fabrizio Ricalde

Ozark es la ejecución perfecta de un adictivo espiral de emociones

"Una serie emocionante sobre cómo son auténticamente las familias estadounidenses en todo su esplendor, sometidas a cualquier situación específica."

De vez en cuando vale la pena destinar múltiples horas para consumir una historia larga en la televisión. Ozark es un buen ejemplo de cómo invertir ese tiempo con calidad. Es también una nueva demostración de que las mejores historias del cine o la televisión llevan consigo el ingrediente de la familia. No se engañe por el elemento narcotráfico, esta es una serie sobre la vida misma.

Porque la vida empieza, continua y termina alrededor de las familias. Ya sea por la ausencia de ellas o por la extrema presencia. Por la comidad que generan o por el caos. Contar historias donde el protagonista tácito pero elemental es la unión entre familiares siempre tiene mayores posibilidades de capturar la atención. Y aquí no solo hay una, más bien las familias no dejan de aparecer.

En Ozark, una típica familia estadounidense de padre, madre y dos hijos transforman su vida por completo cuando se cruzan con un cartel mexicano. Están obligados a lavar dinero para sobrevivir. En ese intento, llegarán hasta una localidad de vacaciones en el centro del país donde abudan los lagos, pero por delante de ello la pobreza mental, la escasez de valores y la mezquindad.

Ahí se encuentran con otra familia. Esta sobrevive pero frente a las carencias. No tienen nada y sueñan con tenerlo todo, pero están incapacitados para lograr algo. Y por ello algunos se conforman, pero otros quieren salir adelante como sea. Esta es la historia de cómo entre los mismos familiares hay espacio para destruirse entre sí, carcomerse hasta desaparecer.

Hay más familias. Los que están unidos por la locura, por la codicia, por el miedo, por la frustración. Los que están nutridos por la ausencia. Y la motivación para avanzar siempre es cuidar a los propios, o los que cada personaje considere como familia. Cuando la serie alcanza el mayor éxito nos encontramos entre líos morales de defensa de los propios versus el bien común de la sociedad.

Ozark es un viaje hacia el abismo de la condición humana sometida siempre al escrutinio del éxito. Todos los personajes de esta serie quieren lograr algo mejor de lo que tienen. Ya sea para salir o para entrar al caos. Y en ellos se presenta una pelea campal en cada episodio donde la sangre y la violencia chorrean por los márgenes de la pantalla, pero en tonos y ritmos pausados, contemplativos y ténues.

El personaje principal interpretado por Jason Bateman lleva la batuta. Su pasividad ante toda situación extrema es capaz de conectar los puntos sueltos cuando la narrativa se hace muy improbable. Ahí siempre está la cara noble, la normalidad, para volver a pensar que todo aquello es posible o, más precisamente, podría pasarle a cualquiera.

Pero es su pareja en la ficción, interpretada por una magnífica Laura Linney, quien se lleva todos los méritos. La transformación que da su personaje, desde una madre ama de casa salida de Desperate Housewives hasta convertirse es un completo monstruo es el camino del anti héroe natural cuya narrativa conocemos al milímetro, desde que se estrenó The Godfather hace cincuenta años. Ese que va de indeciso a convencido y que logra su trascendencia a partir del exceso, los bajos instintos y el deseo por lo prohibido.

Por encima de todo, Ozark es un éxito por su gran nivel de impredictibilidad. Esa receta de Netflix llevada aquí a su máxima expresión al crear narrativas donde todo el tiempo pasa algo, en un torbellino emocional sin posibilidad de distinguir qué viene luego.

Y es que Ozark presenta una narrativa que podríamos bautizar aquí como el espiral de mierda. Todo el tiempo pasa una nueva desgracia. Absurdas, incómodas, o que pueden pararte los pelos de punta. Es en su más notable esencia, una serie emocionante sobre cómo son auténticamente las familias estadounidenses en todo su esplendor, sometidas a cualquier situación específica.

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