Comienzo a toparme con eso todas las semanas, cada vez más. Padres, jóvenes y profesores me relatan situaciones que ocurren en instituciones educativas con creciente frecuencia. A veces las cosa es evidente: un acto claramente transgresor, que va contra las reglas escritas e implícitas, se produce y es tratado como tal. Se toma en cuenta los antecedentes, las circunstancias, los atenuantes, los testimonios y se dictamina las consecuencias para los protagonistas y sus cómplices. Como debe ser.
Eso no es novedad. Lo que sí sorprende y choca es que el proceso se parece como dos gotas de agua a lo que ocurre en la sociedad en su conjunto. Los términos utilizados, los métodos empleados, en fin, el espíritu que empapa todo es eminentemente judicial, fiscal, policial y periodístico, con las redes sociales constituyendo espacios de opinión pública donde se toma partido y se ejerce presión. No es fácil distinguir si se trata de regular la convivencia poniendo en su lugar a quienes la ponen en peligro, o ajustes de cuenta entre grupos con visiones e intereses contrapuestos.
Pero muchas veces las cosas son menos claras. Hay sospechas, soplos, insinuaciones, indicios y hasta los destapes tipo dominical o portal virtual: videos y audios, en no pocas ocasiones recogidos por un participante en una situación comprometedora, o simplemente de esas que son ambiguas cuando se dan en un nivel íntimo o privado; y en con no poca frecuencia, producto de instrumentos de registro audiovisual que ahora existen en todas las instituciones.
Entonces se pone en marcha un drama que va succionando a cada vez más personas, que adquiere una lógica independiente de los deseos, muchas veces buenos deseos, de quienes se van involucrando. La neutralidad no existe, todos atacan y se defienden, todos se vuelven protagonistas. Es muy desconcertante y, sobre todo, se genera una zozobra permanente que no permite que dirección, administración, estudiantes, profesores y padres de familia funcionen como una comunidad.
Obviamente, por definición, los profesionales de la salud mental entramos muchas veces en contacto con casos que están más cerca de los extremos que del promedio. El traslado del espíritu que predomina en el mundo extraescolar a los espacios educativos no es la norma, felizmente. Sin embargo, es inevitable que la vena inquisitorial en la que discurre nuestra vida colectiva, con su jerga, sus libretos y sus personajes no se quede en el mundo de la política.
En la sociedad en su conjunto se ha distorsionado y se han salido de control protocolos que permiten detectar corrupción y abuso, terminando en un fuego cruzado en el que todos terminan siendo al mismo tiempo culpables e inocentes, a la vez que muchos de los proyectos individuales y colectivos se bloquean y frustran. Ojalá que en las escuelas los alumnos no terminen aprendiendo mucho más sobre las artes de Maquiavelo o de la acusación y la defensa —un poco de eso no hace daño— que sobre el resto de las materias.