ningún nuevo caudillo -porque básicamente nos dedicamos a seguir caudillos y no programas de gobierno que básicamente no existen- podrá arrancarle a nuestra vida institucional.

De tal manera, la vista directa y sin escrúpulos del Estado y la política como la fuente más rápida de enriquecimiento ilícito en el país, ya graficada en las sátiras de Manuel A. Segura y denunciada en la prédica rebelde de Gonzales Prada se ha posicionado de todo el escenario. Esto ha sucedido luego de que la década fujimorista acabase como el último y quizá único atisbo serio de clase política que nos ha brindado nuestra historia republicana. Me refiero a la trilogía derecha (AP-PPC), centroizquierda (APRA) e izquierda marxista (varios partidos e Izquierda Unida), cuya vigencia se prolongó desde las elecciones constituyentes de mayo de 1978 hasta el golpe del 5 de abril de 1992.

¿Hace falta describir nuestra política contemporánea? Yo creo que sí, para entender las cosas y, básicamente, el escepticismo que pregono. Ya dije que no hay partidos, son otra cosa, pero no partidos. En algunos casos son coaliciones coyunturales que representan un interés específico, estos son los casos de Renovación Nacional y Avanza Perú. En otros, “para que sepan todos”, son propiedades privadas con dueño y demás, como en el caso de las franquicias de César Acuña (APP) y José Luna (Podemos). Los dos primeros se sitúan a la derecha, los otros dos donde indica el propietario, que además alimenta una extensa red clientelar.

En el espectro de la derecha, un caso particular es Fuerza Popular, que representa al fujimorismo como fenómeno político, social, clientelar y populista. Creo que nadie discute que en sus altas esferas los atisbos de corrupción, permítanme cuidar mi lenguaje y lo que digo, parecen ser su denominador común, con el añadido de que FP se desenvuelve de manera organizada. El Estado, en última instancia, aunque al igual que sus pares que he esbozado, es la meta, en el sentido que denunciaba Gonzáles Prada.

Fuerza Popular, en tanto que organización política, funciona como una empresa privada, bastante más formal que Podemos y APP. La lideresa dicta la política a seguir, la que se cumple al pie de la letra. Se destaca también por el cada vez más explícito apoyo del gran empresariado nacional. ¿Es un partido Fuerza Popular? que lo digan los politólogos, pero tiene dirigencia, bases, seguidores y un cierto nivel de popularidad y arraigo que remite al periodo presidencial de Papá Alberto, el “señor indulto”. Es, también y, sin embargo, la mayor y mejor constituida expresión de patrimonialismo, clientelismo y populismo organizados y de derecha en el país. Guardando enormes distancias, nuestro siglo XX político fue del APRA, el XXI, hasta ahora, es del fujimorismo aunque aún no haya llegado al poder en el presente milenio.

Vienen el centro y las izquierdas. En el centro hay un partido político que hasta cierto punto funciona como tal, y es el único. Se trata del Partido Morado, el que, sin embargo, hasta ahora viene desaprobando el examen de la mayoría de edad que consiste en vincularse, quiero decir, echar raíces, en el Perú, lograr conectarse con la popularidad peruana con la que, aunque la situación raye en el surrealismo, ha logrado conectar incluso Rafael López Aliaga.

Es que el discurso del bien común, y las alusiones a Platón y Aristóteles, funcionan en las escuelas de letras de la PUCP y San Marcos, no en el resto del país. Este es el mismo enorme desafío que deberán enfrentar otras organizaciones germinales de centro como la Confluencia Perú que ha agrupado, entre otros colectivos, a Perú Republicano (escisión del PM) y Confluencia Ciudadana (escisión de Fuerza Ciudadana) y que hoy lidera Jorge Irivarren Lazo, destacado exfuncionario público e intelectual-político, varias veces jefe de Reniec.

Con lo que le sucede a la izquierda, podemos explicar un aspecto transversal a la política peruana. No somos una nación, somos una sociedad de castas y nuestro persistente centralismo no ayuda a la descentralización de nuestra política. De esta manera, los diferentes sectores de izquierda que predominan en nuestro espectro son limeños, incluso el Nuevo Perú, liderado por la cusqueña Verónica Mendoza. Sus banderas se han tornado básicamente culturales: las del feminismo, de los colectivos LGTBI+, los derechos humanos cuando el victimario es el Estado, entre otros.

De hecho, suscribo todas las banderas mencionadas, me considero activista de estas, pero el 80% o más del Perú habla otro idioma, y Lima y solo Lima y solo algunos sectores de Lima, son susceptibles de asimilar el discurso de la izquierda capitalina. En simultáneo, la sierra, culturalmente conservadora, piensa la reivindicación social en sus propios términos, en muchos casos en su propia lengua y sucede lo mismo con la Amazonía.

Pero otro problema de nuestra izquierda sistémica y limeña, es su flojera consuetudinaria para formar partido, y dar el salto que necesita dar, esto es extenderse a nivel nacional. Tras las elecciones de 2016 y la alta votación alcanzada por Verónica Mendoza de Nuevo Perú, la oportunidad estaba al alcance de la mano. Al final, casi no hay bases provinciales, casi no hay diálogo con provincias y, a la hora de las elecciones, las franquicias están a la orden del día: Juntos Por el Perú, plataforma utilizada por la política cusqueña para tentar de nuevo la presidencia del Perú, es el mejor ejemplo de lo planteado.

De la desidia de la izquierda limeña en constituirse en un sector vital y orgánico de nuestra política, se explica la súbita aparición de Perú Libre. No busca esta reflexión achacarle a PL, todos los defectos y críticas que ya se le han hecho y que son harto conocidas. El tema es reconocer que, ignorándolo Lima, el centro del poder, en la sierra peruana, principalmente la urbana, se organizó un partido político que, me corrijo, junto al Morado, conforman la dupla de organizaciones políticas correctamente instituidas con las que cuenta el Perú.

El marxismo-leninismo de PL, es otra cosa, a mi tampoco me gusta, como no me gusta el caudillismo del inefable Vladimir Cerrón, ni el APRA, el partido más moderno del siglo XX peruano, pudo escapar al flagelo del líder carismático, weberianamente hablando. Pero independientemente de esto, Perú Libre, es un partido político con programa, cúpula, militantes, bases y seguidores; y surgió de la región huanca, como lo hizo la verdadera resistencia peruana durante la guerra del Pacífico, con perdón de la forzada comparación.

En todo caso, puede que yo esté completamente equivocado, que los partidos políticos sean una manifestación societal de los siglos XIX y XX, y obsoleta en tiempos en los que, evidentemente, las redes convocan más que aquellos. Lo que nadie puede negar es que un país no puede construirse sin clase política. Miremos nomás a Chile, ante el fracaso de una, perfectamente instituida, el pueblo, recupera la soberanía en sus manos y la reemplaza por otra, igual de capacitada, pero joven e inclinada hacia reformas en el ámbito del Estado de bienestar. Una manera muy chilena de instituir el siglo XXI en el país vecino.

Con o sin partidos políticos, y sin negar la globalidad de muchos de los fenómenos aquí descritos, lo cierto es que sin una clase política profesional, preparada y descentralizada, que persiga auténticamente utopías de las que ni hablamos ante tanto ruido, como el mero y simple desarrollo del país, no contamos con un punto de partida para comenzar a implementarlo. Sin punto de partida no hay principio, de allí mi escepticismo, el de un utópico que no por ello dejará de perseguir la utopía del progreso nacional.

 

 

Tags:

Política, sociedad

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